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Séptimo Día |FACUNDO MANES

Decir presente, hacer futuro

“El sentido de una Nación” es el primer capítulo del nuevo libro del prestigioso neurocientífico que EL DIA publica en calidad de anticipo exclusivo. La revolución del conocimiento como motor del proyecto argentino

Decir presente, hacer futuro

Facundo Manes

11 de Agosto de 2019 | 08:14
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Lo sabemos: la memoria es clave para el sentido de uno mismo y del mundo. También para manejar las exigencias cotidianas de cada día. Aprender, por ejemplo, es poner en funcionamiento un proceso de adquisición de información nueva y la memoria es la que hace posible la persistencia de esa información para que pueda ser recuperada más tarde. Por eso, cuando se dice que el ser humano es el único que tropieza dos veces con la misma piedra, de lo que se está hablando, más que de la torpeza de las piernas, es de la vulnerabilidad de la memoria para lograr el conveniente aprendizaje.

Al referirnos al tema de la memoria, podemos abordarlo de manera literal (neurocientífica, psicológica, biológica, etc.), pero también en una acepción metafórica. Con la palabra “memoria” también solemos llamar a artefactos tecnológicos, genéricos, jurídicos, etc., con capacidad de registro sobre el pasado: “Memoria y balance”, en términos contables; “Mis memorias”, como género literario; “Memoria externa”, en informática; “¡Memoria, verdad, justicia!”, como exigencia y lema político y social. Sin ir más lejos, la invención de la escritura tuvo como una de sus intenciones fundamentales la fijación de la palabra en un soporte externo para que perviviera de manera inmutable a lo largo del tiempo. Aunque con una valoración negativa, la escritura para el rey Tamo en el Fedro de Platón se comportaba como un auxiliar externo del espíritu al que se le confiaba la reproducción del recuerdo en caracteres materiales.

Los argentinos solemos tener una relación compleja con nuestro pasado. Una de las marcas más exageradas de esa relación está tratada en la famosa novela Santa Evita de Tomás Eloy Martínez, con el derrotero del cadáver de Eva Perón. Sabemos que ese hecho se volvió determinante para las pujas políticas que convulsionaron durante varias décadas a nuestro país, y quizá por eso mismo también fue cifra de innumerables discursos, ensayos, documentales de cine y televisión. De modo extraordinario, a su vez, a partir de la muerte de Evita, se ha escrito vasta literatura, tanto que sería posible componer una riquísima antología de los grandes escritores argentinos del siglo XX cuyo nudo del relato fuese ese y solamente ese. La relación con nuestros muertos, entonces, se constituye como una manera de discusión permanente con el pasado. Obviamente que, en esta conversación inquietante, el lenguaje cumple un rol primigenio (para que exista diálogo se necesitan al menos dos partes pero también se necesita discurso).

Un importante teórico del nacionalismo, Benedict Anderson, propuso hace varias décadas una definición muy interesante de nación: “Una comunidad políticamente imaginada como inherentemente limitada y soberana”. ¿Por qué la llama “comunidad imaginada”? Porque aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de la comunión.

Uno de los factores primordiales para la consolidación de esa comunidad imaginada es la lengua. De alguna manera, es a través de ella que se logra el apego a los frutos de esa imaginación. La lengua nos liga con un pasado sin horizonte. En palabras del mismo Anderson, “nada nos une afectivamente con los muertos más que la lengua”. Discutimos más por el pasado que por el futuro. Es por eso que esa relación permanentemente incómoda aparece en nosotros en un recurrente conflicto, más que por las cosas, por el nombre de las cosas. Es así que una de las acciones más recurrentes en nuestro país, que se manifiesta sobre todo en los albores de los ciclos políticos (sean de administraciones nacionales, provinciales o municipales, pero también de pequeñas instituciones, clubes, sociedades de fomento), tiene que ver con la épica de la denominación (puede ser también por cambiar los colores). Recordemos sin ir más lejos la puja por el nombre del Centro Cultural “Néstor Kirchner” o los batallones de operarios pintando los laterales de las autopistas para cambiar el color cuando cambió el signo partidario en cualquier municipio o cualquier provincia. En esas disputas que parecerían a simple vista estar en conflicto porciones del presente y del futuro, lo que más bien está en juego es la redacción de la historia, es decir, el dibujo del camino que nos trajo andando hasta acá aunque no importe bien adónde nos lleva.

