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Por SERGIO SINAY
sergiosinay@gmail.com
Como ocurre cada año, es posible que en estos días la palabra esperanza ocupe el primer lugar en el podio de las más usadas. Desfilará por escrito ante nuestros ojos, llegará a nuestros oídos, saldrá de nuestros labios, la tendremos en nuestra mente. Quizás el vocablo optimismo le siga de cerca. A esta altura del año hay quienes renuevan esperanzas o plantan unas nuevas, y quienes desenvainan optimismo respecto del ciclo que se inicia. Los que tuvieron un buen año se esperanzan con repetir y se sienten optimistas al respecto. Los que vivieron un año difícil abrigan la esperanza de que el próximo pinte diferente y alimentan con esa idea su optimismo.
¿Alcanza con la esperanza? ¿Es suficiente el optimismo? Acaso haya que empezar por diferenciar ambos términos. No significan lo mismo, aunque a veces parezcan sinónimos. En su libro “Esperanza sin optimismo” el agudo crítico literario y cultural británico Terry Eagleton establece con sólidos argumentos la distinción entre ambos conceptos. Cada vez que enunciamos una esperanza, apunta Eagleton, anida en el fondo de nosotros el temor de que no se cumpla. Lo hacemos porque tenemos la experiencia de expectativas frustradas, de sueños incumplidos, de frustraciones. Y, sin embargo, sigue habitando en nosotros la esperanza. Si no la tuviéramos quedaríamos cara a cara con el vacío y el sinsentido de la vida. Es la esperanza la que nos lleva a creer que el sentido existe y a buscarlo a través de nuestra manera de vivir, del ejercicio de nuestros valores, del cuidado de nuestros vínculos, del esfuerzo en nuestra tarea. “Puede que no haya esperanza, escribe Eagleton, pero si no actuamos como si la hubiera lo más probable es que esa posibilidad se convierta en certeza”. Es decir, entonces, que de nuestras acciones evita la desesperanza.
Conviene detenerse aquí y poner atención en la palabra “acciones”. Esto significa actuar, hacer. Y allí reside la diferencia esencial entre esperanza y optimismo. Quien tiene esperanza, la tiene aun en medio del dolor, de la tristeza o de la decepción. El esperanzado no desconoce esos estados, pero piensa que hay algo más allá del sombrío horizonte cercano y está dispuesto a hacer lo necesario para avanzar hacia un destino diferente. Se compromete en una acción, reniega del estado actual e inicia una acción transformadora. Martin Luther King (1929-1968), el líder que encabezó la lucha por los derechos civiles de los negros en Estados Unidos, lo expresó de una manera firme y bella: “Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol”. King fue asesinado por un intolerante cuando solo tenía 39 años. El mundo acabó temprano para él, pero el árbol que sembró dio sus frutos. Y aun hay quienes siguen sembrando en el mismo surco, porque la injusticia no terminó, pero la esperanza tampoco.
“Puede que no haya esperanza, escribe Eagleton, pero si no actuamos como si la hubiera lo más probable es que esa posibilidad se convierta en certeza”
La esperanza requiere coraje, y ofrece a cambio superación. En el campo de concentración, donde estuvo prisionero durante cuatro años durante el nazismo, el médico y pensador vienés Víktor Frankl decía a sus compañeros que se puede perder la esperanza, pero no se debe desesperar. Aun en el peor de los casos, afirmaba, podemos esperar que otros aprendan de lo que hoy vivimos para que esto no se repita jamás. La esperanza no se ata a un objetivo, sino que señala un camino. Siempre tiene los pies en la tierra, no se aparta de la realidad, se impulsa desde ella. Esperanza no significa utopía, porque, como advierte Eagleton, las utopías prometen un mundo perfecto, expurgado de conflictos e insatisfacciones, y eso no es posible. Pero sí es posible mejorar el mundo, y de eso trata la esperanza.
Como vemos una y otra vez, existe una relación directa entre esperanza y responsabilidad. Quien tiene esperanza trabaja por ella, emprende acciones, sabe que estas pueden obtener el fruto o no, sabe que la decepción acecha, el dolor no le es ajeno. Pero toma la decición de actuar, de hacer, y asume las consecuencias. Es responsable.
Eagleton sostiene que esperanza y optimismo son irreconciliables. A diferencia de lo visto hasta aquí, el optimismo da por sentado de que todo irá mejor y que va a terminar bien. Quien dice “soy optimista” expresa una creencia, una cuestión de fe. En cambio quien afirma “tengo esperanza”, explica por qué y dice lo que hará para que esta se cumpla. La esperanza necesita razones y puede fallar, señala el pensador británico. Al optimismo le basta con expresarse. Es una forma de determinismo. Hay una forma de optimismo infantil que, en muchos casos, se prolonga en la edad adulta. Erik Erikson (1902-1904), destacado psicólogo nacido en Alemania y padre de la teoría del Desarrollo Social, lo llamaba “optimismo desadaptativo”. En un chico se manifiesta como el desconocimiento de los límites y la imposibilidad de registrar los deseos de los demás y la diferencia entre esos deseos y los propios. A esa edad es un hecho natural, que se irá corrigiendo a medida que la tozuda realidad marque límites y contribuya a la conformación de la identidad. En la adultez es un problema serio, y quien no se adaptó resulta ser, finalmente, lo que Eagleton llama un optimista “crónico” o “profesional”.
Aunque el optimismo goce de buena prensa y quienes se atribuyen esa condición la exhiban como virtud, finalmente suelen ser los esperanzados y los pesimistas los que transforman y mejoran el mundo. Mientras que el optimista no piensa que sea necesario hacer algo, porque “todo está bien e irá mejor”, el esperanzado reconoce lo que duele y está mal y se apresta a actuar para cambiarlo, sin garantía de logro. Por su parte el pesimista ve también lo que está mal, desarrolla el pensamiento crítico, expone opciones diferentes y, cuando su pesimismo es funcional, lo convierte en combustible que motoriza la acción.
El optimista es un conservador, explica Eagleton, mientras que el esperanzado, y en muchos casos el pesimista, son transformadores. Y, como bien señala el mismo autor, el pesimista puede abrigar esperanza y el esperanzado, aun en acción, puede guardar una cuota de pesimismo sin desesperanzarse. En cambio, el optimista solo se permite ser optimista. Cree que todo será favorable solo porque él es así. Aquí cabe regresar a Víktor Frankl, quien dice (en su imprescindible “El hombre en busca de sentido”) que lo que el ser humano busca no es la felicidad ya hecha, sino razones para ser feliz. La esperanza ayuda en la búsqueda de esas razones. El optimismo da por sentado que la felicidad acontecerá por arte de magia.
Ojalá transitemos días de esperanza. Es decir, días de reconocimiento de la realidad con sus luces y sus sombras y de voluntad para iniciar caminos de transformación, en lo personal y en lo colectivo, a partir de razones y de acciones. Días en que no compremos el optimismo que de muchas maneras nos ofrecerán y sí preparemos herramientas para trabajar por la esperanza.
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