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Senegaleses en La Plata: el drama que reabre interrogantes

La muerte de Thiam Moussa también desnuda la vulnerabilidad de esta comunidad

28 de Diciembre de 2014 | 00:00
EN SENEGAL, LA ACTIVIDAD AGRÍCOLA TODAVÍA SE DESARROLLA CON RECURSOS MUY PRIMITIVOS. POSTAL DE UNA ECONOMÍA ATRASADA
EN SENEGAL, LA ACTIVIDAD AGRÍCOLA TODAVÍA SE DESARROLLA CON RECURSOS MUY PRIMITIVOS. POSTAL DE UNA ECONOMÍA ATRASADA

Por LUCIANO ROMAN

¿Por qué el senegalés Thiam Moussa se ahorcó en una modesta vivienda de Tolosa donde le habían ofrecido comida y un colchón para pasar la noche el día de Navidad? Es una pregunta que jamás tendrá respuesta. Intentar entender esa decisión íntima y desesperada es algo que excede cualquier esfuerzo periodístico. Es probable que ni siquiera su familia pueda terminar de desentrañar alguna vez las razones de esa decisión.

¿Reciben los inmigrantes africanos algún tipo de apoyatura y asistencia psicológica para amortiguar el choque cultural y facilitar su inserción en la Argentina?

Pero la investigación que lleva adelante la Policía descarta algunas hipótesis: aseguran que no estaba enfermo y que aparentemente no tenía deudas. El drama de Thiam -más allá de su dimensión íntima e insondable- no puede desligarse de la situación de debilidad y desarraigo en la que viven miles de senegaleses que llegan a la Argentina empujados por la miseria y la falta de oportunidades en ese país africano.

Walter Carrillo, que ayer se preguntaba si había hecho bien en ofrecerle un colchón y un plato de comida en su casa, probablemente no olvidará nunca esos ojos llorosos con los que se despidió antes de irse a dormir y a morir. “Le dije.. qué lejos estás de tu casa... Y se puso a lagrimear. Pensé que era por la Navidad, que siempre nos pone más sensibles. Nunca me imaginé que se podía matar con una soga...”

Como se apuntó en la crónica publicada ayer por este diario, la tragedia de Thiam -que dejó en Senegal a dos hijos varones de 5 y 7 años- vuelve a poner el foco sobre una llamativa corriente migratoria que tiene a La Plata como uno de los centros receptores pero que abarca a varias regiones de la Argentina.

Hay nuevas preguntas que se abren a partir de esta historia dolorosa: ¿reciben los inmigrantes africanos algún tipo de apoyatura y asistencia psicológica para amortiguar el choque cultural y facilitar su inserción en la Argentina? Hace pocos meses -en un trabajo publicado sobre este fenómeno migratorio- daba una respuesta Massar Ba, un refugiado senegalés que vive en Buenos Aires: “Lo primero que se necesita es un tratamiento psicológico y después una asistencia adecuada para insertarse en la sociedad”. A pesar de que Argentina adhirió a la Convención de Ginebra que establece compromisos de todos sus adherentes en materia de protección a refugiados e inmigrantes, hay graves falencias en la inserción social de quienes llegan aquí en una especie de aventura desesperada. “En Argentina no hay ninguna ayuda estatal, absolutamente nada...”, explicó Massar Ba.

¿Por qué se ha intensificado tanto la llegada de africanos, y en particular de senegaleses, a nuestro país? Desde los años noventa, esa corriente migratoria no ha parado de crecer. Investigadores de la Universidad Nacional de La Plata lo atribuyen a condiciones bastante favorables para acceder a unas residencia precaria y para ejercer la venta ambulante o marginal sin mayores sobresaltos. La mayoría de los países europeos tiene políticas más agresivas y combate la venta callejera de un modo más sistemático, explican.

Esas facilidades han convertido a la Argentina en una “plaza tentadora”.

Pero la muerte desoladora de uno de estos inmigrantes revela -de alguna forma- las condiciones de vulnerabilidad y desprotección en la que viven muchos de ellos.

Un dato: Senegal no tiene embajada en Buenos Aires, como tampoco Argentina tiene una sede diplomática en Dakar. ¿A quién recurre ahora, por ejemplo, la familia de Thiam Moussa, enfrentada a trámites judiciales y a un complejo e incierto proceso si decidieran repatriar sus restos? Imaginarlo ayuda a comprobar la debilidad en la que se encuentra esta comunidad que parece depender, casi exclusivamente, de los lazos de solidaridad que tejen entre sus propios miembros.

Se sabe que lo que los empuja hacia aquí -donde deben adaptarse a una realidad que les es completamente ajena, desde el idioma hasta la religión, la comida y la idiosincracia cultural- son los angustiantes niveles de pobreza que aplastan a la mayoría de la población senegalesa.

