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El tiempo incide en nuestro estado de ánimo. ¿Cómo nos afecta la lluvia? A tres años de la inundación, para muchos platenses el aguacero es sinónimo de desolación y mal presagio. Para otros, sin embargo, sigue siendo el mejor paisaje. Después del otoño más lluvioso y frío en 60 años, contamos qué nos pasa cuando nos pasamos de agua y algunos tips para paliar el bajón
YAEL LETOILE
El Servicio Meteorológico Nacional dice que cuando usted lea esta nota, lloverá. A pesar de eso, alégrese, sólo caerá agua en Misiones y Tierra del Fuego. No están previstas precipitaciones en la zona centro del país.
Los servicios meteorológicos pueden equivocarse pero no fallaron los pasados cinco fines de semana, con excepción del último, que llovió, lloviznó o estuvo frío y gris. Ese fenómeno natural que el diccionario define como “precipitación acuosa en forma de gotas”, y nos afecta física y psicológicamente, suele ser romántico o evocativo si pensamos en el musical pasado por agua Singing in the Rain, pero puede convertirse en pesadilla si cae copiosamente y fuera de cualquier promedio para el que no se esté preparado.
En La Plata, a tres años de la inundación que dejó al menos 89 muertos y pérdidas millonarias, el aguacero equivale a desolación e incertidumbre. Los días grises son más grises y la rutina es más caótica que lo habitual. Para otros, sin embargo, la lluvia es musa inspiradora, “el mejor clima para salir a caminar”, o para celebrar un encuentro amoroso.
Alejandro Albano (53) no experimentaba ningún sentimiento especial hacia la lluvia antes de la inundación: ni fu ni fa. Pero nada volvió a ser igual después del 2 de abril de 2013: 1.10 mm fue la medida de agua que entró en su casa esa madrugada y arrasó con casi todo lo que había en la planta baja.
Albano vive en 7 entre 524 y 525. Su madre, de 82 años, habita sola en una casa del mismo barrio. La lluvia torrencial de aquel día los sorprendió llegando de viaje de fin de semana, por el feriado, y dejó a la familia dividida. “Me fui a la casa de mi madre, tres de mis hijas quedaron con mi esposa en casa, y la cuarta con unos amigos. Todos desconectados”, reconstruye hoy, todavía afectado por la angustia que genera pensar que podría suceder otra vez.
Desde entonces, cada lluvia, cada alerta, activa una serie de recaudos que él y su familia, pero también muchos vecinos, toman frente a un potencial desastre. Ese día las cosas se pusieron feas para los Albano: cuando la lluvia paró, el agua empezó a subir y a él no le quedó otra que salir con su madre anciana con el agua a la cintura a buscar un lugar seguro.
Después de eso, cada vez que llueve, lo primero que hace es llamar a su familia. “Hubo un alerta intensa y muy cercana en el tiempo que me hizo volver de Buenos Aires, donde trabajo, ante la inminencia de la lluvia”, revive y destaca el papel de las redes sociales en la circulación de los alertas para la organización.
Esa sensación de desprotección fue muy fuerte al principio, aunque Alejandro siempre intentó que no fuera, al igual que aquella tormenta fatal, incontrolable. “Uno arma siempre un plan de contingencia”, dice. Porque si bien en 2002 había sufrido una inundación leve, incomparable, que le dejó la costumbre de mirar cómo está la calle, la de 2013 grabó una marca imborrable. “Sufrimos la inundación y cada vez que hay un alerta lo padecemos porque seguimos estando en una ciudad que no tiene un plan de contingencia”, asegura, “es un estado de incertidumbre y ansiedad, de no saber cómo va a ser la lluvia y qué podrá pasar...”
Con todo, hay quienes gustan de la lluvia y el mal tiempo y nunca, pero nunca, vaya a saberse por qué, usaron paraguas. Disfrutan mojarse.
-Los días lluviosos para mí no son feos- afirma Martín Bidan (42). “Entiendo que a muchos les tira a la depresión, a mí puede darme algo más parecido a la nostalgia, pero no tristeza. Es un sentimiento que me agrada, una leve melancolía”, afirma.
Gustavo Corra es médico psiquiatra y psicoanalista y dirá que el hecho de que nos gusten o resulten románticos los días de lluvia es en sí un truco mental, ya que lo que disfrutamos, en realidad, es el resguardo que sentimos frente a estos fenómenos. “El frío y la lluvia, de alguna manera, ponen de manifiesto nuestra buena o mala fortuna como individuos, la nieve puede remitirnos a nuestro viaje de egresados o a nuestra luna de miel en Bariloche, o como alguien comentó una vez: puede hacernos acordar a andar descalzo”, pero también, además de ser incómodos de manera directa, “nos remiten a temores originarios en los que nuestra desprotección era una realidad y un riesgo fatal”.
“Los días grises me gustaron desde chico”, cuenta Martín, precisamente, bajo un cielo gris “un día como hoy espero que caigan unas gotas”, se entusiasma: “es por la imagen”, dice. “Si me preguntan qué paisaje de La Plata prefiero, elijo el bosque un día lluvioso”. Sol, cero.