Otra expresión fehaciente de la memoria colectiva son los monumentos, porque también hablan de nosotros. En este último caso, se trata por supuesto de elementos físicos que se erigen como símbolos pero no solo en la figura que representan en sí, sino en las autoridades que lo mandaron a hacer y emplazar (¿por qué él y no otro?, ¿merecía esta persona una monumentalización?, ¿por qué lo pusieron ahí?, etc.); en el contexto que cambia (¿lo sacamos?, ¿si lo sacamos no estamos faltando el respeto a nuestros antepasados que decidieron ponerlo ahí?, ¿qué hacemos con ese objeto del pasado una vez que lo saquemos?); y, por último, la problemática por la conservación pública del monumento y el cuidado que hacemos los ciudadanos de él (sus mutilaciones, sus hurtos, sus intervenciones, la indiferencia). El de Cristóbal Colón y el de Juana Azurduy son también ejemplos próximos de estas circunstancias a las que nos referimos.

Como hemos visto, el culto a los muertos, los nombres y los monumentos son elementos a través de los cuales interpelamos de manera más o menos conflictiva a nuestro pasado y ejercemos la memoria. No son los únicos casos, claro. Podríamos explayarnos también sobre los actos escolares en los días festivos, sobre los museos históricos desplegados a lo largo y a lo ancho de nuestros país, sobre las canciones patrias, sobre las tradiciones populares como los cantos de fogón o de la cancha de fútbol, entre otros más, pero creemos que estos sirven como botones de muestra de nuestra memoria colectiva.

LOS ECOS DE NUESTRA HISTORIA

En las series animadas que veíamos en nuestra infancia, era bastante común que representaran a la memoria como un arcón en la cabeza de los personajes en el cual se guardaban los recuerdos. Así, cuando algunos de estos eran requeridos, se recuperaban intactos, se los usaban y de la misma manera se los volvían a guardar. Aunque resulte sorprendente, nada de eso puede estar más alejado de cómo funciona la memoria humana y, por ende, de sus comunidades.

Uno de los campos más fascinantes dentro de los estudios neurocientíficos es, justamente, la memoria. ¿Qué es lo que recordamos exactamente? ¿El hecho tal cual sucedió? ¿Nuestra percepción del hecho? ¿El último recuerdo sobre el mismo hecho, es decir, recordamos nuestra propia memoria? ¿Cuánto influyen los demás en ese recuerdo? ¿Recordamos de la misma manera a lo largo de toda nuestra vida? A diferencia de lo que muchas veces se piensa, la memoria no es un fiel reflejo de aquello que pasó sino más bien un acto creativo, uno de los más creativos en el funcionamiento de nuestras mentes. Cada recuerdo se reconstruye de nuevo cada vez que se lo evoca. Aquello que recordamos una imagen de un paisaje, una frase de nuestro abuelo, un aroma de nuestra infancia está influido por el contexto de almacenamiento y recuperación que la rodea. La relación entre la memoria y el hecho o elemento que se recuerda es sumamente compleja y apasionante.

