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Por AMILCAR MORETTI
El único tipo de Argentina que podía decir bien a Shakespeare en Argentina. El único que lo podía hablar bien en español y argentino cotidiano. Por las traducciones, por la complejidad, por la entonación magnánima (de las traducciones, porque Shakespeare era popular y usaba palabras cotidianas como no bebas mucho porque después “no se te para”), por el miedo, por lo que fuese, Alfredo Alcón era el único aquí que lo decía bien. Tanto que lo llamaron de España para que hiciera “Rey Lear” en gallego castizo (ese que dice “aguarda que llegue” en lugar “esperá que yegue”). Urdapilleta –también muerto hace poco- lo reemplazó muy bien pero en la acción del escenario. Decirlo, hablarlo nunca llegó a ser Alcón, algo que si él leyera hoy se enojaría mucho conmigo.
EXTRAÑO Y DIFICIL
Pero más: si me aprietan un poco, digo que el único que hace (hacía) digerible-emotivo a Samuel Beckett es (era) Alcón. Y hacer emotivo a Beckett es más extraño que difícil, y sin embargo lo sorteó sin esfuerzo (aparente) en “Final de partida”, el año pasado, en lo que empezaba a quedar del Complejo General San Martín. No había calefacción porque Macri, el hijo del empresario, dice que hay que ahorrar y entonces Alcón y los otros actuaban en sala congelada. No fue más, se enfermó de los pulmones y lo internaron. No salió más de esa. Ahora lo negarán, dirán que no fue así, que no era esa la intención, pero algunos sabemos lo que es estar varias horas congelado en la butaca de una sala en invierno: llega un momento en que se hace insufrible. He llevado frazada para taparnos mi chica y yo para ver un domingo de invierno a las 9 de la mañana por ejemplo “Las Hurdes. Tierra sin pan”, de Buñuel, sobre España hambrienta en 1932. Buñuel le gustaba a Alcón.
Era el único tipo en Argentina que podía decir bien a Shakespeare<
No sé si escribir en pasado o presente. Mezclo, aunque quiero hacerlo en hoy, y tal vez no sea importante, porque a él lo siento en la cabeza desde los diez años al lado de las cosas buenas de la vida. Todos repiten que debutó en cine con “El amor nunca muere”; pocos mencionan que es en el capítulo (son tres) en que él hace con esmoquin de niño bien y abacanado. Es una mesa nocturna en una residencia del viejo patriciado porteño y ahí está una chica llamada Mirtha Legrand, que simula ser del mismo estrato social en ceremonial y con vestido largo blanco. Se flechan al instante, pero claro… la diferencia de clase. Y ahí irrumpe el amor que nunca muere y resulta que los dos son pobres, él marino y ella empleada. Fue de las últimas películas peronistas, propias de Luis César Amadori, que manejaba muy bien el estilo “cine-río” de la época (ese que une varias historias o capítulos diferentes). Tuvo mala suerte, se estrenó en agosto de 1955 y en setiembre lo derrocaron a Perón.
Las malas lenguas dicen que Alcón fue protegido como “madrina” por la Señora Mirtha, y quizás sea así porque ahí nomás hicieron juntos “La pícara soñadora” en que el pibe Alcón (¡qué pinta que tenía! Era lindo) hace de hijo del rico dueño de una gran mueblería y ella es la empleadita que de incógnito “okupa” una piecita en la azotea, hasta que él la descubre y…y… se casan. Amalia Sánchez Ariño (la anciana buena del cine tradicional argentino) da la bendición con su alegría española de siempre, en raje de Iberia con Margarita Xirju en 1937 (plena Guerra Civil contra Franco). Después vinieron los 60 y todo cambió en esos años. Todo. Nos dimos cuenta y nosotros lo sabíamos pero como que no los aprovechamos lo suficiente, esa es la sensación que me queda…
CUANDO CAMBIO TODO
A partir de allí, cuando cambia la forma de actuar en cine, y la pantalla nacional se llena de una combinación que aporta entre la “nouvelle vague” francesa (de Godard y Truffaut a Belmondo, Anna Karina, Briggite y Delon) y el “Actor´s Studio instalado apenas un rato antes, con Brando, Elia Kazan, Monty Clift, James Dean y, por qué no, Marilyn con Elvis Presley. En fin, una “mezcla rara y milagrosa de Susheta y Mimí” (Susheta, “cajetilla”, “pituco” de prostíbulo, y Mimí Pinzón, Manón, Griseta, Madam Ivonne, la francesita teñida y sexo vendido con tuberculosis en el Amenonville). Y salió entonces la revolución de “Los jóvenes viejos” y “Prisioneros de una noche”, esta última con Alfredo como un carrero enamorado de una bailarina de salón con ficha por pieza, y final trágico. “¡Qué lo parió!”, nos dijimos. “Esto es otra cosa”, sospechamos. Lo primero de José David Kohon, que después se murió de depresión en La Plata.
