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Por SERGIO SINAY (*)
El tiempo ni se gana ni se pierde
Mail: sergiosinay@gmail.com
Aprovechar el tiempo. Perder el tiempo. Gastarlo. Invertirlo bien. ¿Qué hacer con él? “El tiempo es oro”, dijo alguna vez Benjamin Franklin (1706-1790), político, científico y uno de los padres fundadores de Estados Unidos, e instó a no desperdiciar ni un gramo de ese oro. “Es la materia de la cual está hecha la vida”, señalaba. Menos materialista, San Agustín, confesaba: “Sé muy bien lo que es el tiempo si no me lo preguntan, pero si me preguntan ya no lo sé”. Desde que los seres humanos percibimos su existencia y se nos dio por medirlo, envasándolo en segundos, minutos, horas, días, semanas, meses, años, décadas y centurias, se multiplicaron los intentos por atrapar al tiempo en una definición y siempre se ha escurrido.
Ajenas a las dudas de los filósofos o los científicos e inmersas en la era de la ansiedad, la mayoría de las personas corre detrás de minutos, horas y días inatrapables, se lamenta por años que pasan, hace proyectos (sobre todo en estos días) para llenar todos los casilleros durante los próximos doce meses sin que quede un instante libre o “perdido”, o “sin aprovechar”. Ganados por el productivismo nos convencemos de que cada momento del que no salga algo tangible, mensurable, cotizable (llámese un negocio, una relación, un proyecto, una adquisición, una idea, un aprendizaje o lo que fuere) habrá sido miserablemente desperdiciado. Ese empeño lleva a conceptos contradictorios, como el de “ocio productivo”. Si es ocio no es productivo, y si es productivo no es ocio. Aristóteles fue claro respecto de esto, al hablar de trabajo, descanso y ocio. Mientras el trabajo y el descanso se relacionan entre sí (durante el primero se produce lo necesario para vivir y durante el segundo se recuperan energías para seguir produciendo), el ocio es algo diferente: es el no hacer, la libertad de flotar en el tiempo sin ir en ninguna dirección. Es fácil entender por qué, etimológicamente, las palabras ocio y negocio se oponen. La partícula “neg” de la segunda niega por completo a la primera. Así, quien no “pierde” tiempo hace negocio (niega el ocio).
Cuando nos medimos y valoramos por lo que producimos, el verdadero ocio adquiere connotación negativa. Se lo considera “pérdida” de tiempo. De ese modo nos encontramos justificando nuestro tiempo de ocio con frases del tipo “Aproveché para hacer un montón de cosas atrasadas”, “Adelanté trabajo”, “Me puse al día con…”. Como si el hacer nada fuera un delito del que no queremos ser acusados. Como si fuera robarle a otro lo que a éste le falta. Y, también y sobre todo, como si llenar “productivamente” todos y cada uno de los segundos de nuestra vida pudiera servir para detener el tiempo, impedir su transcurso.
Ganados por el productivismo nos convencemos de que cada momento del que no salga algo tangible, mensurable, cotizable (llámese un negocio, una relación, un proyecto, una adquisición, una idea, un aprendizaje o lo que fuere) habrá sido miserablemente desperdiciado. Ese empeño lleva a conceptos contradictorios, como el de “ocio productivo”
Pero en verdad no hay forma de detenerlo porque, salvo en la ilusión que provocan los relojes y los calendarios, el tiempo no transcurre. “Queremos suponer que el tiempo pasa, pero en realidad sabemos que siempre está ahí, fluyendo aunque sin disminuir ni aumentar”, escribe el Fernando Savater en su libro “Las preguntas de la vida”. Acaso, como sospechaba Borges, el tiempo, al que veía como un río que fluye, un tigre que nos destroza o un fuego que nos consume, no esté en ningún lugar en el que se lo pueda tocar, medir, ganar o perder. Acaso, según dice en su ensayo “Nueva refutación del tiempo”, ese río, ese tigre y ese fuego no sean sino cada uno de nosotros. Seríamos, entonces, el tiempo, no habría manera de separarnos de él.
