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Por SERGIO SINAY (*)
Mail: sergiosinay@gmail.com
Un chico muere a causa de la “ballena azul”, juego (?) manipulado por psicópatas amparados en el anonimato que da la “libertad” de internet. No es el primero, acaso no será el último. Chicos y chicas, sobre todo ellas, desaparecen de sus hogares manipulados por pedófilos y otros criminales a través de las redes sociales. Lo habitual es que, cuando ya es tarde, los padres se muestren sorprendidos por el hecho de que sus hijos hayan sido las víctimas en estos episodios siniestros. Cuando recapacitan, algunos de ellos caen en la cuenta de que, en efecto, sus hijos estaban retraídos o con algunos trastornos de conducta.
La adolescencia no es una etapa fácil de la vida, ni para quienes la viven ni para los adultos cercanos. Un adolescente es una identidad en construcción. A lo largo del día puede atravesar, desde el punto de vista emocional, las cuatro estaciones. La primavera de la esperanza, el verano de la exaltación y la euforia, el otoño de la tristeza y la decepción, el invierno de la depresión. Ni el mismo adolescente sabe, a menudo, las razones de esos cambios constantes y bruscos. Mucho menos lo sabrán los adultos distraídos o quienes olvidaron que ellos mismos fueron adolescentes. A veces el disparador es un hecho nimio, o una decepción efectiva, o un episodio escolar, o una derrota deportiva, o el haber encontrado un límite que lo enfrentó con la frustración. O quizás se trate de un proceso hormonal. Es que, en cierto modo, esa criatura en transición desde la pubertad y la aún cercana infancia hacia una adultez temprana incipiente e incierta, es un caldero hirviente de hormonas y de transformaciones psíquicas.
¿Quién es? A menudo no lo sabe y se le exige que lo sepa con una certeza que muchos adultos no tienen para definirse a sí mismos. Es una crisálida de la que está emergiendo la mariposa. Y necesita afirmarse, dejar definitivamente el útero. En ese proceso asume riesgos, cuestiona al mundo de adultos en el que nació, choca contra esos adultos considerándolos obsoletos e innecesarios, cree que el mundo empezó con su bautismo como adolescente, desarrolla códigos, conductas, modas y hasta lenguajes que lo diferencien de aquellos vejestorios (está seguro de que él nunca envejecerá y por momentos se cree inmortal aunque en otros instantes desee morir). Se mueve en tribus. Y en el proceso de afirmación, un camino en el que a menudo se avanza a tientas, las tribus se enfrentan con violencia buscando ganar territorios propios.
Fallarán irremediablemente los adultos que intenten tratar a los adolescentes como a pares exigiendo de ellos las mismas conductas, respuestas, hábitos y cosmovisiones que los propios. Y fallarán también quienes los traten como a niños, tratando de encapsularlos en una sobreprotección que no los cuida sino que los deja indefensos ante el mundo real, paralizados en una infancia perenne. La adolescencia es un tramo existencial breve, una etapa de transición hacia lo que un ser humano será durante la mayor parte del tiempo que dure su vida: adulto. Por esa misma y decisiva brevedad, quienes están en la vida del adolescente (los padres a la cabeza) tienen que comprender que cualquier distracción, cualquier ausencia, cualquier abandono de su responsabilidad de guías, de conductores, de transmisores de valores, de orientadores de conductas, de fijadores de límites y de reglas de convivencia y vinculación, tendrá inevitablemente consecuencias importantes y no siempre reparables.
Un adolescente es una identidad en construcción. A lo largo del día puede atravesar, desde el punto de vista emocional, las cuatro estaciones. La primavera de la esperanza, el verano de la exaltación y la euforia, el otoño de la tristeza y la decepción y el invierno de la depresión.
Este último punto es fundamental en un tiempo de cambios veloces, de vida superficial, de valores anémicos, de tentaciones abundantes y fáciles, de mensajes dobles y confusos. La explosiva expansión de las nuevas tecnologías (que hace apenas tres décadas no existían) genera en los adolescentes, nacidos y criados tecnológicos, una sensación de falso y peligroso poder. Son ellos, según sienten, los expertos en este tema, los que saben más que los adultos, los que lideran la marcha. Una masa crítica de adultos vinculados a adolescentes parece aceptar de manera pasiva esa creencia y, rindiéndose a ella, se autocalifican como analfabetos tecnológicos. Entonces se hacen a un costado del camino, dejan la gestión tecnológica de la vida cotidiana y familiar a los adolescentes y, lo más riesgoso, los consideran poco menos que exponentes de una raza superior. El niño, púber o adolescente que baja un programa de software, que configura un artefacto tecnológico o que pone a funcionar un sistema pasa de inmediato, en la mirada de esos adultos, a la categoría de “genio”. Y ante tal “genio” lo mejor es no interrumpir, no intervenir, no molestar, so pena de recibir una tarjeta roja por parte de esos chicos o de ser mirado con lástima por ellos.
De esa manera se abre una brecha de incomunicación, los adultos abandonan funciones, los adolescentes quedan a la deriva. Y lo peor, no son “genios”. Simplemente manejan una herramienta que les es familiar y que los adultos podrían operar con igual facilidad si prestaran atención. Las nuevas tecnologías representan grandes negocios (se piensan más por su rentabilidad que por su real atención de necesidades humanas) y por lo tanto necesitan grandes mercados consumidores. En suma, tienen que ser de fácil comprensión y manejo. Más allá de las jergas absurdas y pretensiosas con que se presentan, no están hechas a pruebas de adultos. Y aprender y conducir su uso en el ámbito familiar ayudaría a los adultos a mantener su lugar de tales, a ejercer sus responsabilidades, a no abandonar las funciones de líderes de la relación padres-hijos y mayores-menores, además de tener una mayor cercanía con aquellos a quienes deben guiar.
Cuando lo anterior se olvida sucede lo que muestra una investigación realizada a escala mundial por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Este organismo internacional detectó, según un informe publicado en el diario británico “The Times”) que en el mundo una cifra cercana al 30% de adolescentes pasa más de seis horas diarias on line a través de distintos artefactos (computadoras, celulares, tabletas). La mayor parte de ese tiempo lo hacen en “privado” (dormitorios, o intercambiando mensajes por celulares), fuera de la mirada y la presencia adulta. Al bucear en profundidad, el estudio detectó que la conexión intensiva y extrema provoca empobrecimiento en la salud mental de esos chicos. Por otra parte, estos usuarios extremos, una vez consultados, exhibieron una pobre satisfacción con su vida, sobre todo en comparación con los usuarios moderados. El Instituto de Política Educativa indicó en Londres que es inútil restringir el uso mediante prohibiciones, y que se trata de reforzar en los adolescentes la enseñanza (a través de presencia, diálogo y ejemplos) de la resiliencia, la empatía, el desarrollo de habilidades sociales (que, paradójicamente, las redes empobrecen) y de recursos emocionales. En otras palabras, ejercer el papel de adulto y mostrar activamente a los chicos que lo más importante de la vida no ocurre en el mundo virtual sino en el real. Prevenir para no lamentar. No es tarea sencilla, claro, pero paternidad y maternidad son funciones de tiempo completo. Vale recordarlo a tiempo.
(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"
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