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El adiós al gran periodista que no necesitaba de las palabras

Por MARIANO PÉREZ DE EULATE

Mariano Pérez de Eulate

Mariano Pérez de Eulate
mpeulate@eldia.com

3 de Octubre de 2018 | 01:49
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Recorrer la interminable distancia entre la entrada de la antigua redacción de Clarín y su escritorio, al lado de la ventana de la calle Piedras, le servía para ir saludando con un gesto de su cabeza canosa a los integrantes de todas las secciones del diario, que lo veneraban como a un maestro sabio. Manos en la espalda, cuerpo ligeramente encorvado, anteojos redonditos, saco azul, pantalón gris y corbata al tono eran el sello característico del gran periodista Hermenegildo Sábat, fallecido ayer a los 85 años mientras dormía. En paz.

“Menchi” había concurrido a trabajar como todos los días, un poco después del mediodía. Se retiraba a la tardecita, una vez que entregaba su dibujo. Editoriales sin palabras, filosas, certeras.

Muchos cometen el error de definirlo como “caricaturista”. Está claro que era mucho más que eso. Era un artista excepcional y sensible, retratista de la vida política y económica de la Argentina, premiado internacionalmente como un exponente del periodismo valiente y honesto.

Dos de esos tantos galardones dimensionan su figura. El María Moors Cabot, de la Universidad de Columbia, fue un reconocimiento por sus dibujos durante la dictadura militar; y el de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que dirigía alguien que dijo que lo admiraba: el Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez.

Sábat había nacido en Montevideo en 1933. En Buenos Aires se instaló en el 66, dejando atrás un cargo alto en el diario El País de Uruguay. Colaboró en publicaciones antológicas como Primera Plana, Crisis y La Opinión. En 1973 llegó a Clarín.

Además de la plástica, amaba la fotografía. Era buenísimo en eso también. Y, claro, el cine y la música. Le gustaba mucho el tango pero, sobre todo, era una eminencia en lo respectivo al jazz. De hecho, era clarinetista. Hace algunos años por fin tuvo una oficina propia en la redacción. Ese cuartito, también con una ventana para trabajar con la luz del día, era como un collage. Lo recuerdo lleno de dibujos y fotos de celebridades locales e internacionales del jazz; también de familiares, de amigos y de recortes de títulos curiosos aparecidos en revistas y diarios.

Pero sobre todas las cosas, Sábat era un gran tipo. Una persona cálida, un poco tímida, callada, que al principio parecía gruñón. No lo era. Cuando le caías bien, te transmitía afecto y cariño desde una humildad que sorprendía si uno tomaba en cuenta la envergadura del personaje.

Las vueltas de la vida laboral me llevaron a trabajar casi pegado a él. Compartiendo escritorio, se diría. Lo vi dibujar el poder durante años, con lápices, plumines, acuarelas. Lo vi cuando le agarraba la modorrita de media tarde, antes que le asignaran el tema del día. Como otros compañeros a los que apreció, hoy atesoro un puñado de caricaturas de mí mismo que llevan su firma.

También conversamos de muchas cosas. Supe del orgullo por sus hijos y alguna vez me definió a Alfredo, que es dibujante de La Nación, como un artista incluso superior a él. Era un grande en todo sentido.

Guardo consejos suyos. Indefectiblemente, Menchi me recibía todos los días con una sonrisa y una pregunta: “¿Cómo anda lo mejor que tenemos?”. No se refería a mis notas, no aludía a mi trabajo. Era su forma de preguntarme por mi familia, por mis hijos, que entonces eran bebés, y por mi esposa. Porque eso, en definitiva, para él era lo más importante. Lo que nosotros encontramos en casa después de dejar la redacción a altas horas de la noche.

 

 

 

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