Recuerdos de un arquero único
Edición Impresa | 21 de Marzo de 2020 | 01:39

Por MARCELO ORTALE
Nunca se pudo ver a un arquero que entre una nube de jugadores propios o adversarios, saliera a detener un centro o un córner con una sola mano y que no lo hacía por sobrador “sino porque con una sola mano puedo llegar más arriba”, según lo explicó alguna vez. Y las tribunas, aún las visitantes, rubricaban con un “oh” de admiración aquella jugada casi mágica y tantas otras de Amadeo Carrizo, jamás vistas en ningún arquero.
Es mucha la gente que dice que Amadeo inventó el puesto de arquero. Es erróneo porque antes que él, desde Américo Tesorieri, hubo varios grandes. Pero lo que sí hizo Carrizo fue inventar la modernidad del arquero. En las últimas décadas se reformó varias veces el reglamento del fútbol, cambiaron radicalmente las estrategias del juego, pero Carrizo con aquel estilo innovador hoy podría jugar en el arco de los mejores equipos del mundo. Y sería figura.
Sentía al fútbol en las manos, en los pies, en el cerebro. Tenía una capacidad técnica asombrosa: en las salidas del arco con la pelota, la enviaba adónde él quería. Una vez dijo su compañero de muchos años, Angel Labruna, que “Amadeo me colocaba la pelota desde 50 metros en la tetilla izquierda… porque yo jugaba sobre la izquierda y de esa manera uno dejaba resbalar a la pelota sobre el pecho y enfilar hacia el arco… Si estabas sobre la derecha, te mandaba la pelota a la tetilla derecha… Un monstruo”.
Con La Plata tuvo una suerte de romance eterno. Las hinchadas de Gimnasia y de Estudiantes lo respetaron, inclusive después del Mundial de Suecia, cuando fue vituperado por la eliminación de la selección argentina. Una selección veterana, de grandes jugadores, pero superados por estilos que se habían modernizado. Dos años después, Amadeo quedó invicto en la Copa Roca, jugada contra rivales como Brasil, Inglaterra y Portugal. Su actuación fue deslumbrante y hasta le atajó un penal a Pelé.
Jugó en las canchas del Bosque partidos inolvidables. El Tanque Rojas, temible 9 del Lobo 62 dijo que “cuando un delantero del equipo contrario entraba a su área… lo que hacía Amadeo era mirarlo a los ojos… Sí, a los ojos… Cuando el delantero bajaba la vista para patear, Amadeo aprovechaba ese instante, se te abalanzaba a los pies y siempre la rebotaba o él se quedaba con la pelota. A mí ese achique me lo hizo varias veces”.
Cuando le entregaban la casaca del arquero –siempre de colores deslumbrantes- lo primero que hacía era dársela a la mujer para que la destiñera con lavandina…” Así mi casaca tiene color tribuna… y los delanteros no me ven dónde estoy…”. Cada vez que se ve hoy a muchos arqueros vestidos de rojo o amarillo subido… el recuerdo de Amadeo resurge.
Nunca se vio alguien así, tan completo, tan consistente, en el arco. Tanto es así que, muchos años después de que él se había retirado y cualquier arquero hacía una gran atajada, la tribuna rompía en este canto: “Amadeo, Amadeo…!” Su nombre legendario se había convertido en sinónimo de arquero. Y a todo eso, Amadeo Carrizo le sumó su bonhomía, su carácter mesurado, su buena educación en la cancha y fuera de ella, su humildad a todo trance. Fue un grande, de los que no se van nunca.
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