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Cuarenta páginas para describir un plato caribeño. Ravioles y de postre queso y dulce: la comida predilecta de Borges y de Sábato. Influencia del pimiento americano en tres continentes. El chocolate del almirante Brown
El novelista cubano José Lezama Lima / web
MARCELO ORTALE
Por MARCELO ORTALE
La historia de la relación entre literatura y comida es suculenta, con prosas detenidas como las del novelista cubano José Lezama Lima que en “Paradiso” consumió cuarenta páginas para describir un plato caribeño o con síntesis casi chinas y premonitorias como la de Julio Cortázar, cuando dijo que los “bombones de cucarachas” eran su comida preferida.
El mismo Cortázar contó cómo conoció a Lezama Lima, una vez que cenaron juntos: “Cuando lo vi saborear el pescado y beber su vino como un alquimista que observa un precioso licor en su redoma, sentí lo que luego Paradiso habría de darme tan plenamente: el deslumbramiento de una poesía capaz de abarcar no solo el esplendor del verbo sino la totalidad de la vida desde la más ínfima brizna hasta la inmensidad cósmica”.
Lo cierto es que la academia de gastronomía literaria que se inició en la antigua Grecia sigue hoy con las aulas abiertas, de la mano de chefs en sus hornallas rectoras y de escritores que, con una especie humana aterrada por el coronavirus, no dejan de producir libros dedicados a crear y reflexionar sobre el cambiante menú del planeta.
Un menú desparejo, claro: “el rico come, el pobre se alimenta”, dijo Quevedo. Los escritores tomaron siempre previsiones para no incurrir en connotaciones burguesas, en especial en un mundo que tarda en espantar al fantasma del hambre. Cuando corría el remoto Siglo de Oro dijo el también español Luis Vélez de Guevara: “La perfecta hora de comer es, para el rico, cuando tiene ganas; y para el pobre, cuando tiene qué”.
Al viajar por esta historia, se comprueba que hay escritores gourmets, de paladar negro, como Gabriel García Márquez. En “Cien años de soledad” describe una escena de amor entre el lúgubre Aureliano Babilonia y Amaranta Ursula, mezclando en el relato erotismo y gastronomía, con amantes que se amasan con claras de huevo y suavizan sus cuerpos con manteca de coco: “Una noche se embadurnaron de pies a cabeza con melocotones de almíbar, se lamieron como perros y se amaron como locos en el piso del corredor, y fueron despertados por un torrente de hormigas carniceras que se disponían a devorarlos vivos”.
Lejos de esa riqueza libertaria de manjares, los escritores argentinos fueron siempre más sobrios en la mesa. Asado y pastas, sería el menú más fidedigno de nuestros autores. Hay una empinada coincidencia con los ravioles. Juan Carlos Sábato, sobrino de Ernesto, cuenta que su tío iba a su casa “para comer los ravioles que preparaba mi madre, Teresa Bares, que a su vez había aprendido a cocinarlos de su madre, o sea de mi abuela Juana Ferrari. Eran exquisitos. Y de postre, Ernesto siempre pedía queso y dulce de membrillo”.
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Ocurre que el plato preferido de Jorge Luis Borges en sus últimos años también fueron los ravioles y que, además, tenía dos postres predilectos: al igual que a Sábato, le gustaba el queso y dulce. En ocasiones, lo cambiaba por el dulce de leche, para comerlo con cuchara. Sostenía que tanto los ravioles como el postre “eran fáciles para comer”, en alusión a la ceguera que le dificultaba maniobrar con otras comidas en el plato.
Sobre el gusto argentino, Juan José Saer se detuvo en el asado, en ese plato fidedigno, que llega desde la colonia. En su novela “El río sin orillas”, sostuvo que el asado hecho a las brasas “no es únicamente el alimento de base de los argentinos, sino el núcleo de su mitología, e incluso de su mística… Un asado –sigue diciendo- no es únicamente la carne que se come, sino también el lugar donde se la come, la ocasión, la ceremonia. Además de ser un rito de evocación del pasado, es una promesa de reencuentro y de comunión. Como reminiscencia del pasado patriarcal de la llanura, es un alimento cargado de connotaciones rurales y viriles, y en general son hombres los que lo preparan”.
A su vez, en su reciente libro “La civilización del espectáculo”, el peruano Mario Vargas Llosa fustiga con dureza el hecho de que cocineros, chefs y la cultura gourmet hayan cobrado tanta importancia en nuestra época. La comida se presenta como herramienta de dominación, el cocinero nos asalta la intimidad y conduce nuestros gustos, sostiene con enojo.
Entre las joyas gastronómicas de América figura, en lugar principalísimo, el pimiento. Como se sabe, en 1992 y en la Expo Sevilla, el Museo de Ciencias Naturales platense brilló con una muestra sobre los Alimentos que América dio al mundo. Allí estaban, entre muchos otros, la papa, el maíz, el cacao, los pimientos, la mandioca, la batata, el maní, los porotos, el zapallo, cultivados en distintas regiones.
