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“La tiza de Poe”, el último trabajo de la poeta y ensayista platense radicada en Francia, despliega una mirada personal y atenta siempre a la voz de otros grandes autores
Roxana Páez / archivo
VICENTE COSTANTINI
El año recién terminado fue prolífico para Roxana Páez, poeta, ensayista y traductora de La Plata que reside en París. En su visita de julio presentó «Impasse de la ballena» (Alción Editora) y, en diciembre, «La tiza de Poe», publicado por el sello local Malisia.
A pesar del título, se equivocarán quienes busquen en este último libro la influencia de Poe. Aunque el maestro norteamericano aparece aludido en dos poemas, esta cita es también un desvío. No es el único caso en este libro en que la cita deriva hacia otro lado, hacia un lugar imprevisible. Empecemos, entonces, por el principio: los epígrafes. Leemos un epígrafe de Walter Benjamin y otro de Liliana Ponce, poeta contemporánea. Ambas citas hablan acerca del sueño. Otra señal posible; otra clave de interpretación. Muchos de los poemas parten de una atractiva combinación entre lo onírico y lo cotidiano: como si el modo privilegiado de volver a la infancia fuera el sueño; como si el sueño encontrase su razón de ser cuando regresa, de manera imprevista, a la infancia. Aquello que en Silvina Ocampo produce el fantástico, en la poesía de Roxana Páez genera una poesía extrañada, ajena. En “Puerta de ensayo” leemos: “Las casas donde comienzan y terminan las cosas, / donde cambian silenciosamente, no impiden estar / en varios lugares al mismo tiempo”.
El otro comienzo del libro es “El río refuso”, un poema extenso que funciona, tal como pedía Arlt, como un cross a la mandíbula. Hay otro epígrafe, esta vez de Virgilio: Eneas está a punto de descender a los infiernos, y es en ese infierno de ríos desbordados en el que también ingresa el lector. No por casualidad este es el único poema fechado del conjunto, y alude directamente a la inundación padecida por la ciudad de La Plata el 2 de abril de 2013: una tragedia apilada, en la misma fecha, sobre los muertos de otra tragedia sucedida treinta y un años antes. Mucho se ha escrito sobre la inundación de La Plata, como una forma de combatir la desidia, la indiferencia, el olvido. Y aunque este poema tiene la contundencia de lo real, de lo que interpela porque efectivamente sucedió, Roxana Páez sabe que sólo el compromiso con la forma es el que convencerá y conmoverá al lector. Se puede sentir la desesperación de esa madre que pierde a uno de sus hijos en la correntada, y la tristeza por quienes “desaparecieron de su propia vida, invisibles / para siempre del resto, / como lo fueron antes”. Pero también hay chispazos de lirismo, hasta de belleza en la tragedia: “Mi padre le regaló la tempestad a mi madre”. “¿Cómo decir que el agua es dulce? ¿Cómo ganar / la orilla?”.
Hablábamos de la infancia como un recuerdo extrañado. Esto se observa, también, en los espacios fronterizos y en la pluralidad de voces que habitan el libro. Muchos de estos poemas alternan los márgenes de la ciudad —en recorridos inusuales como los de la High Line de Nueva York en “El hombre encofrado” o un paseo atípico, casi vanguardista, por París a la madrugada en “Composición para un parque público” — con las imágenes de un campo que nunca es telúrico ni autóctono: es real, peligroso, violento. Hasta la preparación de un pollo se convierte en decoración artística en “Un silencio es muy intenso”.
En los poemas de Roxana Páez no siempre se sabe quién habla, no siempre es la misma voz la que se extiende a lo largo de todo el poema. En “Annabel Lee” se lee: “Cuando llegué a la cocina tenía un mensaje. / Cuando lo oí, no sé quién escuchaba”. Al final de “Alguien va a acompañarme a la frontera”, la gitana que antes había sido sorprendida por el ojo indiscreto del yo lírico se convierte, ella misma, en la voz que habla: “¿Si me vieras en el metro / adivinarías quién soy?”.
A su modo, el libro empieza y termina con Virgilio. El último poema, “Corrientes”, dedicado al poeta Francisco Madariaga, comienza: “Nuestro Virgilio de los mandarinos / se hizo llamar Perro al principio”. Aquí se concentra todo lo que aparecía, disperso, en el libro: el ambiente rural extrañado, la voz ambigua, el lirismo volcado sobre lo cotidiano. Queda claro que un poeta no se define sólo por sus versos: se ve claramente en el modo en que Madariaga, protagonista del texto, ofrenda mandarinas como objetos preciosos. Esa mirada poética, duplicada en la imagen del escritor, es también la que recorre este libro.
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ROXANA PÁEZ
Editorial: Malisia
Roxana Páez / archivo
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