

La fascinación del animador japonés por los aviones está registrada en sus películas / archivo
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El cine del japonés, que bajo superficies inocentes esconde el asombro y los horrores del mundo, se encuentra en Netflix
La fascinación del animador japonés por los aviones está registrada en sus películas / archivo
Pedro Garay
pgaray@eldia.com
Casi todo vuela en el cine de Hayao Miyazaki: la animación es para el animador japonés un vehículo para acariciar lo imposible, lo fantástico, un vehículo para elevar los espíritus. Pero es un vehículo humano, y por ende, trágico en el fondo, condenado al final.
Esa dualidad está escrita en el ADN del cine de Ghibli y empapa cada aventura del cine de Miyazaki de una melancolía nunca expresada en palabras. Hoy una marca mundial que ofrece casi todo su catálogo en Netflix, el estudio fue fundado por Miyazaki y su mentor, Isao Takahata, intentando escapar del rumbo que la animación estaba tomando, y abandonar el trabajo para la televisión, que implicaba fechas de entrega y privilegiaba cantidad sobre calidad. Todas las semanas, después de todo, había que tener un episodio listo para emitir, y el fin justificaba ciertos medios que el orfebre Miyazaki consideraba inaceptables, vicios industriales que ensuciaban la máquina de volar de la animación y aplastaban la imaginación, como le ocurriría a su brujita Kiki, años más tarde.
No es de extrañar entonces que Ghibli tome su nombre de un avión italiano, el Caproni Ca.309 Ghibli: el apellido de Caproni y los aviones como máquinas de ensueño y muerte regresarían a las pantallas de Ghibli en “El viento se levanta”, película-manifiesto de Miyazaki que cierra el círculo, donde el cineasta vuelve a establecer que animación y aviones vuelan en paralelo y trazan trayectorias igual de dicotómicas, igual de ambiguas, bellas pero amargas.
Pero aunque los aviones regresaran de forma explícita en “El viento se levanta”, el vuelo siempre ha estado presente en el cine de Miyazaki: ya en “Nausicaa” y “Castillo en el cielo”, su última película sin Ghibli y la primera del estudio, respectivamente, Miyazaki dejaba claro su deseo de diseñar objetos hermosos que desafiaran la lógica. Luego haría y nadar a Ponyo (y nadar es como volar bajo el agua, ¿no?) y volar, claro, a su brujita valiente pero oprimida, Kiki, que explicaba que las brujas “volamos con el espíritu”.
El vuelo ha sido tema en otro filme seminal de Miyazaki: “Porco Rosso”, donde el tono burbujeante de las aventuras previas del cineasta da lugar a un tempo más pausado, embebido de nostalgia y empapado de “Casablanca”, sobre un piloto que tras ver morir a su compañero en la Primera Guerra, es víctima de un hechizo que lo transforma en un cerdo que, durante el período de entreguerras, se convierte en un cazarrecompensas de esos que dice poco de su pasado. Vieja escuela.
La tragedia de la guerra rodea “Porco Rosso”, y de hecho las guerras del pasado y del futuro (la Primera y la Segunda Guerra Mundial) encierran los hechos, anuncian al espectador que las violencias del pasado volverán a repetirse, pero la película encuentra en los intersticios de ese claustro trágico esperanza en la amistad, las conexiones y la valentía. Aunque los tiempos sean duros, y nada esté del todo claro, Miyazaki propone siempre, montado sobre las alas maravillosas de las melodías de Joe Hisaishi, que hay que seguir.
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Esa es, de hecho, la premisa de “El viento se levanta”, primera cinta abiertamente adulta de Miyazaki, que abre con una cita de Paul Valery: “El viento se levanta. Debemos intentar vivir”.
Allí, Miyazaki traza una oda a lo artesanal: su protagonista sueña con construir aviones, máquinas que eleven el espíritu de los hombres, y día y noche estudia, dibuja, perfecciona su arte con sudor y sangre, milímetro a milímetro, hoja por hoja, probando y errando. Es un alter ego del director, encorvado sobre su mesa de trabajo con más de 70 años (hoy tiene 79), dibujando con paciencia, una por una, las miles de celdas de animación que conforman cada una de sus películas, sabiendo, como el maestro de sushi, que su última pieza, la que cargue sobre ella la sabiduría de todas las piezas que la precedieron, será su obra maestra.
Y el maestro desconfía de las formas nuevas, de los trucos modernos: “Never-ending man”, el documental que retrata su última salida del retiro (se encuentra ahora realizando una nueva película) revela cómo, sabiendo que a su edad sería casi imposible realizar otro filme animado a pulso, Miyazaki intentó un acercamiento a la animación por computadora. Rápidamente se frustró: las máquinas calculaban algorítmicamente cómo se debían mover las criaturas según los criterios de la física y la ciencia, pero Miyazaki quería imbuir a cada fotograma de sentido, a cada movimiento de emoción, sin importar el realismo. Echando el realismo por la ventana, de hecho: creando mundos imposibles que desafiaran las leyes. Volando. Por eso, decidió hacer igual su película (esta vez, sí, la última, promete), pero conforme a las reglas de la vieja escuela, incluso sabiendo que en el tiempo que antes terminaba diez minutos de filme (un mes) ahora completa un solo minuto.
Y por eso, su oda a la artesanía, “El viento se levanta”, es una elegía. Su protagonista, Jirō Horikoshi, diseñó el avión de combate Zero, que fue usado en el ataque a Pearl Harbor durante la Guerra del Pacífico de la Segunda Guerra Mundial. Sesenta años más tarde, comenzaría la revolución del cine animado por computadoras que convertiría la delicada orfebrería de Miyazaki (y a él mismo) en antigüedad. Ambos aman un arte que la modernidad y el progreso han desvirtuado, a sus ojos: la aviación, la animación, son hijas de la modernidad, pero, como traza a la perfección la obra maestra “Princesa Mononoke”, el progreso ha prometido elevar los sueños humanos a la vez que amenaza con acabar con todo.
¿Qué se puede hacer, entonces, ante el avance implacable de la fea, opresiva modernidad? “El viento se levanta”, insiste, siempre, Hayao, con melancolía y valor. “Debemos intentar vivir”.
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