Nudos y rezos
Edición Impresa | 5 de Octubre de 2025 | 06:40

Por ADRIANA ÁLVAREZ
Otro mensaje de mamá con la cadena del rosario. Insiste como yo con mi hijo. Ella para que me una en oración. Yo, para que él lea. Si yo rezo, vos rezás. Si yo leo, por ende… Las proposiciones condicionales −ya lo sabemos− no funcionan exactamente así. Otro mensaje religioso viral. Esta vez es el de mi cuñada con una vela encendida, ya lo había compartido alguien más en face.
Leo a Melville: Escondida en la capucha / está la angustia que nada puede quitar. / Entonces tu futuro se cubre el rostro. Y me voy al Corán: “El paraíso está bajo los pies de la madre”. Pienso en mi historia familiar. Me acuerdo que tuvimos un Caín y un Abel, dos tíos abuelos. Uno no mató al otro, pero nunca más se hablaron. Es más o menos lo mismo, ¿no? Si dejamos de existir para el otro, es como si nos hubiéramos muerto. Y me pregunto: ¿dónde está la clave? ¿Cómo es que algunos no pueden estar sin verse y otros nos alejamos como si nada? Esos lazos entre padres e hijos, tan fuertes en algunas familias, para ciertas culturas. Otros vínculos, en cambio, tan fáciles de disolver. Como Argentina, me digo, donde los hermanos no se han unido y por eso siempre nos domina un grupo de adentro, aliado a los de afuera. Nos devoramos y quedamos como la tierra yerma, anclados en un ciclo de eterna repetición.
La semana pasada cuando los visité, a mis padres, me sentí rara. Frente a ellos, en la mesa de la cocina, experimenté la incomodidad de estar acercándome demasiado, en cuanto a la edad, a la contemporaneidad. Mis preocupaciones no son muy distintas de las suyas: la jubilación que no compensa el esfuerzo, los impuestos más los gastos fijos, el mantenimiento de la casa, el auto que ya no buscamos cambiar, el viaje postergado, los temas de los que no hay que tratar con los más jóvenes. De repente, noté que mi ritmo respiratorio se aceleraba y mi ansiedad por irme crecía. Al despedirme (no habrían pasado más de 20 o 25 minutos), con la mano de mi papá en una de mis mejillas, me reconocí en su olor y me di cuenta de que ya casi nada nos separaba. Nos miramos como si nos hubiéramos vuelto visibles al correr una cortina y mi memoria se activó con la imagen de mi padre saliendo del baño. Disfrazado con una gorra que usaba mi mamá en la playa (años 60’), de color naranja con unos pétalos que cubrían por completo toda la superficie, el viejo desfilaba transvestido por la pasarela que habíamos improvisado con mis hermanos en el living. Papá nos enseñaba un hombro, después el otro y ante la ovación del público presente (éramos tres niños y mi mamá), con total desparpajo, tiraba la gorra plumífera, dejaba caer la salida de baño también naranja y se quedaba con una dos piezas verde manzana (de la misma época) encima de la camiseta musculosa y del calzoncillo.
Veo las caras de entonces, las de mis hermanos y la de mamá llorando de risa. Escucho las carcajadas. Mis padres muy jóvenes, en una casa que acababan de remodelar con el trabajo de mi papá haciendo de peón de albañil y el de mi mamá, limpiando los pisos recién colocados. Nosotros, los chicos, esperando por el espectáculo que brindaría papá la semana entrante, cada viernes o cada sábado, dependiendo de si habría que hacer horas extras o no. En ese entonces, no rezábamos y ahora sólo siguen haciéndolo mis padres. Con uno de mis hermanos casi no nos vemos, a gatas nos mensajeamos. Sé que nos distanciamos de él sin darnos las debidas explicaciones. Sé también que mis padres rezan por él y por todos. Sé que la angustia encapuchada nos ronda. Ojalá que un día ella se descubra y como si el tiempo no hubiera pasado, nos reencuentre en el living de una casa (nuestro paraíso) en la que, aunque no sea aquella de la infancia, a las risotadas y despreocupados, anudemos bien fuerte lo que atamos tan mal.
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