Existe un tipo de memoria, la autobiográfica, que define a la colección de los recuerdos de nuestra historia. Esta nos permite codificar, almacenar y recuperar eventos experimentados de forma personal, con el distintivo de que, cuando opera, tenemos la sensación de estar reviviendo el momento. Ese componente personal le da una particularidad esencial a la memoria autobiográfica: está definida por lo episódico, es decir, podemos asignarle un tiempo y un espacio a cada una de nuestras memorias, pero también suele involucrar la evocación de información semántica sobre el lugar o hecho que se evoca (por ejemplo, para recordar cuándo fue la última vez que uno fue a comer a un restaurante chino, tiene que recordar primero lo que es un restau-rante chino). Cuando recordamos este tipo de eventos, no solo recordamos dónde fue y con quién estábamos, sino también los sentimientos y las sensaciones vividas. Esto tiene sentido porque las estructuras cerebrales que están involucradas en la memoria autobiográfica alimentan a su vez circuitos neurales ligados con las emociones. Los hechos autobiográficos con fuerte carga emocional se recuerdan más detalladamente que los hechos rutinarios con baja implicancia emocional. ¿Acaso no conservamos recuerdos muy precisos del día que nació nuestro hijo o nuestra hija? ¿O del instante que tuvimos una noticia muy desgraciada o un evento muy dichoso?

Del mismo modo y teniendo en cuenta este mismo proceso, podemos preguntarnos si existen las memorias colectivas. ¿Es posible que varias personas tengan recuerdos diferentes sobre el mismo hecho, pero que después de conversar sobre eso, se neutralicen las memorias individuales y alcancen una memoria común? ¿No es esto lo que sucede cuando los medios de comunicación nos recuerdan incidentes ocurridos hace algunas semanas o meses, pero agregan su interpretación y alteran para siempre nuestro recuerdo? ¿No es así cuando se expande un rumor entre vecinos? ¿No es de esta manera cuando todos recordamos lo mismo?

Investigadores de las ciencias sociales consideran que las memorias colectivas son símbolos públicos mantenidos por la sociedad. Algunos filósofos han discutido esto al notar que toda cognición y toda acción surge de la interacción entre uno y el mundo. Por lo tanto, consideran arbitrario trazar un límite tan claro entre la psicología, que estudiaría lo que ocurre en la cabeza de cada uno, y otras disciplinas (como la sociología), que estudiarían lo que ocurre en el mundo.

La interacción social, como dijimos, puede alterar nuestros recuerdos. El concepto de “contagio” hace referencia a la difusión de un recuerdo, sin importar si es verdadero o falso, de una persona a otra a través de la relación con el otro. Un equipo de investigación de la Universidad de Sussex dedicó un estudio a aproximarse a la manera en que una persona puede intervenir

en la memoria de otra. Para ello, a algunos se les indicó realizar una tarea de manera individual y a otros en pareja. A cada uno de los miembros de las parejas se les dio una imagen similar pero con pequeñas diferencias entre sí (los participantes creían que eran la misma). Luego de estudiar las imágenes por separado, tenían que recordarla entre los dos e individualmente decir qué recordaban. Como resultado, los investigadores encontraron que el falso reconocimiento de ítems fue mayor en aquellos que trabajaron en parejas que en aquellos que lo hicieron individualmente. De esta manera, se evidencia la forma en que el otro puede influir a la hora de facilitar la formación de la memoria colectiva. Una fórmula tautológica, entonces, sería decir que recordamos más lo que recordamos más. Pongamos el ejemplo cualquiera de la memoria sobre los presidentes argentinos. Si tenemos que hacer una lista, ¿de cuáles nos acordamos? ¿Por qué algunos son más comúnmente olvidados que otros? Veamos por qué. Investigadores de la Universidad de Washington analizaron los resultados de un test en el cual se les pedía a 415 estudiantes universitarios que recordaran la mayor cantidad de presidentes estadounidenses posible en orden correcto. Este test se realizó en 1974, en 1991 y en 2009. La tendencia fue que recordaron a los primeros junto con los últimos ocho o nueve y algunos pocos en el medio que habían gobernado durante momentos importantes de la historia. El mismo patrón no solo lo aplicamos para las listas de palabras o para presidentes sino también para eventos históricos, programas televisivos o memorias personales. Esto sucede porque el cerebro evolucionó de forma tal que las habilidades y los conocimientos más útiles están más accesibles en la memoria (como ocurre en un motor de búsqueda de la computadora). Cuanto menos se utiliza un concepto, menos accesible a la memoria estará. La pregunta que debemos hacernos inmediatamente es, ¿quién determina la importancia de un hecho? Es por eso que debemos una vez más considerar el rol clave de la educación y los medios de comunicación a la hora de actualizar esas memorias necesarias en nuestra mente. La sociedad debe evidenciar, debatir y poner en cuestión de manera permanente cuáles son los usos y disposiciones de esas memorias.

