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El perdido arte de estar quieto

14 de Enero de 2018 | 03:10
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“Era un tipo de silencio que no había experimentado nunca. No era frío. Era un silencio en el que no era necesario buscar palabras a la fuerza, reinaba una profunda calma, como si el aire fluyese como el murmullo del agua en el fondo del tímpano”. Así describe la escritora japonesa Yoko Ogawa el sentimiento de Ryoko, la protagonista de su novela “Perfume de hielo”. Ryoko intenta descubrir por qué se suicidó, de pronto y sin señales previas, su novio Hiroyuki. Y por qué lo hizo justo al día siguiente del primer aniversario de ambos viviendo juntos. Hiroyuki era un hábil perfumista, pero Ryoko descubrirá, mientras indaga las razones de la decisión extrema y visita lugares y conoce gente que eran privativas del mundo de su novio, que éste tenía además muchos otros aspectos desconocidos para ella. De eso trata la novela. De lo poco que a veces nos conocemos, aunque estemos juntos, y de lo mucho que hay para conocer y explorar en el otro. Y, por qué no, en uno mismo.

Lo que importa resaltar en el párrafo citado es la cuestión de la calma. La calma es el silencio entre dos notas musicales. Aunque no lo percibamos durante la ejecución de una melodía, sin ese silencio no oiríamos música sino un ruido insoportable, capaz de destruir nuestros oídos. La calma habita entre dos palabras mientras hablamos, y gracias a eso nos entendemos, de lo contrarío emitiríamos galimatías incomprensibles. La calma aquieta al mundo en cada noche para que las energías se renueven y la vida continúe. La calma separa la sístole de la diástole en el ciclo cardíaco, la acción del reposo, el día de la noche, la noche del día, la exhalación de la inspiración. Es la pausa que, aunque parezca contradictorio, mantiene a la vida en movimiento.

A pesar de su importancia, la calma, la quietud, escasea en el modo de vivir que impera hoy en nuestra sociedad. Resulta casi sacrílego hablar de calma en el mundo de la velocidad, de la fugacidad, de la precariedad, de lo provisorio, de impaciencia, de la ansiedad, de lo urgente, de la novedad espasmódica, de lo utilitario que pretende sacar provecho de todo y que hasta se propone la soberbia de dominar al tiempo.

LA CARRERA SIN FIN

Vivimos una época taquicárdica, de pulsaciones al máximo. Todo es perentorio. El bullicio mata al silencio, se confunde tranquilidad con aburrimiento y corremos hacia adelante, cada vez más veloces, cada vez de manera más infructuosa, procurando escapar de la finitud de nuestra vida, en lugar de detenernos a buscar y explorar su sentido. Queremos todo y lo queremos ya, aunque no sepamos qué ni para qué. Y aquello que alcanzamos deja de importarnos de inmediato porque un nuevo deseo se impone. Corremos, corremos, y sin nos preguntan hacia dónde no lo sabemos bien, pero urge llegar, aunque no se tenga una dirección ni un motivo. El lema es “todos corren y yo también”.

Es difícil conocer al otro de esa manera. Y es difícil conocerse a uno mismo. No hay momento de calma, de contemplación, de reflexión que lo permita. El extraordinario cantante y poeta canadiense Leonard Cohen (1934-2016) pregonaba lo que consideraba un arte perdido. El arte de estar quieto. Después de una intensa y variada vida mundana, a los 61 años se internó en un monasterio zen, en Los Ángeles, y allí permaneció hasta el final. Vivía en silencio, compartía algunas de las tareas cotidianas del monasterio (cocinar, lavar, cortar el pasto, etcétera) y dedicaba buena parte del día simplemente a caminar lentamente, o sentarse y meditar, contemplar el fluir del tiempo integrándose en él. Según le comentó al periodista Pico Iyer, cuando este lo visitó, el arte de estar quieto consiste sencillamente en despejar la mente y acallar las emociones. Iyer compartió con Cohen varios días y allí nació la idea de su libro “El arte de la quietud”, en el que refleja de qué manera cambió su propia vida cuando se alejó de la azarosa existencia que lo había convertido en corresponsal de guerra, entrevistador compulsivo y tecleador adictivo que firmaba importantes columnas en medios influyentes de todo el mundo, desde la revista “Time” en más.

En su libro Iyer reflexiona: “Ahora que las máquinas empiezan a parecer parte de nuestro sistema nervioso, mientras aumentan su velocidad varias veces al año, hemos perdido nuestros domingos, nuestros fines de semana, nuestros días y momentos sagrados”. Mientras descendía del monte en donde está el monasterio en el que se encontró con Cohen, el periodista y escritor descubrió otra cosa que, en la velocidad de lo cotidiano, se le había pasado: “No hace muchos años lo que nos parecía un lujo insuperable era el acceso a la información y al movimiento; hoy día a menudo lo que nos parece una auténtica recompensa es vernos libres de esa información, la libertad de estar quietos”.

La investigación para su libro lo llevó a Iyer a advertir que, a pesar de que la creación del mundo le llevó a Dios seis días, el libro más largo del Antiguo Testamento es el que está dedicado al día del reposo. Quizás porque, como él mismo reflexiona, el arte de la quietud no consiste en darle la espalda al mundo y olvidarse del mismo, sino en alejarse hasta una distancia conveniente como para que podamos contemplarlo con mayor claridad, comprenderlo y amarlo. La calma, vista desde perspectiva, semeja la distancia que necesitamos para apreciar la belleza de una obra de arte. Si pegamos la nariz a un cuadro, así sea este de Picasso o de Botticelli, no lo veremos, se nos escapará el conjunto, la perspectiva. Es a cierta distancia, que ajustaremos en la medida en que nos ubiquemos frente a ella con conciencia, que la obra se nos presentará en su verdadera dimensión y significado. Es lo que la calma nos permite respecto de la vida. Con el hocico pegado a una actividad frenética, esposados a nuestros artefactos electrónicos, sumergidos tiempo completo en las redes sociales, aplicándonos dosis excesivas y tóxicas de adrenalina por la adrenalina misma, empachados de deseos fugaces y caprichosos, se nos escapa la belleza del mundo y hasta la posibilidad de saber quiénes somos.

EL TIEMPO Y LA CALMA

Todo esto ya lo sabía hace tiempo el francés Charles Perrault (1628-1703), autor de “La Cenicienta”, “Piel de asno”, “Barba Azul” y “La bella durmiente”, entre otros clásicos inmortales. Perrault escribió: “Cosa por demás sabida es que el esperar no agrada, pero el que más se apresura no es el que más trecho avanza, que para hacer ciertas cosas se requiere tiempo y calma.” Tiempo y calma, nada menos. Dos bienes intangibles y escasos hoy y aquí. Para la calma se necesita tiempo. Y el tiempo que no se usa para una carrera enloquecida hacia ninguna parte, suele proporcionarle a quien lo honra la recompensa de proporcionarle calma. Es decir, una caricia en el alma.

“Corremos, corremos, y si nos preguntan hacia dónde no lo sabemos bien, pero urge llegar”

“La calma habita entre dos palabras mientras hablamos, y gracias a eso nos entendemos”

 

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