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Bakú, capital y ciudad más poblada de Azerbaiyán / Emin Bashirov / Wikipedia
Sergio Sinay*
Sergio Sinay*
En 1990, y por iniciativa del indio Amartya Sen (premio Nobel de Economía 1998), Naciones Unidas estableció el Índice de Desarrollo Humano (IDH). Lo hizo a través de su Programa para el Desarrollo. Se trata de un medidor que periódicamente va mensurando de qué manera los países alcanzan una vida digna para sus habitantes a través de la salud, la educación y la riqueza económica. En aquel año se publicó por primera vez un informe sobre el estado de las cosas en este aspecto. A diferencia de otros medidores que se centran casi exclusivamente en el desarrollo económico de los países desentendiéndose por completo de la situación de las personas, el IDH enfoca las políticas que los estados llevan adelante para garantizar una sociedad mejor (no simplemente más rica, aún a costa de legiones de pobres e indigentes) a la totalidad de sus ciudadanos.
Durante muchos de los treinta años transcurridos desde su creación los informes acerca del IDH parecían indicar que el mundo mejoraba. Según señala en la publicación digital The Conversation Ángeles Sánchez Diez, Coordinadora del Grupo de Estudio de las Transformaciones de la Economía Mundial (GETEM) en la Universidad Autónoma de Madrid, “hubo años en los que reinaba el optimismo y los informes tenían títulos como Financiando el desarrollo humano (1991) o Desarrollo humano para todos (2016)”. Todavía humeaban los restos del Estado de Bienestar, nacido después de la Segunda Guerra al calor del New Deal (Nuevo Orden) propuesto por el presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt para paliar los desastres económicos y sociales dejados no solo por la contienda, sino, ya desde antes, por la gran recesión de 1929. Ese modelo, en el cual el Estado cumplía la función esencial que lo hizo necesario en la historia de la Humanidad (es decir, propiciar la salud, la educación, el trabajo, la alimentación y la seguridad de los ciudadanos y velar por ellas) se extendió a buena parte del mundo occidental y alcanzó picos de perfección especialmente en Escandinavia.
Todo cambió especialmente a partir especialmente de los años 90 cuando el capitalismo empezó a nutrirse de las ideas del neoliberalismo y a ser impulsado por ellas hacia nuevas fases de mayor voracidad, de expansión financiera a expensas de la producción, de desprotección de las poblaciones, libradas a su suerte bajo la consigna de que cada uno debe procurarse su sustento a partir de sus propios recursos (cada día más desiguales) y de que no debería haber regulaciones ni restricciones para la avidez de los poderosos, porque las ganancias ilimitadas de estos (grandes corporaciones, bancos, empresas depredadoras del medio ambiente, una nueva generación de megamillonarios surgidos de la especulación financiera) se derramarían alguna vez y caerían como maná sobre los desfavorecidos, que por el momento debían callar y seguir remando. Mientras tanto casi cualquier fenómeno humano, fuese en el ámbito que fuere (cultura, deporte, comunicación, relaciones humanas, salud, educación, alimentación, etcétera) sería inmediatamente convertido en negocio, a expensas de cualquier reparo ético o moral.
Se trataba de una falacia que marcó el fin de los propósitos alentados en la idea del Estado de Bienestar, y produjo el crecimiento obsceno de la desigualdad, expresada en el hecho, admitido y demostrado por varios estudiosos, como Thomas Picketty y el propio Amartya Sen, de que el 10% de la población mundial se enriquece a expensas de lo producido por el 90% restante. El inglés Tony Judt (1948-2010), uno de los más lúcidos y comprometidos pensadores contemporáneos, daba cuenta de esto en “Algo va mal”, su poderoso libro póstumo. “Hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material”, escribe allí. “De hecho, esta búsqueda es todo lo que queda de nuestro sentido de un propósito colectivo. Ya no nos preguntamos sobre un acto legislativo o un pronunciamiento judicial: ¿es legítimo? ¿Es ecuánime? ¿Es justo? ¿Es correcto? ¿Va a contribuir a mejorar la sociedad o el mundo?”. Hoy, pensaba Judt, hemos naturalizado, y apenas nos escandaliza, la creciente diferencia entre ricos y pobres, y desarrollamos “una admiración acrítica por los mercados no regulados, el desprecio por el sector público, la ilusión del crecimiento infinito. No podemos seguir viviendo así (…) Tarde o temprano aparece un recordatorio de que el capitalismo no regulado está abocado a ser víctima de sus propios excesos y a volver a acudir al Estado para que lo rescate. Pero si todo lo que hacemos es recoger pedazos y seguir como antes, nos aguardan crisis mayores durante los años venideros”.
Judt advertía aquello en 2010. Una década más tarde (tras años de juerga) emergió el gran recordatorio llamado pandemia de Covid-19. Vino a apuntar que no se podía seguir viviendo así: consumismo desenfrenado, destrucción impune del medio ambiente, orgía financiera, indiferencia hacia el hambre, la reaparición de plagas desaparecidas y producto de la pobreza, como la tuberculosis o la malaria, incumplimiento de las principales promesas de justicia, equidad y respeto anunciadas en sus inicios por el sistema democrático. El 8 de septiembre de 2022 el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo publicó su último informe sobre IDH. Su título, “Tiempos inciertos, vidas inestables”, es una certera descripción de la resaca que vive el mundo. El presidente francés, Emanuel Macrón, a quien nadie definiría como un hombre de izquierda, nada más lejos de ello, abrió en agosto su reunión del Consejo de Ministros de su país con estas palabras: “Creo que lo que estamos viviendo es el fin de la abundancia, de la liquidez sin costo”. En un análisis sobre lo que esas palabras significan, publicado también en The Conversation, Fernando Ramos-Palencia, profesor de Historia Económica en la española Universidad Pablo de Olavide, advierte que “las democracias se están debilitando ante movimientos populistas de derecha e izquierda que apuestan por el nacionalismo, el proteccionismo, la polarización política y la crítica hacia la globalización”. Esto ocurre en tanto tres tensiones, según este analista, recorren el mundo: 1) las viejas economías industriales contra las nuevas economías que apuestan por revertir el cambio climático; 2) la soberanía ciudadana contra la concentración de poder en determinados grupos de presión políticos y económicos; 3) El acceso universal a la información (economía de datos) contra la privacidad.
Mientras el serbio Branco Milanovic, prestigioso especialista en economía de la desigualdad y la pobreza, indica que no existe real conciencia de lo desigual y pobre que es hoy el mundo, el propio Ramos-Palencia propone “la necesidad de un nuevo contrato social que preserve el Estado de bienestar y apoye un modelo democrático de economías y sociedades abiertas”. Ese pacto no puede poner la economía por delante de las personas, los números antes que las vidas y su dignidad. De acuerdo con Tony Judt no se puede mejorar el mundo “ignorando las consideraciones éticas y toda referencia a objetivos sociales más amplios que la productividad económica”. De lo contrario el IHD seguirá en baja.
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