Más que un arcón donde se guardan las historias de lo que nos pasó, la memoria humana parece ser un atril que nos permite garabatear, sobre los trazos del pasado, aquello que imaginamos.

QUE TODOS SEPAN MI SUFRIR

Y si a mi pueblito volver yo pudiera a mi viejo pueblo al que no he regresado si pudiera volver al poblado que siempre me llama, que siempre me espera, si a mi pueblo volver yo pudiera no lo haría ni mamado.

Les Luthiers

La mayoría de las personas que visitan nuestro país tienen entre sus planes tomar contacto, de forma más o menos profunda, con nuestro tango y/o folclore. Y es cierto que si alguien formara parte de la minoría de los que no tienen esas intenciones, lo más probable es que por algún rincón de sus recorridas criollas se topen de improviso y de manera inevitable con algo de eso.

A todas luces, el tango es uno de los fenómenos culturales que más emparentado está con el modelo del argentino en el que tanto los otros como nosotros mismos nos vemos representados. En ese género artístico que atraviesa diversas disciplinas, pero sobre todo la danza, la música y la poesía, sobresalen ciertos rasgos distintivos que lo hacen un tipo de expresión fácilmente reconocible. Uno de ellos es la pena por el tiempo perdido. La nostalgia y la melancolía operan sobre el presente hacia un pasado ideal fatalmente acabado e imposiblemente anhelado. Pensemos algunos aspectos más de nuestra relación compleja con el pasado que ya anticipamos en las páginas anteriores. ¿Por qué el pasado muchas veces parece más valioso que el presente? Porque tendemos a pensar de manera mucho más abstracta el pasado remoto que el presente. En la cotidianeidad hay detalles que nos producen cierta sobrecarga y tedio (pagar los impuestos, viajar de un lado al otro, parar en los semáforos, cepillarnos los dientes), y se esfuman del recuerdo, se desvanecen de la memoria justamente por su insignificancia. ¿Qué queda? Los trascendentes momentos pasados. Por otro lado, en esa mirada en perspectiva, también desaparece el estrés de la incertidumbre general del presente, ya que vemos el partido con el diario del lunes. Y algo muy importante sabemos de ese hecho del pasado: que, haya pasado lo que haya pasado, no nos morimos. En cambio, el hoy nos presenta la amenaza de lo desconocido. Es por eso que la emoción que produce un evento y su relación con el tiempo son elementos fundamentales de cierta idealización de ese pasado.

Lo que dice sobre la nostalgia el Diccionario de la Real Academia Española es que se trata de “una tristeza melancólica originada por el recuerdo de una pérdida” y, como otra acepción más circunscripta, una “pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos”. Quizás sea por eso mismo que cierta propensión melancólica de nuestras artes es atribuida a la composición inmigratoria y a la idealización del pasado, de aquello que fue dejado. Pero si fuese inicialmente así, ¿no lo debería ser también de los Estados Unidos y Australia, por ejemplo?

Lo notable de esta nostalgia es que en el tango (y en nosotros mismos) se elabora con un mérito ambiguo: por un lado, con un culto exagerado del pasado perdido que nos distingue, nos vuelve sentimentales, seres profundos; y por el otro, como un pueblo anclado en triunfos pretéritos, que no puede echarse a andar. En un sentido o en el otro, un ser quejoso, como se dice del bandoneón.

Uno de los tópicos que recorre el tango es el del amor que se esfumó, que solo persiste como figura fantasmagórica. Pero a partir de eso, la acción que propone el canto no es la de la búsqueda sino la del lamento que no puede tener sosiego.

