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Las ideas construyen nuestra identidad y hacemos de todo para defenderla. Cómo tener conversaciones más sanas
Nos enojamos más con un familiar que piensa distinto que con un desconocido que nos insulta en redes. Cuando la política irrumpe en la mesa familiar, no solo se enfrentan ideas, sino identidades. En la Argentina actual, marcada por la polarización, este escenario es casi un clásico: almuerzos que terminan en gritos, cenas donde alguien se va antes del postre. Pero, ¿por qué nos resulta tan difícil escuchar opiniones distintas? ¿Por qué el desacuerdo político suele sentirse como un ataque personal?
La respuesta, coinciden los especialistas, está en nuestra psicología. Las ideas políticas forman parte de nuestra identidad, y cuando alguien las cuestiona, sentimos que cuestiona quiénes somos, aseguran los profesionales. Esto se agrava con los sesgos cognitivos, atajos mentales que usamos para procesar información pero que, en contextos de polarización, nos encierran en burbujas. Uno de los más estudiados es el sesgo de confirmación, la tendencia a buscar y aceptar solo la información que coincide con lo que ya creemos, mientras ignoramos o desacreditamos lo que nos desafía.
Lo cierto es que la política es un terreno donde el sesgo de confirmación juega a pleno, porque se mezclan emociones fuertes: miedo, bronca, esperanza. Entonces, cuando alguien querido sostiene una postura opuesta, no solo sentimos que nos desafía: también que amenaza la estabilidad del grupo familiar, que es un espacio que asociamos con seguridad. Por eso, la tensión crece más que en otros contextos.
A esto se suma el sesgo de pertenencia o identidad de grupo. Las personas no solo creen lo que creen por razones racionales, sino también porque así se sienten parte de un grupo. En épocas de grieta, los grupos políticos son casi tribus: cada uno con sus medios, sus códigos y sus enemigos. Y abandonar una idea política —o siquiera ponerla en duda— puede sentirse como traicionar al propio clan.
Este fenómeno no es exclusivo de Argentina. Investigaciones de la Universidad de Stanford mostraron que, en Estados Unidos, la polarización afectiva (la antipatía emocional hacia el votante del partido contrario) se duplicó en las últimas décadas. Y se verifica que los ciudadanos no solo desconfían de los políticos del otro bando: también de quienes, en su entorno, simpatizan con ellos.
Sin embargo, entender estos mecanismos puede ayudar a construir conversaciones más saludables. Lo primero es reconocer que la incomodidad ante ideas distintas es normal. Eso no significa que uno deba callarse, pero sí que conviene diferenciar entre debatir y querer convencer a toda costa. Para eso, se recomienda practicar la curiosidad activa, es decir, preguntar genuinamente por qué el otro piensa así, en lugar de buscar enseguida cómo refutarlo.
Identificar las emociones que aparecen durante la charla es vital: Si me doy cuenta de que estoy hablando desde la ira o el miedo, tal vez es mejor frenar y retomar cuando esté más tranquilo.
También se aconseja evitar etiquetas. Las descalificaciones cierran la puerta al diálogo y reafirman la identidad contraria.
El desafío concluye en aprender a disentir sin destruir: un arte que se vuelve imprescindible en tiempos donde la política atraviesa cada rincón de la vida cotidiana, incluidas —y sobre todo— las relaciones más cercanas.
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