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El arte de la discusión y la riña de gallos televisiva
Por JUAN BECERRA
ESCRITOR
Una buena discusión puede ser un arte. Pero no deberíamos abrigar esperanzas si esa discusión sucediera en la televisión de hoy, regimentada por un formato de censura implícita que fue degradando sus contenidos hasta someterlos a la pulverización del minuto a minuto. Si hoy Sigmund Freud fuera invitado a desarrollar por televisión su concepto de inconsciente, o Karl Marx su idea de materialismo o Arthur Schopenhauer su pensamiento sobre la voluntad (pero no caigamos tan alto: le podría pasar lo mismo a Helenio Herrera si decidiera explicar el fútbol “catenaccio”), ninguno podría terminar una frase. Sus postulados serían abortados de inmediato y sustituidos por lo que en televisión se entiende por ritmo, y que no es otra cosa que la destrucción sistemática de lenguaje organizado.
Una prueba del dominio cultural de ese poder disolutorio fue el debate del último 15 de noviembre entre los candidatos presidenciales Mauricio Macri y Daniel Scioli quienes, si bien la poesía no es ni nunca será lo de ellos, tuvieron un máximo de dos minutos para explayarse sobre grandes temas. Además se les prohibió que se cruzaran, es decir que se anuló cualquier posibilidad de discusión en tiempo real, lo que terminó dándonos un espectáculo enredado entre personas que parecían hablarse mediante los mensajes de voz del Whatsapp.
La discusión televisada tiene un solo fin: aplanar la inteligencia, enterrarla viva. Pero no siempre fue así. En 1968, durante la cobertura de las convenciones del Partido Republicano y el Partido Demócrata, sucedió una de las discusiones más extraordinarias y violentas de la historia de la televisión. La cadena ABC, tercera cómoda en su lucha contra la NBC y la CBS, intentó torcer la indiferencia del mercado y reunió a William Buckley Jr. y Gore Vidal, dos gallos de riña capaces de morir en el escenario si el pago a sus tremendas vanidades era quedarse con la última palabra en un duelo visto por millones de personas. Toda la tensión de esos largos días de combate está en “Best of enemies” (2014), el documental de Morgan Neville y Robert Gordon que hoy cuelga de Netflix
William Buckley Jr. fue un as de la derecha más retardataria de los Estados Unidos. En 1955 fundó la revista “National Review”, donde no se privó de calificar al general Francisco Franco como “un héroe nacional” ni de extenderse en múltiples cantos racistas, algo natural para un espectador consecuente de las misas en latín de Connecticut. Pero esa intransigencia antiliberal estuvo rebajada por su indiscutible swing, su inteligencia prodigiosa para la discusión y la elección adecuada de un perfil cool -podemos verlo en su Vespa por las avenidas de Nueva York, manejando con la gracia de un Kennedy- que pudiera ajustarse a su figura de fascista moderno.
En el otro rincón, Gore Vidal, escritor de carácter grave, con dificultades para sonreír y una tradición personal en sostener disputas con quien se le cruzara en el camino (y con quien estuviera al borde del camino también). Homosexual negado a la confesión, además de antiimperialista de tiempo completo (aún asoleándose en su mansión de Ravello), la disputa fue donde Vidal plantó la bandera de su identidad y lo que, en cierto modo, mantuvo su vigencia como un fuego que no enciende si no se lo atiza constantemente.
La discusión televisada tiene un solo fin: aplanar la inteligencia, enterrarla viva. Pero no siempre fue así. En 1968, durante la cobertura de las convenciones del Partido Republicano y el Partido Demócrata, sucedió una de las discusiones más extraordinarias y violentas de la historia de la televisión. La cadena ABC reunió a William Buckley Jr. y Gore Vidal, dos gallos de riña capaces de morir en el escenario si el pago a sus tremendas vanidades era quedarse con la última palabra en un duelo visto por millones de personas
Otros dos problemas de Vidal fueron Truman Capote, quien lo desplazó del trono donde Estados Unidos suele sentar a las celebridades precoces, y Norman Mailer, de quien recibiría un cross. Salta a la vista que los dos problemas fueron uno solo: los celos literarios. A Capote lo acuso de plagiar a Carson McCullers y Eudora Welty (habrán visto: dos mujeres), mientras que a Mailer le dijo en un encuentro televisivo que su libro “El prisionero del sexo” era el bodrio de un “macho man”, el propio Mailer, que podía compararse con Henry Miller y... Charles Manson. Se estaba rifando un ñoqui y Vidal tenía todos los números.
