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Alejandro Castañeda
Alejandro Castañeda
La feroz pandemia nos puso de golpe ante un nuevo escenario. No es un atajo, es un dato que quizá deje alguna enseñanza. La reclusión obligada y absoluta nos ha mostrado que había otro mundo debajo del que conocíamos. La vieja expresión de Pascal –“todo lo peor que me pasó en la vida fue por salir de casa”- nos recuerda que el afuera, tan añorado y prometedor, es también zona de riesgo y amenazas. El mundo juega a las escondidas con un enemigo invisible. El coronavirus nos estropeó la vida y dio vuelta todo.
Las noticias policiales, que tanto espacio ocupaban, han dejado su lugar a la salud y los comportamientos sociales. Como no puede circular casi nadie, la crónica roja, tan cruel y frecuentada, también ha tenido que hacer una pausa. No le quedaba otra. Sin clientes a la vista y con agentes patrullando las ciudades en busca de desobedientes, al bandidaje se le ha acotado mucho el margen de acción. Las restricciones ya no sólo valen para alejar a esos novios con tobilleras que usan el filo del amor para acuchillarlas. Todos andamos con tobilleras en estos días de pronósticos sucios y manos limpias. El alejamiento ha dejado de ser un estigma para erigirse como un recurso curativo que obliga a malos y buenos a rehacer su hoja de ruta. Buena época para los antipáticos, porque sanidad aconseja retacear el saludo en cualquier versión. No hay autos ni bicicletas ni zapatillas que valgan. Todos somos sospechosos. Y nos necesitan quietos y encerrados. Como nadie anda, no hay choques ni vuelcos. Se acabaron los paseos y las peleas callejeras. Los fines de semana se han vuelto apacibles en medio de un pánico que nos ha transformado en seres asustados, familieros y disciplinados. Hasta los barrabravas han tenido que recurrir al metegol casero para poder seguir cerca del fútbol. La violencia hizo una tregua. No hay bares ni festejos, la alegría está confinada y los brindis, en cuarentena. En este nuevo encuadre social, donde andar por la vereda es una penalidad, se acabaron las palizas a la salida de los boliches y hasta los más belicosos han tenido que abandonar sus hábitos, hartos de ir y venir entre el patio y la antecocina. La casa ha recuperado su condición primordial. Los padres y los hijos han tenido que revisar un vínculo que venía a los tropezones y sin vacunas a la vista. Los moradores, cansados de lavarse las manos y estar siempre con los mismos, enfrentarán como puedan una quincena de hastío, temores y resignación. Por el Coronavirus el hombre volvió a la prehistoria, refugiándose en esa cueva primordial donde encontraba fuego, cariño y comida, lejos de los animales depredadores de un afuera que amenazaba todo. Las entraderas y salideras han aflojado porque nadie entra ni sale. Los motochorros han silenciado escapes y arrebatos. Y no es porque se hayan pasado al bando de los arrepentidos. Sufrimos la narrativa dolorosa de unos días que aguardan alguna vacuna tardía que interrumpa esta larga espera. La Ciudad recuperó un silencio fundacional y en cada ventanita titila la esperanza de que esta pesadilla vaya retrocediendo. Estamos en medio de un falso descanso. Y a las malas noticias le gusta esconderse en los insomnios. Todos hemos pasado a ser prisioneros de un virus chino que nos tiene sobresaltados más que despiertos. Este es un tiempo de espera donde no cuentan las horas. Nadie mira el reloj. ¿Para qué? Tampoco importa si hace frío o calor. Nos vamos acomodando a una nueva vida que tiene, eso sí, como libretista, a un perverso bichito, minúsculo y mortal, que se metió entre los pliegues de una civilización tan ocupada en las grandes cosas que muchas veces el destino tiene que recordarle su fragilidad y su pequeñez. El Coronavirus sigue atravesando mares y montañas, a despecho de encierros, jabones y médicos, un turista imparable y demoledor que arrancó lejos y que desde allí, viajando en lo que sea, está dando la vuelta mundo en un carrusel mortífero que sigue girando. El hombre ha vuelto a sus orígenes. Todos a la cueva. El afuera se ha llenado de monstruos. Bandera roja y respiradores para un planeta que se ahoga.
Todos andamos con tobilleras en estos días de pronósticos sucios y manos limpias
El mundo juega a las escondidas con un enemigo invisible
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