Si un extraterrestre bajara en este momento por algunos minutos, y debiéramos explicarle esta cosa de nuestro ser melancólico, podríamos hacerle escuchar el famosísimo tango “Nostalgias” de Enrique Cadícamo. Ahí, el poeta confiesa que quiere emborracharse para olvidar un loco amor que más que amor es un sufrir; pero, lejos de eso, termina levantando la copa, ya no para forzar la desmemoria sino para celebrarla, y así brindar por los fracasos de ese y todos los amores del mundo. No sería improbable que el extraterrestre nos preguntara, luego de escucharlo: “¿en qué quedamos?” Así parece que somos.

¿Es posible la vuelta del amor? No, pero como un espejismo, ese ansia de recupero es lo que motoriza el propio arte y como contradicción, la felicidad generaría la extinción del poema triste y del poeta romántico y atormentado. La vuelta es imposible, o, más bien, siniestra, como lo narra “Volvió una noche”, en el que el poeta esgrime a los cuatro vientos que las horas que pasan ya no vuelven más y solo queda un fantasma del viejo pasado que ya no puede resucitar. Así como en el tango es el amor, un tópico del folclore es la melancolía por la tierra dejada:

Nostalgiosa llevo el alma, por las calles de la ciudad: gusto a polvo, mi silbido largo suspirando zambas se me va. El recuerdo de mi tierra, por la sombra me subirá y mis ojos por el cielo lejos, con las golondrinas volverán.

Jaime Dávalos

Lo dice en forma de canción Jaime Dávalos. Esta realidad se manifiesta por la necesidad del que sale de su tierra en busca de mejores condiciones de vida, y extraña intensamente el lugar en donde nació y se crió (por lo general, el trayecto es del campo a la ciudad: “Busco al fondo de la calle un cerro, pero encuentro el cielo y nada más”, un ejemplo de la misma canción).

¿Somos los argentinos melancólicos y nostalgiosos? Puede ser. ¿Queremos serlo? También puede ser. Pero cualquier discusión sobre nosotros mismos no debe mover un ápice las cualidades de expresiones artísticas tan extendidas como el tango y el folclore. Porque podemos poner en cuestión, tal como Borges discutió la relación refleja entre el Martín Fierro y los gauchos, la pretendida simbiosis que existiría entre estas artes y los argentinos. En tal caso, seamos como queramos ser.

COSTUMBRES ARGENTINAS

Cuando leemos libros de historia de la Argentina, muchas veces nos preguntamos cómo los argentinos pudimos haber tomado una decisión que seguramente, si hubiese sido abordada de manera individual, habría resultado diferente. Para no considerarnos dotados de excepcionalidades distintas a las humanas, debemos recordar que somos una especie que desarrolló una capacidad extraordinaria para vivir en grandes grupos comunitarios. Esta vida en sociedad tuvo implicancias en nuestra conducta, y, por lo tanto, la toma de decisiones muchas veces no puede ser realizada –ni analizada– de manera particular, sino colectivamente. Por ejemplo, solemos buscar el reconocimiento social, que actúa como recompensa ante determinadas acciones que tienen un valor en la comunidad. El valor del reconocimiento social es tan alto que en ciertas ocasiones puede llegar a influir en la conducta de una persona en mayor medida que un incentivo monetario. Así las personas tienen un estímulo para tomar decisiones que estén alineadas con los intereses del grupo.

Asimismo, la toma de decisiones depende de nuestras preferencias, creencias y recursos, que se forman a partir de las relaciones sociales. El conjunto de las relaciones sociales del que formamos parte (la red social) es la principal fuente de información acerca de qué conductas son adecuadas y qué actitudes debemos tener respecto a determinados asuntos. Dentro de una red social los individuos pueden aprender conductas nuevas o pueden recibir refuerzos para las conductas que ya poseen, que transforman a esta en una pieza fundamental del orden social. De hecho, es más probable que una persona adopte una conducta nueva o genere un cambio si alguien cercano o importante lo hace (de ahí, en realidad, el neologismo de “influencer”).

