Cien años de un libro donde la magia y la ternura se convierten en relatos salvajes
Edición Impresa | 17 de Agosto de 2018 | 01:58

“En un río muy grande, en un país desierto donde nunca había estado el hombre, vivían muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil. Comían pescados, bichos que iban a tomar agua al río, pero sobre todo pescados. Dormían la siesta en la arena de la orilla, y a veces jugaban sobre el agua cuando había noches de luna”. Así arranca La guerra de los yacarés, acaso uno de los relatos más fabulosos de los ocho que componen un clásico de la literatura rioplatense: “Cuentos de la selva”, esa creación de Horacio Quiroga que, a cien años de su primera edición, sigue captando y emocionando a infinidad de pequeños lectores.
Si bien desde su aparición en la Selva Amazónica en 1918 el libro despertó admiración y entusiasmo, no le fue sencillo a Quiroga (Salto, Uruguay, 1878-Buenos Aires, 1937) ganarse el respeto de muchos de sus colegas. Borges, de hecho, llegó a decir en una de sus envenenadas ocurrencias que el narrador uruguayo era en realidad “una superstición” del país vecino” y que todos sus cuentos ya habían sido escritos antes y mejor por Poe o Kipling.
Por suerte hubo un Juan Carlos Onetti que se encargó de hacer justicia: “Cuentos tremendos escritos sin tremendismo -dijo alguna vez el genial autor de “El astillero”-. Cuentos para niños inteligentes que delatan una escondida y rebelde ternura”.
A un siglo de su publicación, este clásico de la literatura infantil sigue más vigente que nunca y sus narraciones -donde se narran conflictos e historias de enemistad entre humanos y animales- siguen atrapando a nuevas generaciones de lectores e inspirando obras de teatro y hasta revisiones de sus historias en versión cómic.
La figura de Horacio Quiroga, se sabe, remite de manera inexorable a la fatalidad que marcó su vida e impregnó su obra, con la que trascendió como cultor del cuento breve y donde, en líneas generales, se acompaña a los personajes a través de situaciones límite como la locura, el aislamiento o el enfrentamiento con animales salvajes en la selva misionera, donde el autor vivió.
Quiroga murió el 19 de febrero de 1937, al beber un vaso de cianuro. Su última decisión acompaña una vida marcada por la fatalidad: la muerte accidental de su padre, el suicidio de su padrastro y el de su primera esposa, el asesinato accidental de un amigo al manipular un arma y el suicidio de sus tres hijos.
Muchas de sus historias transcurren en la selva misionera, región que conoció a instancias de Leopoldo Lugones y donde vivió como se dijo durante años. Este escenario natural también está presente en “Cuentos de amor, de locura y de muerte” y en su notable novela “Los desterrados” (1926), encarnada por personajes que Quiroga conoció en la selva, a la que llegaron por decepción, desdicha o fracaso.
“Entendió tempranamente la necesidad de concebir la escritura como trabajo remunerado y de defender los derechos del escritor”
Soledad Quereilhac
Crítica literaria e investigadora del CONICET
Pese a las dificultades económicas y a los oficios que realizó -agricultor, inventor amateur, juez de paz y docente- para poder sobrevivir, Quiroga siempre tuvo clara conciencia de su deseo de ser un escritor profesional y poder vivir de ello.
“Lejos del perfil de escritor de las décadas de 1880 y 1890 -médicos o abogados que escribían literatura en sus ratos libres-, hizo de la literatura su profesión: vivía parcialmente de lo que escribía, actuaba en la arena pública en tanto escritor y concebía la escritura como un trabajo”, sostiene la crítica literaria e investigadora del CONICET Soledad Quereilhac.
“Entendió tempranamente la necesidad de concebir la escritura como trabajo remunerado y de defender los derechos del escritor. Integró el primer intento de conformación de una Sociedad de Escritores (a principios de siglo, encabezada por Roberto Payró), y luego la efectiva fundación de la SADE en 1928, presidida por Leopoldo Lugones”, señala Quereilhac, para quien, además, el autor uruguayo “fue un modernizador de la forma cuento, discípulo de Poe y Maupassant, que debió adaptar sus historias al formato que demandaban los diarios y revistas de principios del siglo XX”.
Editorial: Loqueleo
Páginas: 208
Precio: $ 239
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