En los últimos años, este país de Africa occidental ha logrado consolidar su sistema democrático y ha recibido ayuda internacional para encarar reformas económicas estructurales. Tiene alguna fortaleza en la industria química y en la actividad agropecuaria. Pero es una economía muy atrasada tecnológicamente, con muchas dificultades para ampliar mercados en los que pueda colocar sus productos. La capacidad de generar empleo es muy limitada y por eso muchos hombres jóvenes -de entre 20 y 35 años- imaginan su futuro fuera de su país. En esa franja, la desocupación supera el 50 por ciento en los centros urbanos de Senegal y llega al 60 en regiones agrícolas.

Pero aquí nutren una inmigración con características muy singulares: en general, no vienen a instalarse en forma definitiva; la mayoría no echa raíces en el país. No traen a sus hijos ni a sus mujeres. Envían remesas de dinero en forma periódica; alquilan lugares en los que muchas veces viven hacinados y casi siempre en forma provisoria.

Muchos aseguran que sufren en el país distintos grados de discriminación racial.

Como se mencionaba en la nota publicada ayer sobre el caso de Thiam, lo que se ve es que todos se dedican a la misma actividad: la venta ambulante de objetos de dudoso origen. Con la particularidad, además, de que todos tienen exactamente la misma mercadería y la venden al mismo precio. ¿Quién se las provee? Es algo que ellos mismos se niegan a mencionar.

Desde el Instituto Argentino para la Igualdad, Diversidad e Integración (IARPIDI), su presidente, Nengumbi Sakuma, ha dicho en referencia a este tema que “no hay ninguna mafia” detrás del negocio “valijero”. Y afirma que son “mitos urbanos” que se han consolidado en el imaginario popular. No queda claro, sin embargo, de dónde sale la mercadería ni cómo es el nexo entre los distintos eslabones del sistema de comercialización.

En cualquier caso, está claro que los senegaleses como Thiam -a los que uno encuentra en la calle con su maletín lleno de “baratijas”- son el último y el más débil eslabón de lo que podría ser una organización a gran escala.

Lo que venden -está a la vista- no son artesanías elaboradas por ellos ni tampoco con mano de obra senegalesa. Son productos de manufactura industrial que imitan diseños originales en rubros de bijouterie, relojería, marroquinería y anteojos, básicamente.

Tampoco se integran a los múltiples circuitos de venta informal que existen en la Argentina. No es el primer caso de una corriente inmigratoria que genera, quizá desde el desconocimiento, intrigas e interrogantes

No es el primer caso de una corriente inmigratoria que genera, quizá desde el desconocimiento, intrigas e interrogantes

No es el primer caso de una corriente inmigratoria que genera, quizá desde el desconocimiento, intrigas e interrogantes. El auge de los supermercados chinos, sin ir más lejos, también abrió -en su momento- muchas conjeturas sobre el origen de las inversiones y las condiciones que les permitían mantener precios muy bajos en algunos productos.

Pero más allá de lo comercial, en casi todas las otras colectividades pueden observarse patrones similares: vienen las familias enteras -a veces se adelantan los hombres para traer luego a los hijos y las mujeres-, se integran de otra manera al entorno social -en buena medida favorecidos por los hijos, que van a la escuela y tejen su propia red de relaciones- y vienen con la perspectiva de quedarse: compran locales, montan comercios o emprendimientos familiares, invierten.

El caso de los senegaleses es, en ese aspecto, distinto. La inmigración parece tener esa misma volatilidad de la actividad que todos ejercen: la del comercio ambulante, que -por su propia naturaleza- nunca termina de instalarse. Ni siquiera compran vehículos.

Como todo inmigrante o emigrante, deciden dejar su lugar -temporal o definitivamente- para estar mejor, para progresar, sentirse más seguros o encontrar una oportunidad que no encuentran en su país. Pero la desoladora muerte de Thiam, en esa gomería precaria y solidaria de la avenida 532, revela que aquella búsqueda puede conducir al abismo, a la desesperación y a la tragedia.

Quizá su muerte sirva, al menos, para prestar atención a una situación que merece una actitud humanitaria y que también exige respuestas a interrogantes que quedan abiertos. ¿Qué hay detrás de esos maletines llenos de cadenas doradas, anteojos de colores y relojes truchos, además de una triste realidad?

U$S 1.800
Es lo que le había costado el pasaje a Thiam Moussa para ir a Senegal a visitar a su familia. Había regresado hacía pocas semanas con el plan de hacer una escala en L a Plata, comprar mercadería en Buenos Aires y volver a Catamarca, donde haía estado en los últimos tres años

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