Todo esto podría servir para reflexionar sobre sensaciones y frases que pueblan indefectiblemente el momento en el cual al calendario se le vuela una hoja. “¡Qué rápido pasó el año!”, decimos. “Parece mentira, ya estamos en 2016”. “Me faltó tiempo para…”. Etcétera. Y de esa manera lo que bien podría ser el momento de una pausa saludablemente ociosa y contemplativa, adquiere las características de un balance y de una inmediata puesta en marcha. Con frecuencia esta modalidad termina por teñir incluso a las vacaciones. Y genera la expectativa (que deviene en ansiedad y presión) de hacer muchas cosas durante las mismas, aunque se trate de actividades aparentemente recreativas, y de que haya mucho para contar al regreso. “No hice absolutamente nada, sólo caminé, dormí, leí y dejé vagar la mente hacia las ideas e imágenes más desconocidas”, sería un pobre relato desde esa perspectiva. Casi una confesión de que se “perdió” el tiempo. Aunque ningún tiempo mejor perdido que aquel que honra a la palabra vacaciones, cuya etimología remite a “vacío” o “desocupado”.
“El tiempo no es oro; el oro no vale nada, el tiempo es vida”, afirmaba José Luis Sampedro (1917-2013), economista y escritor español, cuya obra (que incluye títulos como “El río que nos lleva” o “La sonrisa etrusca”) destila un apasionado humanismo. Ese pensamiento da en un punto clave. Valoramos el oro no por su utilidad sino por su escasez. En sí, no tiene utilidad. Pensar en el tiempo como sinónimo de oro es pensarlo en términos de escasez. Y, siguiendo a Sampedro, la escasa sería la vida. Cuando nos obsesionamos con no “perder” ni “desaprovechar” el tiempo, con “ganarlo” o “hacerlo rendir”, pareciera que bailamos al compás de la angustia existencial. Una lucha del tiempo contra la muerte.
Respecto de esto, viene al caso una reflexión del psiquiatra y psicoterapeuta austriaco Viktor Frankl, autor de “El hombre en busca de sentido” y “La presencia ignorada de Dios” entre otras valiosas obras: “La muerte como final de tiempo que se vive sólo puede causar pavor a quien no sabe completar el tiempo que le es dado a vivir”. Todo el trabajo de Frankl se centró en resaltar el hecho de que cada vida tiene un sentido y que ese sentido debe ser encontrado por quien la vive. Podrá hacerlo mediante el modo en que actúa sus valores, o cómo construye sus vínculos, o cómo aborda sus tareas, e incluso en su actitud ante el sufrimiento y ante el imponderable, aquello que no depende de él. Esa búsqueda necesita de una “voluntad de sentido”, como la llamaba Frankl, y el sentido de la existencia no aparece de una vez y para siempre, sino en momentos. Momentos de sentido que bien pueden pasar inadvertidos o simplemente no ser captados, como ocurre cuando se está empeñado en no “perder” el tiempo o en “ganarlo”. Es decir, en congelar la vida sin explorarla en su verdadera dimensión.
La cuestión, en fin, no es cuánto tiempo se gana, se pierde, se aprovecha, se desperdicia o se ahorra. ¿Dónde se guardaría el tiempo “ahorrado”? ¿Cómo se sabe que el tiempo “perdido” no se “ganó” de otra manera? ¿”Aprovechar” el tiempo no es, a menudo, desaprovechar oportunidades de estrechar vínculos, vivir experiencias espiritualmente transformadoras, contemplar el mundo que nos rodea y descubrir en él aspectos insospechados y gratificantes? Al no poder definir el tiempo San Agustín se preguntaba si este no sería una extensión del alma, que es también indefinible e intangible. Si fuera así, no estaría de más recordar que el alma no usa reloj.
(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"
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