Muchas de nuestras actitudes, que juegan un rol esencial en el momento de tomar una decisión, surgen de las relaciones entre personas. La forma en la que vemos el mundo y lo pensamos parte de la comprensión que tiene nuestra comunidad sobre él. Como vimos, conceptos, relaciones, categorías, estereotipos y todo aquello que compone nuestra forma de entender el mundo conforman modelos mentales. Cuando los compartimos se fortalecen la cohesión y la cooperación dentro del grupo, y esto facilita el entendimiento al momento de resolver problemas colectivos.

Dentro de un grupo también surge una serie de creencias compartidas sobre lo que es esperable y lo que no (también conocidas como normas sociales), las que determinan en gran medida la toma de decisiones de sus individuos. Seguir normas está en nuestra naturaleza, venimos al mundo con un mecanismo que nos permite observar las interacciones de los que nos rodean e imitarlas, algunas veces de forma consciente y otras veces de forma no consciente. De hecho, el proceso de establecimiento de las normas sociales sucede en la mayoría de los casos de forma implícita, sin que haya alguien eligiendo deliberadamente su aplicación. De esta manera, las normas sociales afectan nuestra toma de decisiones la mayoría de las veces de forma no consciente, a veces para bien y otras para mal. Así, por ejemplo, un estudio en Francia mostró que los adolescentes que pensaban que sus pares tomaban más alcohol que el que realmente tomaban, tendían a presentar mayores ingestas de alcohol ellos mismos. También venimos programados para observar a los demás y castigar su conducta cuando se desvía de la norma (por un lado, la ruptura de una norma genera fuertes emociones en nosotros y, por otro lado, al castigar la violación de una norma en nuestro cerebro se activan circuitos de recompensa). Las identidades sociales que desarrollamos, las redes sociales y las normas sociales que rigen en nuestro entorno tienen una gran incidencia en el proceso de toma de decisiones. Preguntarnos sobre nuestras motivaciones y actitudes como comunidad es clave para consolidarlas en el caso de que así lo decidamos y, caso contrario, transformarlas colectivamente.

LA INTELIGENCIA COLECTIVA

Muchas veces se generan discusiones alrededor del interrogante de si la suma de grandes inteligencias individuales lleva necesariamente a un resultado colectivo satisfactorio. En esferas tan distantes como la práctica deportiva, la labor artística o el desarrollo comercial, surge la pregunta: ¿cómo puede ser que este equipo de estrellas no haya rendido tan bien como se esperaba? ¿Y cómo este, más austero, logró, por el contrario, maravillar con su rendimiento?

Aunque desde siempre se ha intentado medir la inteligencia humana, pocas áreas de la ciencia han sido más controversiales. Las definiciones de inteligencia son diversas y van desde la flexibilidad conductual o cognitiva para generar situaciones novedosas y la capacidad de resolver problemas hasta la de una eficaz adaptación con el medio. Algunos investigadores enfatizan la capacidad para el pensamiento abstracto; otros, la habilidad para adquirir vocabulario nuevo o conocimientos originales; otros, la capacidad de adaptarse a situaciones inesperadas.

La gente varía en cosas como inteligencia emocional, habilidades particulares, experiencia, que son diferentes de la inteligencia general, pero también importantes. Además, el humor, la sensibilidad, la ironía y la creatividad son rasgos de inteligencia que quedan fuera tanto de los tests clásicos como de ciertos patrones que ostentan instituciones demasiado rígidas. Por eso, las definiciones –y las pruebas– sobre la inteligencia siempre quedan sesgadas a la hora de relacionarlas con las acciones y decisiones de la vida real. Si entendemos la inteligencia como el conjunto de recursos con los que cuenta un individuo para adaptarse al medio, una persona puede ser tremendamente inteligente sin la necesidad de contar con un bagaje demasiado grande de conocimientos adquiridos a través de la educación formal o el entrenamiento. Esta última afirmación se relaciona particularmente con el término de “inteligencia fluida”, que se define como la capacidad de resolver problemas nuevos descubriendo las relaciones que existen entre las cosas e independientemente del conocimiento adquirido a lo largo de la vida.

