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El optimismo y el pesimismo en la literatura. Diferentes posturas de los autores. Los casos de Fontanarrosa, Saer o Roberto Arlt. La teoría de Noé Jitrik sobre el “trabajo transformador”
Ana Frank
MARCELO ORTALE
Por MARCELO ORTALE
¿Hay lugar en la literatura para el optimismo? ¿O el verdadero escritor es pesimista por naturaleza? Cuando la humanidad desciende al abismo de una guerra, de un genocidio, de una opresión colectiva, ¿no pueden ser patéticos los escritores optimistas? ¿Qué ocurre con el hambre, la miseria, la enfermedad, la soledad o la muerte? ¿Hay alguna fuente inspiradora más fuerte
Una respuesta individual es la que dio una niña judía, Ana Frank, oculta en un sótano del horror de los nazis, cuando escribió en su diario: “No pienso en toda la desgracia, sino en toda la belleza que aún permanece”
Nuestro Noé Jitrik (1928-) en su artículo “Pesimistas vs optimistas”, publicado en Página 12, exploró el tema y llegó al origen etimológico de ambos términos: “…el optimismo –lo “óptimo”, del latín “lo mejor”– parece ser la condición de la lucha contra el pesimismo (del latín “pejus”, “lo peor”)”.
Noé Jitrik / Augusto Starita, Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación
Agregó que “en la palabra optimismo estarían encerrados conceptos tales como fe, esperanza, ilusión, creencia, cambio, transformación y todo lo que sigue, que no es poco y que nos permite vivir; en pesimismo la falta, la sin salida, lo aciago, todo ese ejército de males que amenaza la vida”. Como se verá más adelante, Jitrik resolverá el dilema apelando a un autor argentino.
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Todo escritor se detiene en la vida para mirarla, para intentar contener el misterio de la existencia y, acaso, para transformarla. Muy pocas veces el autor siente que ha llegado a alguna parte y lo que piensa es que el oficio de escribir lo encontrará detenido en la misma encrucijada, en donde arrancan los dos caminos nunca transitados del todo: el del dolor y el de la alegría.
En una entrevista que le hizo Florencia Abbate en La Nación (8/12/2007) dijo el novelista Juan José Saer: “No existe el optimismo en la buena literatura”. El artículo no tiene pérdida: allí quedan expuestas las responsabilidades éticas y estéticas de los escritores.
Por lo pronto, el autor del “Limonero real” se aparta de una actitud ya vigente entonces –muy instalada ahora- entre algunos escritores: “…lo que pasa es que la tarea del escritor se ha ido degradando. Hoy muchos piensan que basta con sentarse a hacer de cuenta que se escribe, para luego comprarse una casa de fin de semana. Eso no tiene ningún valor para el arte porque no es auténtico. El problema es que ahora hay todo un establishment en torno a la carrera y los premios literarios, entonces hay muchos que piensan el libro como un producto de mercado y después sólo les queda ver qué contenido le ponen adentro. Una persona que escribe y no cree en algo más que en el dinero y la fama, para mí no es un escritor”.
Juan José Saer
Por una suerte de responsabilidad ética, Saer elige el pesimismo. Florencia Abbate le hace ver que en uno de sus libros de ensayos (“El concepto de ficción (1997), Saer habló sobre “la moral del fracaso”. El escritor respondió a esto: “Sí, es un tópico fundamental de la literatura desde el Quijote. Las grandes novelas se oponen a los valores de los que triunfan”. En parecidos términos se expresó el sabio y melancólico José Saramago: “Sólo son optimistas los seres inservibles, estúpidos o millonarios”.
Es claro que también puede buscarse en la cara oculta de la Luna. ¿Hay escritores optimistas? Los hay y muy talentosos. El estadounidense Mark Twain (1835-1910) dejó una estela de amabilidad en sus lúcidos relatos y novelas. En “Los diarios de Adán y Eva”, por dar un solo ejemplo, Twain hace sentir su esperanzada visión sobre la vida.
“Las grandes novelas se oponen a los valores de los que triunfan” (Juan José Saer)
Otro escritor profundo y sonriente es el rosarino Roberto Fontanarrosa (1944-2007), autor de tres novelas y de doce libros de cuentos, fue además un incansable historietista (entre ellas la de Inodoro Pereyra), en una obra en la que no dejó de regalar esperanza y con la que hizo reír a lectores de todo el mundo.
