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Una cotidianeidad plagada de ilusiones que muchas veces contrastan con duras realidades
Por AGUSTINA MUSSIO
A lo alto brillan lucecitas plateadas sobre un fondo negro. Parecen estrellas, pero no lo son. Afuera todavía es de día, y además el cielo amenaza con largarse a llover. Pero en la carpa se pretende una noche despejada. Los chicos aprovechan la oscuridad para jugar con las varas fluorescentes que sus padres les compraron al entrar, y corretean entre las sillas de plástico blanco distribuidas alrededor del escenario que quedarán sin ocupar. En minutos la voz de un presentador dará comienzo a la función del circo que hace unas semanas visitó la Ciudad.
“Nosotros sabemos que éstos días son para el chirlo y hay que aguantar, pero en vacaciones vamos a trabajar completos”, dice Oscar Martínez, que hace tres años se encarga del marketing del Cirque XXI, y hace 30 trabaja en el rubro.
Martínez cuenta que después de momentos muy difíciles, que acabaron con varios circos que no lograron resistir a las sillas vacías, en el último tiempo fueron resurgiendo los espectáculos circenses y aparecieron nuevas propuestas. Para recibir las vacaciones de invierno, por ejemplo, entre Capital Federal y provincia de Buenos Aires se montaron más de 20 carpas.
“Antes todos los artistas circenses venían de familia. La profesión se heredaba. Ahora hay escuelas por todos lados”
En las épocas “doradas” del circo - en relación a la convocatoria y a las sensaciones que generaba en las ciudades que visitaba- leones, elefantes y osos eran las estrellas de la función. Después comenzaron las denuncias sobre maltrato animal y surgió el debate sobre si era ético o no ponerlos a trabajar. Sumado a esto, aparecieron nuevas ofertas de entretenimiento. El declive de espectadores abrió una etapa negra para los circos argentinos y muchos no lograron sobrevivir.
“Ese momento fue muy duro. Nos costó reacomodarnos. No era que había una ley nacional que prohibía los animales, pero sí tenías que en las municipalidades de algunas ciudades no te habilitaban porque los proteccionistas se quejaban”, recuerda Oscar, y dice que para evitar esos inconvenientes la mayoría de los circos decidió vender los animales que tenían al zoológico de Luján.
Actualmente, en la ciudad de Buenos Aires está prohibido el uso de animales en los espectáculos, y en el resto del país está limitada la tenencia por fauna silvestre. En este sentido, como la condena social también pesa, la mayoría de los circos optaron por obviarlos. Y si aparecen, son de juguete.
Este cambio también implicó un reajuste en la percepción de los espectáculos: el protagonismo recayó exclusivamente en los artistas, que a su vez se fueron diversificando. “Antes todos los artistas circenses venían de familia. En el 100 % de los casos la profesión se heredaba. Ahora hay escuelas por todos lados. Gente que va a aprender a hacer tela, trapecio, destreza, y que después quieren presentar su propuesta”, comenta Oscar.
Un estruendo anuncia el inicio de la función. Entre acróbatas, trapecistas, malabaristas y payasos sumarán unos 15 artistas que darán show en el escenario. Algunos aparecerán varias veces en distinto rol. Por eso dan la impresión de ser más de los que realmente son.
En total, si se considera a quienes se encargan de las ventas de pochoclos, golosinas y chucherías, de atender la boletería, como de armar y desarmar la carpa o de barrer después de cada función, serán unos 30 trabajadores que de enero a noviembre viajan, distribuidos en más de 20 vehículos, por distintas ciudades para ofrecer su show.
Algunas veces salen en caravana, pero la mayoría andan en grupos de tres o cuatro vehículos. Buscan instalarse en capitales o ciudades grandes de Argentina o de países limítrofes. Generalmente se quedan dos semanas, pero si la concurrencia lo amerita, pueden permanecer hasta ocho.
Viven en casas rodantes, que se acomodan atrás de la carpa. Algunas son del circo y otras, generalmente las más lindas, son inversiones de los propios artistas que muchas veces se asocian para comprarlas.
“Es como vivir en un barrio chico. A veces hay roces entre algunos, pero por pavadas, y todos nos enteramos. Lo difícil acá es la privacidad. Se sabe todo”, se ríe el acróbata saltarín José Equino (58), que pertenece a la quinta generación de una familia circense.
