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Por SERGIO SINAY (*)
No todo se puede comprar
Mail: sergiosinay@gmail.com
El dinero no trae la felicidad pero la acerca bastante. Abundan quienes, a veces en broma a veces en serio, recitan esta certeza. Pero sucesivas investigaciones, experiencias y estudios prueban que donde más sube el salario no es donde más abunda la felicidad, y que entre crecimiento económico y bienestar emocional no hay una correspondencia automática. De la misma manera se suele creer que con más dinero se tiene más libertad. Esto deriva de una forma de pensamiento lineal, según la cual quien tiene mucho dinero puede hacer lo que quiere, cuando quiere, apartándose de las obligaciones que someten al esforzado ciudadano común a penosas rutinas. Pero lo contrario es bastante cierto. Acumular fortuna no es algo que en la sociedad capitalista (ni en alguna otra) se dé a cambio de nada. El precio es dedicarse tiempo completo a las tareas lucrativas. Luego a asegurar que ese dinero no se vaya por las alcantarillas o que sea sustraído por las buenas o por las malas y. finalmente, el dinero pide dinero, de manera que hay que dedicar mucha energía a crear maneras de seguir produciéndolo. Resultado: falta de tiempo para los afectos, la contemplación, la reflexión y sobra de angustia, estrés y taquicardia.
Cuando el dinero se convierte en un fin y no en un medio, no importa de cuánto se disponga, siempre será menos que todo el dinero existente. Y si se trata de atesorarlo para obtener seguridad, éxito y, supuestamente, libertad, siempre se vivirá con la sensación de que “aún falta”, de que no se llegó a la cifra segura
Cuando el dinero se convierte en un fin y no en un medio, no importa de cuánto se disponga, siempre será menos que todo el dinero existente. Y si se trata de atesorarlo para obtener seguridad, éxito y, supuestamente, libertad, siempre se vivirá con la sensación de que “aún falta”, de que no se llegó a la cifra segura. La libertad que se alcanza por esta vía es libertad comprada, no libertad lograda a partir de una manera de vivir. Y también será ilusoria, porque la materialidad como productora imaginaria de felicidad termina por crear una jaula lujosa con barrotes de oro, de la cual no es fácil escapar. Así, la libertad que se supone alcanzar y la felicidad que hipotéticamente la acompaña están pospuestas para un mañana que nunca llega. En esto pobres y ricos suelen coincidir. Ambos terminan esperando, por razones diferentes, ese mañana liberador que siempre se escabulle, como la zanahoria que el burro persigue en vano.
El economista francés Daniel Cohen (profesor en Harvard, consultor del Banco Mundial, ganador de varios premios por sus investigaciones y sus libros) se ha internado en esta cuestión para concluir, como lo hace en su libro “Homo Economicus (el profeta extraviado de nuestros tiempos)”, que el marcado malestar espiritual en esta era de desbocado desarrollo tecnológico y material (sobre todo en ciertas sociedades) tiene que ver con el hecho de que el Hombre Económico, como él lo llama, ha desplazado al Hombre Moral. Los valores económicos, que cotizan en bolsa, se imponen por sobre los morales, que se aprecian en los vínculos, en las relaciones interpersonales, en la construcción de proyectos de vida. Mientras se centra la atención en el capital material se descuida el capital social, constituido por amigos, familia, actividades comunitarias y contemplativas, vida asociativa.
A propósito de esto, Cohen subraya las ideas su colega suizo Bruno Frey, uno de los más prestigiosos economistas europeos y principal impulsor de la idea del Homo Economicus. Frey señala que para este espécimen, que predomina hoy en Occidente, los bienes extrínsecos están por sobre los bienes intrínsecos. Los primeros se vinculan al estatus y la riqueza y estimulan la competencia y la rivalidad. Los segundos están relacionados con los vínculos y el afecto y son generadores de bienestar y felicidad. En donde campean los bienes extrínsecos las personas se miden por lo que tienen y se valoran por su estatus, de donde devienen relaciones de competición. Si el otro tiene más que yo será más que yo, no debo permitirlo, eso lo convierte en mi rival y debo vencerlo, tener más que él, superarlo. Así se vive en los trabajos, en las relaciones interpersonales, en los escenarios sociales. Si, en cambio, el foco está puesto en los valores intrínsecos el otro deja de ser un competidor real o imaginario, el que se puede llevar mi queso, y pasa a la categoría de compañero de esfuerzos en la tarea de crear ámbitos en los que cada uno, con la colaboración del otro, pueda desarrollar lo mejor de sí y, en definitiva, mejorar el mundo compartido.
En donde el Hombre Económico desplaza al Hombre Moral se crean campos de confrontación. Cuando prevalece el Hombre Moral, se multiplican los campos de cooperación. El gran pensador español José Ortega y Gasset (1883-1955), cuyas ideas se centraban en la certeza de que la integración de puntos de vista diversos crea una visión más rica y cierta de la realidad, decía: “Solo sobrevive y trasciende una civilización si muchos aportan su colaboración al esfuerzo. Si todos prefieren gozar el fruto, la civilización se hunde”. Allí donde Ortega dice “civilización” se puede leer también familia, pareja, organización, equipo, sociedad, país. La confrontación genera aislamiento, personas insulares, sospecha, temor. Cada quien se considera un todo en sí mismo, no cree necesitar de nadie, antes bien siente que la presencia de los demás lo estorba o lo amenaza. La cooperación opera en sentido contrario, promueve lazos, estimula la confianza, multiplica las iniciativas colectivas, da sensación de seguridad ante lo aleatorio, los cooperantes se perciben como partes de una totalidad en la cual encuentran su valor y su sentido.
Mientras se centra la atención en el capital material se descuida el capital social, constituido por amigos, familia, actividades comunitarias y contemplativas, vida asociativa
Cohen considera que el triunfo del Hombre Económico es antihumano en la medida en que atenta contra los valores que permiten la convivencia. Coincide con el ingeniero y filósofo Jean-Pierre Dupuy, autor del ensayo titulado “El pánico”, para quien imponer la competición y la confrontación por sobre la cooperación rompe los lazos sociales y acelera la decadencia de una sociedad. En esa decadencia afloran el miedo, la inseguridad, el pánico. Sustraer de lo común importa más que aportar. La economía se convierte en religión y, como tal, promete la salvación a quienes se mantengan fieles a los dogmas que los gurúes de turno imponen como única verdad. Cuando se desata la violencia por la ruptura de los lazos, aparece la fe en que la economía creará las condiciones para que esta sea contenida. Se olvida que será la recuperación de otros valores (no mensurables) la que reparará la convivencia.
El Hombre Económico, dice Cohen en su libro, es bastante malo como profeta, sus promesas de abundancia y felicidad se ven permanentemente incumplidas o remplazadas por nuevos vaticinios, sin que los augures se hagan cargo del fracaso de los anteriores. Se impone, entonces, devolverle un lugar central al Homo Ethicus (así lo llama Cohen) y honrarlo en el día a día con nuestras acciones, elecciones, conductas, decisiones y construcción de mapas existenciales. Este Homo devuelve ideales y valores a un escenario en el que precisamente los ideales agonizan, el egoísmo es ley y la ineficacia se reproduce como una plaga. Es que solo la prosperidad moral puede poner brújula al economicismo impulsor de propósitos meramente materiales que nunca llenan un barril sin fondo.
(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"
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