En 1968, Buckley y Vidal se sentaron en el plató de la cadena ABC para discutir no sólo sobre las convenciones demócrata y republicana sino sobre aquello que las envolvía: la Guerra de Vietnam, las manifestaciones contra la Guerra de Vietnam, la represión a las manifestaciones contra la Guerra de Vietnam. Vale señalar una diferencia de ánimo entre ambos. Buckley se presentó arrogante, confiado en sus armas, dispuesto a dejarse llevar por la improvisación como si una discusión fuese una variante del free jazz (quizás lo sea), mientras que Vidal apareció tenso, ensombrecido, serio y con una cantidad de papeles a los que consultaba de reojo como un actor en el ensayo general de su obra. Para Buckley era un show televisivo más, para Vidal un acontecimiento de vida o muerte televisado.
Hay algo difícil de evitar en las discusiones acaloradas, y es una especie de descenso infernal por el que los discutidores comienzan a achacarse asuntos personales. Tarde o temprano los temas se evaporan y el ambiente queda electrizado por un “vos” y “yo” luego de haber mantenido delicadamente las cosas en un “ellos” y “nosotros”. Apartadas del terreno las generalidades de una idea, comienzan a moverse hacia afuera, como monstruos cautivos que por fin cortan sus cadenas, los representantes descontrolados de lo íntimo. Lo que nos dice que el lenguaje está dispuesto a decir lo suyo aún por encima de nuestra voluntad de contenerlo.
La discusión flota más o menos inerte sobre tópicos clásicos: conservadurismo Vs progresismo, invasión Vs pacifismo, racismo Vs derechos civiles. Todos lo demás es un largo etcétera que se mueve en ese nivel, que es el de la abstracción y el de la historia. No tenemos todavía medida humana de lo que están poniendo en juego esos universos ideológicos antagónicos. Hasta que Buckley mete el dedo en el ventilador creyendo que lo hace en las llagas homosensibles de su adversario. Dice que la última novela de Vidal, “Myra Breckinridge”, sobre un personaje de sexo ambiguo, es pornográfica. A lo que Vidal responde que el personaje está inspirado en Buckley. Silencio nervioso en el estudio.
El desprecio entre ambos contrincantes está definido. Cada uno, que hasta ese momento detestaba lo que el otro era capaz de representar, comienza a odiar lo que el otro es. Buckley se lanza a hablar contra los activistas que se oponen a la Guerra de Vietnam, entre los que asombrosamente cree ver “pronazis”. Vidal se siente aludido y acusa a Buckley de “criptonazi”, es decir de nazi oculto bajo el disfraz de celebridad moderna que lleva desde hace varios años. Entonces, Buckley concentra un odio de siglos en su mirada y le contesta: “Now listen, you queer”, que en el fragor de la pelea debería ser traducido como un coloquial: “Escuchame, maricón”, seguido de la amenaza de golpearlo si insiste en llamarlo “criptonazi”.
Un día más tarde, Vidal negó haber hecho lo imposible para sacar de las casillas a Buckley. Al contrario, dijo que siempre lo había tratado “como la gran dama que es”. La palabra “dama” colocada sobre la palabra “criptonazi” no puede ser entendida sino como una lápida de varias toneladas que desde ese momento Buckley llevó hasta el día de su muerte. Desde entonces se discute el alcance bélico de las palabras “queer” y “criptonazi” y se le da por ganada la pela a Vidal porque, es evidente, no es lo mismo ser “criptonazi” que “queer”. Pero además, en el escenario de la cadena ABC, se vio con claridad que la reacción del “criptonazi” Buckley contra el “queer” Vidal se inflamó de una violencia que no fue correspondida.
¿De qué lado está la violencia? ¿Quién es capaz de ejercela y quién de controlarla? A ese desequilibrio espontáneo se redujo la discusión de tantos días entre Buckley y Vidal, y toda la simetría que podría haber habido en una discusión ideológica se deshizo en el acto. Lo que condenó a Buckley fue su postura física, y la certeza generalizada de los espectadores de que habría golpeado a Vidal -estuvo a punto de hacerlo- si no hubiera estado frente a una cámara.
Saber discutir es saber escuchar. Hasta que Buckley asumió por contradicción su mote de criptonazi (en la Argentina tuvimos lo nuestro cuando Alberto Samid le dijo a Mauro Viale: “¿cómo me vas a decir nazi a mi?, judío hijo de puta”), fue conmovedor ver cómo, aún en el antagonismo, los gallos de riña hicieron un esfuerzo sobrenatural de civilización por escucharse cada letra, cada coma, cada onda de su frecuencia vocal. Pero el prejuicio es una bomba de tiempo que, tarde o temprano, explota en las manos de quien la quiere desactivar.
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