Hoy es su último día en este circo, mañana se pasa a otro en el que negoció un mejor sueldo. Dice que así da inicio a su retiro. A diferencia de otras carreras en las que también se trabaja con el cuerpo, que se acaban después de determinada edad o cuando las aptitudes físicas comienzan a declinar, en los circos comúnmente reubican al “personal”.
“Toda la vida dando vueltas. Me conozco toda la Argentina. Está buenísimo pero ya me cansé. Ahora me voy a quedar estable”
Si los artistas ya no pueden, o no quieren salir a escena, pasan a boletería o a mantenimiento, o a alguna otra actividad. En el caso de José, que también trabajó armando y desarmando montañas rusas en parques de diversiones, en su nuevo circo será capataz y dirigirá cuestiones técnicas.
“Yo soy de la época en la que se vivía en camarines y no en casas rodantes como ahora. Ahí sí era difícil. Los días de lluvia teníamos que levantar todas las cosas”, recuerda José, y afirma que igual volvería a elegir ese destino: “La vida de circo es mágica, pero también destruye cosas porque separa a las familias”. Tiene una hija que trabaja con Flavio Mendoza y otro que hace el “globo de la muerte” en un espectáculo de Alemania. “Yo no le enseñé porque no quería que haga eso. Es peligroso”, dice.
José fue trapecista en los años más vigorosos de su juventud. Quien era su partener ya se retiró y “se quedó estable” - dicen así cuando un artista abandona los viajes para radicarse en una ciudad-. Por efecto del azar, José ahora trabaja en el mismo circo que Damián Díaz (34), el hijo de su ex compañera de trapecio.
Damián nació en un circo y su infancia transcurrió entre viaje y viaje. “Toda la vida dando vueltas. Me conozco toda la Argentina. Está buenísimo pero ya me cansé. Ahora me voy a quedar en Gutiérrez, estable”, cuenta el acróbata y bailarín. A diferencia de su mamá, él sigue participando de algunos espectáculos, aunque ya no se pasa el año de gira.
Como hacen todos los chicos que crecen en los circos, Damián cursó la primaria y la secundaria pasando de un colegio a otro. Los estudiantes “de tránsito” tienen un “pase” libre que obliga a las escuelas de la ciudad en la que se encuentren a recibirlos por el tiempo que permanezcan en esa localidad.
“Aunque a veces estás poco tiempo en cada lugar vas haciendo amigos de todos lados. Y con las redes sociales te mantenés en contacto. Además, generalmente visitamos la misma ciudad más de una vez al año”, cuenta Camila Bartolo (18), que es contorsionista y el año pasado terminó la secundaria bajo esta modalidad.
Su hermana Isabel Bartolo (13) y su mamá Sandra Toledo (39) también trabajan en el mismo circo. Son la quinta generación de familia circense. Las tres viven juntas en una casa rodante. Cuentan que en diciembre -época en la que los circos paran- ellas se quedan todo el mes en la casa del padre de Sandra. Acostumbradas a moverse, dicen que se aburren cuando están mucho tiempo en un mismo lugar.
Isabel quiere hacer danza aérea (en aros que cuelgan del techo) igual que su mamá. Pero como Sandra no la deja por los riesgos que supone la actividad, está entrenándose para contorsionista como su hermana, y mientras tanto es bailarina. Ninguna de las tres se imagina en una vida sedentaria y trabajando lejos de los circos.
“Aunque estás poco tiempo en cada lugar vas haciendo amigos de todos lados.”
El payaso Eduardo Akopian es la estrella del espectáculo. Eso dicen varios de sus compañeros. A diferencia de ellos, Eduardo no viene de familia circense, sino que es egresado de la Escuela de Circo de Moscú, donde trabajó durante 14 años. Además tiene premios, diplomas y fotos con distintos famosos que muestra orgulloso.
Tatán es el capataz del circo. Aunque ya no sale al escenario, tuvo sus tiempos de show. Cuenta que cuando murieron sus padres unos trapecistas decidieron hacerse cargo de él, que entonces era un niño, y eso definió su destino. Empezó cuidando animales y con el tiempo se convirtió en domador. Dice que nunca enseñó trucos desde el maltrato o la agresión. En un sobre de papel madera guarda viejas fotografías que lo muestran con monos, elefantes y otros animales. Son su reliquia. “¿Viste la película Agua para elefante? Así es la vida de circo. Así es”, desliza mientras va pasando imágenes ajadas que lo llenan de nostalgia.
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