Cuando se trata de inteligencia, la totalidad puede ser mayor que la suma de sus partes. Un estudio del prestigioso Massachusetts Institute of Technology (MIT) exploró la existencia de una inteligencia colectiva entre grupos de personas que colaboran bien entre sí, y demostró que la inteligencia del conjunto se extiende más allá de la lograda a través de la suma de las capacidades cognitivas de los miembros de los grupos de forma individual. Estos investigadores mostraron que hay una eficacia general que predice el rendimiento de un grupo en muchas situaciones diferentes. Grupos con un excelente rendimiento en una tarea presentaban también un excelente rendimiento en tareas diferentes. En otras palabras, grupos que fueron exitosos en un desafío serán exitosos en resolver otros desafíos distintos.

Claro que la inteligencia colectiva como idea y como práctica ha existido desde siempre. Familias, tribus, ejércitos y empresas se conformaron para actuar colectivamente de manera inteligente (lo cierto es que no siempre fue logrado). También, la propia escritura y su instituciona-lización en universidades y bibliotecas (desde la famo-sa de Alejandría hasta las populares de la actualidad) tuvieron la intención de fijar y hacer circular el conocimiento que la sociedad había producido previamente para el aprovechamiento colectivo. Pero en las últimas décadas una nueva dinámica de ejercicio de inteligencia colectiva se ha consolidado: millones de personas conectadas por Internet desarrollan e intercambian información a través de una red multidireccional, interactiva y universal. Las muestras más notables están dadas por los motores de búsqueda como Google, que organizan y ponen a disposición creaciones de las formas y los orígenes más disímiles para el uso general. Otra manera de ilustrar este proceso que conforma la inteligencia colectiva está en la evolución de la idea de enciclopedia, desde la monumental obra llevada adelante por Diderot y otros escritores en plena ilustración del siglo XVIII hasta la contemporánea Wikipedia, donde miles de personas en todo el mundo contribuyen a la elaboración de ese complejo sistema de referencia.

Las interacciones sociales que devienen de los procesos que contribuyen a la inteligencia colectiva de un grupo albergan un efecto positivo sobre nuestro bienestar, en múltiples aspectos. Pero sin dudas una de las mayores representaciones de las construcciones colectivas modernas son los Estados nacionales y sus correspondientes alianzas regionales. Las sociedades organizadas que buscan satisfacer las necesidades básicas de sus ciudadanos y desarrollarse a partir de la historia heredada y, sobre todo, de lo que forjan desde su presente constituyen el rasgo más cabal de inteligencia colectiva que pueden mostrar los seres humanos como especie. Se trata de que cada uno –el afinador, el intérprete, el compositor, el asistente y el director– ponga lo mejor de sí para hacer sonar cada vez mejor a esta verdadera orquesta llamada “nación”.

 

Facundo Manes
Nació en Quilmes y vivió su infancia y su adolescencia en Arroyo Dulce y en Salto. Estudió en la escuela San Martín. Luego viajó a la ciudad de Buenos Aires para estudiar Medicina en la universidad pública. Finalizó su residencia en neurología y emprendió su formación en el exterior con un firme compromiso de volver a la Argentina para desarrollar recursos locales en neurociencias cognitivas, neurología cognitiva y neuropsiquiatría. Vivió, estudió y trabajó en Estados Unidos, donde recibió el Premio al Joven Investigador otorgado por la American Neuropsychiatric Association y en Inglaterra, donde se doctoró en Ciencias en la Universidad de Cambridge. A su regreso a la Argentina creó INECO (Instituto de Neurología Cognitiva) y el Instituto de Neurociencias de la Fundación Favaloro. Es profesor en la Universidad Favaloro (Argentina), University of California San Francisco, Medical University of South Carolina (Estados Unidos) y Macquarie University (Australia). Es consultor del Cognition and Brain Sciences Unit.

 

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