Bidan no estuvo en Lima, ciudad a la que llaman “panza de burro” por la omnipresencia del cielo gris, ni tampoco en París, donde sí vivió su mujer. “A ella le resultaban fatales los nueve meses sin sol”, pero él, aquí y ahora, disfruta de la seguidilla de días oscuros.
¿Haciendo qué? Se preguntará usted. Ahora tal vez no se lo permiten tanto las obligaciones familiares, pero antes solía esperar que se largara a llover para salir a caminar. Sentarse en el bosque a contemplar el paisaje. “Debe tener que ver con el espíritu rioplatense”, intenta explicar, “o por el hecho de venir de Tres Arroyos: el frío me atrae más que el calor” o simplemente “lo que ya decía Jauretche sobre las quejas frente al clima cuando no llegamos a los 80 días de lluvia”.
Gustavo Corra sostiene que en los lugares geográficos donde se viven cambios estacionales importantes, como en nuestro país, el clima frío nos predispone a la melancolía. “Esto hace que las personas entren en una posición psíquica más introspectiva y a veces esto nos inclina a la depresión”, explica y, si bien no hay estadísticas en este terreno, como profesional de la salud mental sabe que “el nivel de consultas suele aumentar durante el invierno y disminuye en el verano”.
El hombre está histórica y evolutivamente ligado al clima de manera directa. Los cambios climáticos fueron el problema central del desarrollo de la especie y la manera de adaptarse a sus inclemencias fueron el principal motor de su evolución. “Este hecho opera de manera inconsciente en todos nosotros y hace que, día a día, el clima tenga más importancia de la que creemos”, explica Corra.
Pero comparado con su evolución, el género humano tiene conocimiento de la estacionalidad o de los ciclos del clima desde hace poco tiempo y esta es una de las razones que hacen que cuando pensamos que hace frio “pueda ser para siempre”, argumenta. Pero también, durante el invierno, en contextos económicos y sociales desprotegidos, las bajas temperaturas llegan a producir muertes y allí no hay una dimensión psicológica.
“La lluvia, el frío y los días de clima ‘oscuro’, nos remiten sin saberlo a nuestra relación con fenómenos climáticos catastróficos tales como huracanes, tormentas de nieve, amenazas de rayos y demás”, sostiene el psiquiatra y advierte “y si bien hoy estamos en general menos expuestos, los recordamos como vividos en alguna parte de nuestro cerebro”.
Sobre el impacto de la inundación de 2013 en La Plata, señala que “por supuesto ha operado para muchos como una situación traumática” y aconseja: “Si se hacen presentes los síntomas de temor, angustia, o insomnio se recomienda acercarse a las personas queridas, familiares, amigos, compañeros y en lo posible tratar de hablar del tema, y queda reservada para quienes estén solos, la consulta a profesionales de la salud mental”.
Hay una lluvia que Jorge Luis Suriani (69), ingeniero de La Plata, nunca olvidará. Es una tarde de domingo gris, vuelve de completar sus estudios en Ingeniería Sanitaria en Nápoles y lleva poco tiempo como director de Servicios de Obras Sanitarias de la Nación. El clima invita al plan perfecto: cita con una amiga en un departamento de Capital Federal. Es 31 de mayo de 1985, gobierna Raúl Alfonsín.
“ninguna obra en el mundo está proyectada para soportar lo máximo que podría llover”
Desde el atardecer cae agua, de forma pertinaz y monótona, que aumenta las expectativas del encuentro. “Se percibía que la lluvia nos acompañaría durante la cena y tal vez por la noche, así que los preparativos para atravesar el momento fueron ejecutándose al ritmo apropiado”, revive hoy, a 31 años, este experto en temas hídricos. El fin de la inocencia llegaría el día después, con las noticias de la mañana.
Ese 1º de junio, la radio anunciaba la peor inundación de la Ciudad de Buenos Aires hasta entonces. 14 muertos, 30 desaparecidos, 90.000 evacuados, y 150 km2 de área inundada, además de la Avenida J.B. Justo con 4 metros de alto de agua, eran el resultado de la lluvia que hasta hacía un rato nomás había sido la mejor música para los oídos del ingeniero.
“Todo lo vivido aquella noche que se asemejaba a estar tirados en Portofino, buceando en Bora Bora o gritando un gol de Racing en el cilindro”, revive, “se transformó en el oprobio de los ciudadanos de Buenos Aires, las recriminaciones de mis superiores, la condena a Obras Sanitarias y a la gestión de gobierno”.
Aquella experiencia lo marcó para toda la vida. Fueron muchas las noches de lluvia que salía a medir el nivel del sumidero o a ver arroyos como el Maldonado, el Ugarteche o el Vega, para asentar datos en una libreta: lugares, horarios, cantidad de milímetros llovidos. Saber qué estaba pasando no le permitía solucionar nada, más bien lo inducía al llanto o a la esperanza de que “la muy jodida” (lluvia) se detuviera de una vez.
Hoy, cada vez que llueve, viva donde viva, Suriani se asoma a la ventana y piensa que esa “gracia divina” en algún momento será “un horror inevitable para otros, no importa país, raza o nivel social”, porque asegura “ninguna obra en el mundo está proyectada para soportar lo máximo que podría llover”. Y, sin embargo, si hubiera otra vida, gustaría de cantar bajo la lluvia con su amiga del departamento y Gene Kelly, como en la película.
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