“Anora”: el reverso del cuento de hadas americano
Edición Impresa | 13 de Enero de 2025 | 02:31

Pedro Garay
pgaray@eldia.com
Hay pocos directores en el cine norteamericano actual de la vitalidad de Sean Baker. Hollywood se ha vuelto una industria particularmente afectada a la hora de retratar los problemas de un país dividido, en crisis y con una importante masa marginal sin porvenir: una y otra vez el cine independiente del país del norte ha construido con esa materia “anzuelos para el Oscar”, películas miserabilistas hechas de cómodos golpes bajos para calmar la culpa, todo fotografiado de manera preciocista para mostrar que sí, hay belleza en la miseria. Baker, en cambio, ha corrido una y otra vez al lumpenaje del lugar de la víctima: sus personajes tienen agencia propia, no son pobres tipos y tipas, y no están armados solo de buenas intenciones. Quizás por eso algunos entiendan su cine como “incómodo”.
Anora es uno de esos personajes incómodos, que divide aguas. La protagonista de la última película de Baker, ganadora en Cannes que llega a los cines locales el jueves, es la Cenicienta del cuento de hadas condenado que cuenta el cineasta de Nueva Jersey: encarnada por Mickey Madison, pura polenta, Anora es una bailarina de striptease que atrae la mirada de un jovencito ruso, heredero de una fortuna.
La crítica en torno al personaje y la película (suele ocurrir cuando un cineasta independiente se consagra, la versión cinéfila de “los primeros discos eran mejores”) se centró en dos cuestiones. La primera: ¿se enamora Anora de su príncipe azul antes de que se revele que en realidad es un sapo? Una respuesta negativa parecería implicar que Anora, con tal de escapar a su destino de bailarina exótica, enrosca a su cliente hasta volverlo su marido. El realizador de “The Florida Project” y “Red Rocket” construye sin subrayar ni juzgar las razones de ese intento de gambeta al destino: el mundo de Anora es uno de ruido constante, algo de violencia y poco dinero; el mundo en el que ingresa de la mano de su prometido ruso es uno de lujos, sí, pero también de silencio, privacidad, intimidad. El sonido se atempera en la mansión del joven Vanya. La riqueza compra, entre otras cosas, tranquilidad.
Baker no niega ni confirma que Anora “especule” y “trepe” en la película: es evidente que los chicos se divierten, también es evidente que ella duda del amor de su nuevo novio, y finalmente Anora defiende lo suyo, defiende su derecho a soñar, ¿por qué no lo haría? El resto es interpretación y juicio de valor del espectador.
Si la primera objeción tiene aroma a juicio de clase, la segunda es un poco puritana: muchos protestaron contra la recargada potencia sexual de la película, las escenas eróticas y sexuales que protagoniza Anora. Pero es su trabajo. Y como ocurre hoy a tanto trabajador precarizado, desde el albañil al rappi, su cuerpo es su herramienta de trabajo, su único arma para generar algo de dinero en este mundo.
Y es más que eso: Anora se enorgullece de su cuerpo, no lo esconde. ¿Por qué lo escondería, en un gesto pacato, la película? Es un cuerpo capaz de seducir a un pequeño magnate ruso, y también de defenderse a patada limpia contra los rufianes que manda la familia de Vanya cuando todo empieza a desmoronarse. Allí, cuando se dispara el instinto de supervivencia, Baker muestra a Anora usando su cuerpo como lo que es: una fuerza de la naturaleza. De esos cuerpos dando todo se construye la vitalidad cómica del cine de Baker: cuerpos sin pudor, buscando sobrevivir, intentando vivir, de forma picaresca, caminando mil veces al filo de cierta moralina impuesta desde lugares con menos ruido y urgencias.
Todo suele desmoronarse para los personajes de Baker, condenados de antemano
Todo suele desmoronarse para los carismáticos personajes de Baker, condenados de antemano por leyes que los exceden: el cuento de hadas no podía ser. El derrumbe es espectacular: en su película más costosa (apenas 6 millones de dólares, de todos modos), el ya consagrado Baker construye una vertiginosa montaña rusa cinematográfica que atraviesa distintos géneros, un remolino que se lleva todo puesto. Sin dudas es un segmento de cierto gigantismo para la filmografía del director: hay quienes se regodearán en la peripecia infinita del ocaso de los sueños, y quienes se sentirán agobiados durante el tramo más convencional y hollywoodense de una filmografía no desprovista, por otro lado, de peripecias y vértigo.
Cuando el remolino se calma, los sueños de Anora ya han sido pisoteados de varias maneras: el realizador trabaja a menudo en su cine con el reverso del sueño americano. Cenicienta aparece como horizonte, como fantasía, como aparecía el parque de Disney en “The Florida Project”: finalmente, están allí para mostrar el contraste brutal entre la fantasía y la realidad de sus personajes. La masa marginal también sueña. Y Baker, en finales casi siempre abiertos, nunca les roba las esperanzas, no se atreve. Y no se atreve tampoco a robarle no ya el sueño, sino la expectativa de algo de calor a Anora: como ha ocurrido para entonces con el espectador, también el director ya se ha enamorado para entonces de esa criatura voraz, gritona, tal vez trepadora, quizás solo ilusionada con algo mejor que lo que le tocó.
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