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Netflix estrenó el documental de Scorsese sobre la mítica gira del artista por EE UU. Pero no todo es lo que parece...
Dylan en 1975, cuando se embarcó junto a otras voces relevantes de la época en una mítica gira por EE UU
Pedro Garay
pgaray@eldia.com
Orson Welles abría su ensayo/falso documental “F de falso” realizando un truco de magia, y avisando que lo que se venía era una película sobre “trucos, fraude, mentiras”. Pero, decía, vestido con una capa más grande que la vida, aunque “toda historia es mentira”, “durante la próxima hora todo será cierto”. Acto seguido, la palabra falso, multiplicada al infinito, aparecía en la pantalla.
La mayoría conoce el truco de aquella mítica cinta del gran Welles, y quienes no lo conozcan deberían abandonar la lectura de este artículo y verla. Ahora, quienes conocíamos aquel giro debimos imaginar que Martin Scorsese y Bob Dylan se traían algo similar entre manos cuando abrieron su documental “Rolling Thunder Revue: a Bob Dylan Story”, estrenado el miércoles en Netflix, con las imágenes de un truco de magia de una película de Georges Méliès: algo, gran parte o todo lo que vendría sería un truco muy elaborado, falso, o mezcla de mito, verdad y mentira, o quién sabe ya, después de tanto tiempo.
Porque el objeto del documental es una gira que tiene ya cuarenta años: Dylan mismo dice que “no recuerdo nada, ni había nacido”, sobre esa serie de conciertos realizados entre 1975 y 1976, que llevó a verdaderas luminarias de la música estadounidense (T-Bone Burnett, Mick Ronson, Patti Smith, Joan Baez y, claro, el maestro de ceremonias, Dylan) por la Estados Unidos profunda, paseando por caminos de tierra en un micro manejado a veces por el propio Bob, sin demasiado presupuesto, tocando en recintos pequeños en busca de revivir el espíritu de los circos itinerantes de un pasado mítico como el artista.
Muchos de los nombres de esta “revista itinerante” eran voces de protesta en aquella EE UU (y se sumaban personalidades como el poeta beat Allen Ginsberg y el dramaturgo Sam Shepard), por lo que su viaje por los márgenes de un país humillado en Vietnam, que atravesaba la caída de Saigon como un trauma mientras vivía el escándalo de Watergate que arrasó con la credibilidad de los políticos y la esperanza de la gente, podía sonar “simbólico”. Más aún teniendo en cuenta que el circo de Dylan tomó la antieconómica decisión de tocar en pequeños recintos para engrandecer la sensación de comunidad, de intimidad, en aquel país desilusionado. Ginsberg hasta habla de “recuperar Estados Unidos”. ¿Eran músicos en una misión?
“Esto no es simbólico, no es ese tipo de película”, se reía Welles en “F de falso”: y este no era ese tipo de gira, parece decir hoy un reticente Dylan. “Bullshit. La gira no significó nada”, lanza el Robert Allen Zimmerman de 78 años. Y cuando el equipo documental le dicen que está bien, que “vamos por ahí”, que se explaye sobre esa nada, ya el espectador debería haberse dado cuenta que lo que seguía en esta película (subtitulada sugerentemente “un cuento de Bob Dylan”) estaba fabricado con la sustancia de los mitos. Y por las dudas, instantes después Dylan asegura con una sospechosa sonrisa que “cuando alguien lleva una máscara, te dice la verdad. Cuando no la lleva, es poco probable que la diga”.
A partir de entonces, se suceden verdades y mentiras y versiones incomprobables que diluyen realidad y mito. Sharon Stone aparece como una musa de Dylan, aunque aquella relación no ocurrió. Tampoco es verdad que el músico se inspirara en Kiss para pintarse la cara; ni que el promotor Jim Gianopulos se hiciera cargo de la gira; ni que Jack Tanner, el congresista que aparece al final del filme, existiera.