Tocado por una grave enfermedad, diría en uno de sus aforismos: “Si no cantara el gallo, igual amanecería”. O esta otra definición: “Aunque yo soy optimista y digo que voy a vivir hasta los 90 años, treinta y pico de años más a pleno, sé que puede no ser ese el caso. Por eso siempre trabajo, como si me fuera a morir mañana. Es una ventaja que el trabajo que hago pueda hacerse hasta muy viejo. Llegado el caso en que mañana no pueda dibujar, escribiré”.
En algún reportaje un periodista fue al fondo del asunto para preguntarle en qué se diferencian el optimismo y el pesimismo. Fontanarrosa respondió: “El optimista ve la copa medio llena. El pesimista la ve medio vacía. El borracho la ve doble”.
Su alegría existencial –profunda, como la d los griegos- llegó a la cumbre en el congreso literario realizado en Rosario, con la presencia de académicos de letras de todo el mundo y la de los reyes de España. En realidad, debiera decirse que pocas cosas hay más aburridas que un congreso literario. Pero en esa oportunidad tuvieron la buena idea de invitarlo a Fontanarrosa a dar una charla y, como todos saben, habló sobre el tema de las malas palabras.
“¿Por qué son malas las palabras? ¿Les pegan a las otras? ¿Son malas porque son de mala calidad?”, fue uno de sus argumentos que lograron hacer reír y divertirse a centenares de académicos.
Habitante cotidiano de una mesa del bar El Cairo –hoy reservada para siempre a su memoria, protegida por una soga que impide la ocupación por otros parroquianos- alguna vez le preguntaron a Fontanarrosa por la idiosincrasia cultural rosarina. Y su respuesta fue: “Los rosarinos somos creativos, a falta de paisaje Rosario tiene lindas minas y buen fútbol. ¿Qué más puede pretender un intelectual?”
Sí, podía pretender la trascendencia, porque así lo dijo otra vez: “Yo, al cielo, le pondría canchitas de fútbol y un par de bares, porque en el bar estás en tu casa y a la vez estás balconeando la calle.”
El talento literario lo puede todo. Fontanarrosa, como también ocurrió con su contemporáneo Osvaldo Soriano (1943-1997) no fueron escritores cómodos ni productos de alguna corriente burguesa. Bucearon en las raíces populares y de allí volvieron con piedras preciosas.
Soriano tuvo una infancia viajera, ya que su padre, que era empleado de Obras Sanitarias, debió radicarse en distintas partes de país, llevando a su familia con él. En esa infancia andariega conoció la Argentina de punta a punta y pudo beber en las más auténticas fuentes costumbristas y psicológicas del país. En uno de sus cuentos más recordados –“El penal más largo del mundo”- chispea la gracia popular de dos pueblos patagónicos enfrentados en un maravilloso partido de fútbol.
En su mencionado artículo (“Optimistas vs pesimistas) Noé Jitrik opone los optimistas a “los héroes de la novela negra, los Marlowe que siempre desconfían, los que creen que detrás de toda promesa hay una traición, que nada es tan bello como pretende serlo y que los crímenes más espantosos se dan en las familias más respetables sin que haya modo de contradecir esta ley.
¿Pesimismo? ¿Optimismo? La antinomia existe pero no es tan fácil de distinguirla. Jitrik apela aquí a un desenlace sorprendente y menciona a Roberto Arlt (1900-1942), como ejemplo de que nada es totalmente blanco ni nada totalmente negro. El optimismo salvador se encuentra en el “trabajo transformador” y “este optimismo me gusta”, ya que admite la existencia de fallas severas y de tendencias agresivas, “pero se propone enfrentarlas, una a una, sin perder las esperanzas de una vida mejor”.
Es la postura arltiana, según Jitrik: “Así que, no muy tristemente, diría que ni Cándido, que no llega a la verdad, ni Marlowe, que la restablece”, sino que el que acierta con el martillo en el clavo es Roberto Arlt cuando dice “el futuro es nuestro por prepotencia de trabajo”.
Ana Frank
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