“Prisioneros de una noche” y Alcón estaban en el medio de un gran salto sin vuelta atrás. Igual que la Argentina. (Creo que duró hasta el 2001. Ahora estamos en medio de otro gran salto mortal con doble pirueta, looping, tirabuzón en picada y levante con roce en el mar). Confieso, confieso: siempre pensé y dije que Alcón sonaba mejor en el escenario que en la pantalla. Sobre todo en los últimos 30 años. Ahora no sé, a veces tengo razón y otras –muchas- me demuestra que no. Dale buen texto, dirigilo bien y sacale el máximo, hacele salir todo bien profundo, y ¡agarrate Catalina!, en la pantalla de cine.
Pero claro, hay que saber hacerlo, dirigirlo. ¿Alguien puede hacer mejor que él la tradicional “Un guapo del 900” frente a frente a Lydia Lamaison. Estaba el texto de Eichelbaum (acaso más una complejidad que una solución) y Torre Nilsson que lo agarra al actor por muchos años. Pero nadie como Alcón. Y eso que compite con Jorge Salcedo dirigido por Lautaro Murúa y Pedro Maratea por Lucas Demate (no concluido, creo). Hay que ser muy macho para sacar a Ecuménico López como el Coraje y la lealtad ética, virilidad pura sin nada de gimnasio, artes marciales, picana y patota. Y otra vez: ¡Qué lo parió!, me he dicho las 500 veces que la vi. ¿Cómo se puede decir ese texto sin quedar desnudo y en ridículo?
Más sesentista, hizo como ninguno “Los inocentes” con el maestro español Juan Antonio Bardem que se vino hasta acá a filmar, y “Piel de verano” en Punta del Este, libro de Beatriz Guido, y con Graciela Borges, mientras él se muere en la playa de invierno con Torre Nilsson, que elige esta vez ser Michelangelo Antonioni. Y de ahí a lo imprevisto: “Martín Fierro”, hecha por allá en los campos de mi pueblo, cerca de Ingeniero White (yo lo vi); “El Santo de la Espada” y “Güemes”. ¿A quién carajo le podía salir bien en fórmula de la revista Billiken el San Martín, el matrero Fierro y el montonero Güemes? A nadie. Solamente a Alfredo y a Nilsson, convencidos como pocos. Y sin embargo se ganaron a los gobiernos militares y a todo el pueblo, sin traicionar a este último. ¿Quién puede hacer eso? Nadie, ninguno. Alfredo, sí, subido al caballo blanco de San Martín lámina central. ¡Qué gran hijo de puta!, y pensar que nosotros, imberbes, nos reíamos como boludos. Tal vez tuviéramos razón, o nuestras razones, pero solo Alcón lo logró sin caerse de la risa ahogado por el cuello duro del uniforme hasta las amígdalas.
Nunca lo miró del todo bien la dictadura, pero él nunca habló demasiado y tampoco se hizo el distraído. Todos podíamos imaginar qué pensaba<
Toda la épica bandolera sobre las novelas de Roberto Arlt, también con Nilsson, me pareció más prolija y convincente pero sin atrevimiento. Todo bien, sí. Más que nada “El Pibe Cabeza”, una buena mezcla de Dillinger y Clyde (Clyde Barrow, el de Bonnie), traje crema, auto brillante y Colt 38 bruñido al mango. También “Boquitas pintadas” de Puig y otra vez tuberculoso. Y de nuevo la misma pregunta. Leonardo Favio. Gran maestro y caradura lo metió a Alcón a hacer de Satanás a la manera de Fellini y medio kitsch de radioteatro provinciano y fue un gol de tiro libre desde afuera del estadio. Lo mismo. ¿Quién puede aquí hacer del Diablo con olor a azufre y vestido de gaucho y uno creérselo? Favio, claro, pero con Alcón. Y no hay más.
DOS ETAPAS
Lo último mencionable, dos depresiones con José D. Kohon: “Qué es el otoño”, justo cuando comenzó la última dictadura. Y “Un agujero en la pared”, justo antes de la democracia, y otra vez pacto con el diablo. Kohon se murió de tristeza. Alcón no. Nunca lo miró del todo bien la dictadura, pero él nunca habló demasiado y tampoco se hizo el distraído. Todos podíamos imaginar qué pensaba. No hace mucho abrazó a la presidenta Cristina, que quedó agradecida. Le dio duro y parejo a Shakespeare y se cuidó para huir de la televisión y el farandulaje, cuidadoso y sensible. Reflexivo. Hasta que sintió frío, mucho frío, y dijo, seguro, algo así: “Madrugada fría ésta. Pero no congelada. Mejor me tomo el buque ahora”. No va a volver pero lo encontramos en cualquier lado todos los que lo queremos mucho mucho mucho.
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