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Algunos parecían competir para ver quién ganaba en el “maradónomo” y lo único que lograron fue expulsar de la Plaza a cientos de familias
Nicolás Nardini
nnardini@eldia.com
El clima se notaba espeso apenas al llegar a los alrededores de la Casa Rosada. Tras descender de la Autopista desde nuestra ciudad, el profundo celeste del cielo sólo se interrumpía por el humo de los petardos y los caños “tres tiros”, aquellos que se hicieron famosos en las canchas argentinas en los 90’ “made in Brasil”.
Tras subir por las escalinatas para atravesar el nuevo paseo del Bajo desde Puerto Madero a la Plaza de Mayo la tensión se apreciaba en aumento. “Dale corré que no llegamos, dale”, le dice un padre a su hijo adolescente para meterse en la fila de ingreso a la Casa Rosada. Lo que no sabía ese padre es que el esfuerzo sería inútil, pues un rato después, la familia -que se mantuvo firme en su decisión- anunció que el velatorio popular llegaba a su fin. Se reservaron, con derecho, un último rato para la intimidad. Para ellos, no es “el Diego” o el “Barrilete cósmico”, es el padre, el hermano o el amigo del alma. Es tal la trascendencia de la figura de Maradona que cuesta reparar en algo tan básico como el derecho de una familia a despedir en la intimidad a un ser querido.
Lo que pasó afuera es otro cantar. Unos pocos -sería injusto generalizar- no quisieron entender que ya no tendría la chance de acceder a la Casa Rosada. Resulta entendible que eso pudiera generar cierta bronca o frustración, pero al mismo tiempo inadmisible que esa situación, potestad exclusiva de la familia, dé derecho a empujar, tirar piedras y faltarle el respeto a sus compañeros de espera buscando la “ventajita” para adelantarse en una fila que para las 4 de la tarde ya había perdido todo sentido cuando las puertas de la Rosada ya estaban cerradas para no volver a abrirse.
Todo lo bueno que se vio con las muestras de devoción, admiración, amor y cariño por Diego, se derrumbó cuando unos cientos se negaron a entender algo tan simple como que debían dar media vuelta y volverse a sus casas.
Los más exaltados generaron, cerca de las 5 de la tarde una avalancha que no arrojó resultados dramáticos sólo porque el vallado cedió y la gente pudo escapar hacia los laterales. Las madres y los padres con niños decidieron, ahí sí, ponerle punto final a la legítima iniciativa de despedir a la leyenda que se convirtió en un muto.
Empujones, avivadas para colarse, enfrentamientos entre los propios maradonianos y hasta algún desubicado suelto que nos arrojó un botellazo a la posición donde realizábamos la labor de la prensa, fueron tan sólo algunos de los ejemplos de esa “argentinidad al palo” que tantas veces nos alegra, cuando es sinónimo de pasión, colorido y alegría y otras (muchas) nos avergüenza porque es falta de respeto, de civismo y de educación.
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Se vio una especie de lucha en el “maradónomo” para ver quién era capaz de pasarse más de la línea, ya sea empujando, trepándose a un Monumento histórico o culpando vaya a saber de qué cosas a la prensa. El sol caía y llegó el momento de emprender el regreso mascullando bronca. El sabor agridulce lo produjo esa sensación de que ni en su despedido algunos supieron estar a la altura de la grandeza del Diez.
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