Y, claro, las imágenes que conforman la película no son parte de una cinta que intentó grabar un tal Stefan von Dorp durante la gira, antes de pelearse con toda la tribu de Dylan: aquel hombre nunca existió, y en la cinta lo interpreta un actor. La marca de falsedad en la génesis, el pecado original: el metraje de la época que utiliza Scorsese es en realidad parte de un filme que Dylan realizó durante aquella gira, influenciado por el cine de Truffaut, que se llamó “Renaldo y Clara” y fue la razón por la que convocó a Shepard a girar con su troupe.
Las imágenes, con espeso material y sello vintage del fílmico, con tantas leyendas en pantalla jugando en los camarines, reconstruyen así el mito gigante de una gira imposible, y magnetizan el público, el que se percata del truco (hay algo fascinante en escuchar a un avezado mentiroso) y el que no. Y mientras tanto, Dylan protagoniza, mago, un gran escape frente a nuestros ojos, huyendo de la fijación de un sentido de su persona, su vida.
Es otro gran escape, espejo de aquel de 1975: Dylan llevaba casi una década sin salir de gira, tras un accidente que lo dejó postrado pero también cansado de que el público lo persiguiera no como el heredero de ciertas voces de la canción sino como un profeta, la voz de su generación.
“Términos así pueden crear problemas para cualquiera, particularmente si ese cualquiera solo quiere mantener las cosas simples y cantar canciones. Estas etiquetas y premios colosales se interponen en el camino”, decía de aquel parate Dylan en 2004. El regreso a la ruta en el 75 supuso mezclarse entre una multitud de músicos, por un lado, y esconderse de su propia grandeza en pequeños recintos, con una propuesta actoral, circense, que le permitía ocultarse detrás de una máscara para escapar a lo que debía ser, a las expectativas de los otros.
Cuarenta y cuatro años después, Dylan ensaya un gesto similar: acaba de ganar el Premio Nobel, de agigantar su figura, y decide entonces rodar un documental sobre una gira mitológica pero muy poco exitosa, casi oscura, y afirmar encima que no tuvo significado alguno, al inicio y al final del filme de Scorsese.
Ahora, a diferencia de Welles, que muestra la mano del mago hacia el cierre, ni a Scorsese ni a Dylan les interesa revelar el truco. Lo curioso (quizás, genial) es que no conocer el chiste implica mirar el documental desde otro nivel: el público no interiorizado se enamorará de aquella gira itinerante, de ese mito, sin noción de sus faltas de veracidad. Y de todos modos, quien esté interiorizado en la broma borgiana se divertirá buscando mentiras y verdades... pero también quedará prendado de aquel grupo de artistas itinerantes.
Ahora, si la mentira, si el truco, no se revela... ¿cuál es el punto del truco? “El arte es una mentira que nos hace ver la verdad”, cita Welles a Picasso en “F de falso”, excusándose. Pero Dylan, Scorsese y su película bien podrían preguntarle de qué verdad está hablando. ¿Es en efecto el documental un alegato de que nada es verdad, que todo es construcción? ¿Una nueva deconstrucción del mito de Dylan? ¿Es solo un juego, un chiste interno, algo cínico? ¿O es un juego comunitario, al que nos invitan a participar, a ser lúdicos y libres en lugar de buscar sentidos, de clausurar sentidos, como lo fue aquella gira?
La apertura de sentidos parece haber sido la misión de Dylan en toda su carrera: el hombre de la máscara, el artista folk que enchufó sus instrumentos, el músico que no giraba, “el judas judío creyendo en Dios”, como escribe Fernando Navarro en El País, el héroe múltiple de una biopic donde seis actores interpretan a sus diversos alter egos. “Es un buscador”, dice de él Rubin “Huracán” Carter: la verdad que busca, de la que hablaba Welles, quizás no sea universal, sino itinerante, mutante. Como aquella troupe. Como dice Ginsberg, mientras suena “Knockin’ on heaven’s door” en el cierre de “Rolling Thunder Revue”: “Tómennos como ejemplo, reúnanse, busquen su comunidad, sean atentos con sus amigos, su trabajo, su meditación, su arte, su belleza. Y salgan y construyan su propia eternidad”.
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