Pero el caso especial del pimiento cobró últimamente una nueva dimensión literaria, al ser elegido por los escritores vascos María Ptqk y F y Gustavo Puerta como el pequeño tesoro terráqueo para llevar en un viaje al espacio. La historia, que es de ciencia ficción, cuenta que en 2056 la nave Shenzhou XII despega de la Tierra con semillas de pimiento. Esas semillas, según la novela, se convierten en depositarias fieles de la memoria de un planeta en extinción.
Cabría recordar que casi seis siglos antes los primeros españoles que volvían de América originaron, acaso sin saberlo, una de las revoluciones más profundas en las comidas europeas, africanas y asiáticas. La llegada a España y luego por el Mediterráneo a los continentes de Asia y Africa de las múltiples variedades del pimiento, modificaron profundamente el arte de la cocina y el gusto de los comensales, tal como se da testimonio en múltiples obras literarias.
En cuanto al vino que acompaña las comidas –que enriquece a la literatura desde el origen de la palabra escrita- se ha dicho y con razón que no existe autor clásico o menos conocido cuyos textos fueron escritos, antes que con tintas indelebles, con buenos tintos. Así fueron grandes bebedores Horacio, Arquíloco, Gonzalo de Berceo, Bocaccio, Rabelais, Omar Khayyam, Chaucer, Vallejo, Faulkner, Scott Fitzgerald, Hemminway, Cabrera Infante, Juan Rulfo, Onetti, Anthony Burgess, entre tantos otros expertos en la pluma y en chocar copas.
Según reseñó Federico Navamuel, de la librería citybelense “Patio Interno” sobran libros que tratan sobre la relación literatura-comida. Entre otros, mencionó a “El chef” (Editorial Salamandra” $ 890), escrito por Simon Wroe, un ex cocinero inglés a quien hoy se considera como digno sucesor de Jonathan Swift y Daniel Defoe. Según señalan las críticas, Wroe saca a luz en su novela el lado más salvaje de la cocina gourmet, con textos plagados de “gritos y malos tratos” como actitud profesional de los jefes de cocina.
Luego de trabajar en muchos restaurantes, Wroe en una entrevista aseguró haber sido “golpeado, pateado en insultado muchas veces por sus jefes con altos gorros blancos. Los cocineros son capaces, dijo, de quemarte la mano con caramelo hirviendo o encerrar a un subordinado en la cámara de frío
Vargas Llosa dice que la comida se presenta como una herramienta de dominación
Mencionó también a “El Cocinero”, del estadounidense Harry Kressing (Editorial La Bestia Equilátera, $ 750) que narra la historia de un cocinero que va convenciendo a través de la comida, primero a sus familiares y luego, mediante recetas irresistibles, a un universo de admiradores. La cocina es su centro de influencia, su plataforma de conquista y desde allí manejará no sólo la gastronomía y los sabores, sino la de vida de su entorno y luego la del pueblo en donde reside.
Entre las obras de reciente edición se encuentra también “Manual de anfitriones y guía de golosos”, de A.B.L. Grimond de la Reyniére (Editorial Tusquets, $ 760), escrito por quien fue el primer periodista gastronómico de la historia, conocido antes de la Revolución Francesa por ser un goloso impenitente, organizador de fastuosos banquetes en Paris. Caída la monarquía, Grimond de la Reyniere fue considerado un verdadero ideólogo para la nueva clase dominante, autor de los usos y costumbres en la cocina y en la mesa que se proyectaron muchos años.
Navamuel aludió asimismo a libros en circulación sobre historia de la comida como “Comida en la historia” (Editorial Tusquets, $ 949); “Comidas cordobesas de antes” (Buena Vista Editores, $ 500) o “La cocina cristiana de Occidente” (Editorial Tusquets , $ 770).
En ese contexto, puede mencionarse también a “Historia de la comida en la Argentina”, de Daniel Balmaceda (Editorial Sudamericana), que permite adentrarse en los mitos y leyendas de nuestros alimentos y en las preferencias culinarias de San Martín –le gustaban los helados-, Lamadrid, Gardel –el puchero, las pastas-, Illia y Victoria Ocampo.
Balmaceda también cuenta que el 25 de mayo de 1826, en plena guerra con el Brasil, el almirante Brown hizo celebrar una victoria naval con chocolate caliente en los barcos argentinos. “A partir de esa mañana, gracias a Brown, surgió en el país la tradición del chocolate caliente como bebida oficial de los días patrios”, dice el autor.
La comida bajo la visión literaria. Libros siempre salados o dulces, por favor nunca insípidos. Aunque a veces vienen con ingredientes “ligths”... Se está en la época de comidas rápidas y lectura veloz.
El siempre ácido Bernard Shaw alertó: “No hay amor más sincero que el que sentimos hacia la comida”. Y sobre la bebida, el Talmud advierte: “Cuando el vino entra, el secreto sale”.
El novelista cubano José Lezama Lima / web
Simon Wroe / C&W
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