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Durante el año que vivimos en peligro, la música, sin salas donde tocar, consiguió no frenar su marcha gracias al streaming. Pero el formato, que para muchos llegó para quedarse, trajo tantas luces como sombras
A pesar de la pandemia, la música siguió sonando en 2020, pero el nuevo modelo de streaming, que llegó para quedarse, deja más preguntas que respuestas
Juana Molina iba a realizar un concierto el viernes 13 de diciembre y, una semana antes de que se declarara la cuarentena de forma oficial, ese mismo día le comunicaron que los recintos para tocar en vivo no abrirían ese fin de semana. El concierto, que tenía como temática el “viernes 13” y no podría ser replicado si la pandemia terminaba, como se suponía entonces, unas semanas después: entonces Molina decidió hacer el recital vía streaming. Fue el primero de miles de shows en un formato que permitió a los músicos seguir trabajando durante los largos meses de pandemia, y al público seguir escuchando música, pero que tuvo tantas luces como sombras.
Es que la proliferación de conciertos por streaming, alternativa obligada para los músicos ante la ausencia de shows con público por la pandemia de coronavirus, abrió una amplia gama de oportunidades y desafíos artísticos para los músicos, en muchos aspectos aún no explorados, pero también implicó la reproducción de viejas desigualdades existentes en la industria del entretenimiento.
Primero el aislamiento y luego la vigente recomendación de evitar las muchedumbres, y mucho más en espacios cerrados, generaron el cierre de teatros, salas de cine, reductos musicales y espacios culturales: la paralización de esos lugares trajo aparejada una crisis que alcanza a artistas y personal técnico ligado a esas puestas y, más allá de las ayudas oficiales y el lento y delicado proceso de regreso a una normalidad acotada, no parece ofrecer el mismo horizonte laboral que antes del coronavirus.
En ese horizonte, el formato irrumpió como un bálsamo, sí, para seguir escuchando y haciendo música a pesar de todo. Y muchos plantean que continuará existiendo, quizás en formato mixto, cuando la normalidad vuelva, debido al alcance que permite: un concierto solo le brinda la chance de ir a quienes viven cerca, pero el streaming llega a todo el país, permitiendo una venta de entradas mucho mayor.
Pero la realidad también indica que esta modalidad, que en un primer momento tuvo un halo democratizador, terminó siendo apropiada por empresas que dejan fuera de ese sistema, o al menos en condiciones de inferioridad, a las expresiones artísticas independientes y a determinados sectores técnicos de la actividad.
Pareciera haberse recorrido un largo camino en los casi diez meses que pasaron desde los últimos días de marzo, cuando primeras figuras como Fito Páez, Pedro Aznar o Los Pericos, por citar apenas algunos, transmitían shows artesanales desde sus viviendas, de manera gratuita, a través de sus propias redes sociales: no fue mucho el tiempo que pasó hasta que las empresas que antes ofrecían servicio de venta de tickets para shows se aggiornaran ante la coyuntura y comenzaran a programar conciertos pagos por esa misma vía.
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Esta situación permitió una sustancial mejora de las condiciones técnicas, habida cuenta de que muchas veces las redes colapsaban ante la gran cantidad de espectadores, y también brindó a los artistas la posibilidad de obtener algún tipo de ganancia económica. Pero, como ocurría históricamente, esta movida significó una reproducción de las desigualdades existentes que dejan fuera del circuito a los músicos independientes. Y tampoco trajo soluciones, lógicamente, al castigado sector técnico que se mueve detrás de escena para los shows en vivo, que, como muchos sectores, vio reducidas las posibilidades laborales al mínimo: lo más dificultoso para el futuro del streaming es desentrañar si será capaz de absorber el flujo laboral y el nivel de producción de filmes, piezas teatrales y conciertos o la llamada “nueva normalidad” traerá un progresivo achicamiento del de por sí golpeado mercado laboral cultural.
Ahora, más allá de los aspectos económicos, en el plano artístico el streaming también implicó la pérdida de cierto “romanticismo”. La cercanía que proponían los descontracturados encuentros protagonizados por Fito o por Aznar viró hacia una lógica más parecida a los conciertos en estadios o teatros que a la intimidad hogareña. El hecho de que muchos de esos recitales fueran grabados de antemano también generó una merma en cierta espontaneidad que emanaban esas experiencias iniciáticas.
Los mejores shows los ofrecieron, en ese sentido, los que comprendieron que el nuevo formato era por un lado una experiencia completamente distinta al vivo, y por otro un medio que traía consigo herramientas que permitían jugar con lo audiovisual y probar otras formas de espectáculo: pero estos elementos aún no lograron ser explotados del todo por las figuras que, en su mayoría, siguen actuando con la lógica imperante de los conciertos con público – al apelar a hits y a arengas a una multitud presencial inexistente-, en vez de apostar a las bondades que el nuevo formato ofrece. La explotación de las posibilidades visuales y sonoras latentes en este formato sea la gran cuenta pendiente para los artistas, aunque el progresivo regreso del público presencial hace pensar en una oportunidad perdida.
Pero, con luces y sombras, el streaming, en la música y en otras artes, se ha erigido como el gran ganador del año: la pandemia global y el confinamiento sanitario marcan un antes y un después en los modos de hacer y consumir artes, culturas y entretenimientos, y con el streaming casi como único medio para zanjar distancias irrumpió una herramienta que, más allá de la emergencia, llegó para quedarse.
Sobre todo porque, después de una primera etapa donde las actuaciones fueron abiertas y gratuitas, pensadas casi como un acto de solidaridad para la gente atrapada en sus casas, se comprobó su potencial lucrativo: aun en las frágiles e inestables condiciones que impuso el contexto, la música motorizó el auge de espacios de exhibición y venta de entradas.
Con el Cosquín Rock como primer gran gesto del sector en modo virtual a inicios de agosto, los recitales comenzaron a realizarse y ofrecerse a través de distintas ventanas, dando inicio a una modalidad que -al igual que para el cine y el teatro- parece tener asegurada mínimamente una convivencia con la experiencia en vivo, más allá de virus.
Las cifras muestran que el streaming es un gran negocio: a nivel internacional, se estima que BTS pudo recaudar más de 28 millones de euros en octubre tras reunir a cerca de 1 millón de espectadores en sus dos conciertos “online” de pago, mientras que el “Studio 2054” que Dua Lipa ofreció en noviembre rompió esas cifras al superar los 5 millones de visionados.
La lista de artistas que se han sumado a este formato se amplía día a día: Kylie Minogue, Justin Bieber, Alejandro Sanz... Sin las limitaciones de aforo de un espacio físico, las audiencias se multiplican potencialmente a todo el mundo, especialmente en un momento de parálisis de la música en directo en el que este tipo de productos se convierten en un sucedáneo gustoso.
¿Es la muerte del vivo? No tan rápido, dice el prestigioso crítico musical Fernando Neira: “Cuando se pueda volver a girar, el 90% de los artistas van a querer salir a la carretera. Cuando podamos estar de pie, compartir, socializar, sentir la bofetada del sonido en la boca del estómago y en los tímpanos, a las retransmisiones por el ordenador les haremos poquito caso. La música se basa en emoción y conexión. También puede uno conectar con su madre y mandarle un abrazo vía Zoom, pero no es lo mismo”.
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