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Por SERGIO SINAY (*)
La era del “pum para arriba”: la felicidad no es un ave de caza
Mail: sergiosinay@gmail.com
¿La felicidad es un derecho? Si fuera así, ¿a quién habría que reclamarle su cumplimiento? La pregunta es pertinente, puesto que el derecho de una persona conlleva siempre el deber de otra. Cada individuo infeliz debería andar entonces por el mundo a la caza del responsable de su desdicha. Pero podría ocurrir que, a su vez, ese responsable se sienta también desgraciado y esté ocupado en la búsqueda de un culpable para su propio infortunio. De donde tendríamos una interminable cadena de personas que se siguen las unas a las otras culpándose de su infelicidad. El mundo podría ser pintado en ese caso como un gigantesco Jardín de las Desdichas.
Acaso haya un malentendido y la felicidad no sea, después de todo, un derecho. Y quizás tampoco exista una fórmula para alcanzarla. En la era del exitismo, de la impaciencia, de la inmediatez y de la fugacidad (esta, en la que vivimos), se instaló el mandato de ser feliz o quedar condenado a la amargura o la depresión. Es la era del “pum para arriba”. Y eso lleva a confundir constantemente felicidad con éxito, placer o diversión. Pero ocurre que el placer debe ser producido por algo y muere cuando ese algo cesa, por lo cual dedicarse a la obtención permanente de placer puede terminar en una búsqueda neurótica y obsesiva. Del éxito se ven las luces encandiladoras, pero no sus sombras. Y a veces el exceso de diversión aburre.
En la era del exitismo, de la impaciencia, de la inmediatez y de la fugacidad (esta, en la que vivimos), se instaló el mandato de ser feliz o quedar condenado a la amargura o la depresión. Es la era del “pum para arriba”
Algo parecido ocurre con la diversión como meta. Si sólo se aspira a lo divertido llegará un momento en el que aparecerá un hartazgo indefinible y una inexorable sensación de vacío, producto de la ausencia de contrastes. Como si intentáramos respirar solo inhalando, sin exhalar. Cuando la diversión no deja espacio a otros estados naturales de la vida (como la incertidumbre, la tristeza, la inquietud) se convierte en manía. Una cosa es reír como respuesta a un hecho, situación o imagen propios de la interacción humana, y otra, diferente, es que la risa sea un reflejo mecánico debido a que alguien me haga cosquillas. Aunque la apariencia sea la misma, en el caso de las cosquillas no habrá alegría. Suele ocurrir lo mismo con la diversión como aspiración permanente.
El placer escapa en la medida en que se lo persigue, señalaba el médico y pensador vienés Víktor Frankl (1905-1997), autor de El hombre en busca de sentido, La presencia ignorada de Dios y El hombre doliente entre otras obras en las que indagó en la necesidad humana de encontrar el sentido de la propia vida. Y esto es así porque se trata de un efecto y no de una causa. Y si se sale a la caza de la felicidad, señalaba Frankl, sólo se logrará espantarla. Es que, según sus palabras, “lo que el ser humano quiere realmente no es la felicidad en sí, sino un motivo para ser feliz”.
Y ahí está el corazón del asunto. Si viviéramos solo para ser felices, un solo minuto de dolor, de infortunio, nos haría sentir fracasados. Habríamos fallado en nuestro empeño. Por otra parte, entregados a esa búsqueda, tendríamos como prioridad a ese algo que buscamos y no a nuestras necesidades y sentimientos. Por mano propia nos habríamos convertido en medios para un fin. Un fin, por lo demás, indefinible. La felicidad, siguiendo a Frankl, no puede ser una meta, sino la consecuencia de una actitud ante la vida.
Confundimos felicidad con éxito, placer o diversión. Pero ocurre que el placer debe ser producido por algo y muere cuando ese algo cesa, por lo cual dedicarse a la obtención permanente de placer puede terminar en una búsqueda neurótica y obsesiva
Lo que el ser humano busca en definitiva, decía el médico vienés, es el sentido de su existencia. Y encontrará ese sentido al vivir en coherencia con sus valores, al honrar a sus afectos, al poner lo mejor de sí en su tarea y al aceptar la existencia del dolor como parte del paisaje de la vida, encontrando las razones que suele haber en él. Cada vida tiene un sentido que le es propio, del mismo modo en que ella es única. Y ese sentido no se revela de una vez y para siempre, sino en diferentes momentos (muchas veces los menos pensados). En esos momentos de sentido, la felicidad se manifiesta. Edith Wharton (1862-1937), gran escritora norteamericana en cuya novela La edad de la inocencia se inspiró la película de Martín Scorsese con Michelle Pfeiffer y Daniel Day-Lewis, advertía que la felicidad es como una mariposa que se nos posa en el hombro mientras estamos concentrados en algo, y que no hay que intentar cazarla, sino simplemente disfrutar su presencia. Moverá sus alas y se irá. Hasta que un día notemos otra vez su visita. Y así. Viene y va en sus momentos, no cuando la llamamos. Sólo tenemos que abocarnos a la tarea de vivir.
Esta noción de felicidad no es la más divulgada, ni la más fácil de aceptar, en un mundo y una cultura teñidos por la productividad y el resultadismo, en los que todo tiene que “servir” para algo y los resultados tienen que verse pronto, sin que importe demasiado el proceso que conduce a ellos. De ese paradigma nace el dogma de la felicidad, la obligación de obtenerla y de mostrarla, el ocultamiento de la tristeza, el temor de pasar por “amargo” y ser apartado. El problema es que cuando la felicidad se convierte en obligatoria muchas veces acaba por fingirse. Quienes no lo hacen corren el riesgo de ser etiquetados como fracasados. Cualquier remedio contra la “infelicidad” (abuso de psicofármacos, prácticas esotéricas, adicciones, consumismo, incursión en sectas, diversos fanatismos, etcétera) es entonces tentador.
Del éxito se ven las luces encandiladoras, pero no sus sombras. Y a veces el exceso de diversión aburre
El escritor y psicoterapeuta estadounidense Sheldon Kopp escribía en su libro Al encuentro de una vida propia que “todo el mundo quiere ir al cielo, pero nadie quiere morir”. Puede traducirse diciendo que demasiada gente aspira a la felicidad mientras niega la existencia de la decepción, el sufrimiento o la adversidad. Es como pretender conocer la luz, la suavidad o la armonía sin tener la menor noción de oscuridad, aspereza o caos. Si algo puede ser nombrado, si de algo tenemos conciencia es porque existe su opuesto complementario. Si se elimina a este desaparece la polaridad completa. Solo el conocimiento de la oscuridad permite reconocer la luz. En el caso de la felicidad y la desdicha es igual. Una y otra se dan mutua existencia.
Víktor Frankl asimilaba la idea de felicidad a la de plenitud existencial, es decir a esos momentos en los que percibimos que nuestra vida, así sea por un solo minuto de ella, tiene sentido. Cuando nos trascendemos, vamos más allá de nosotros mismos, de cara al mundo. Lo opuesto al vacío existencial. La felicidad, decía Frankl, aparece cuando vivimos para algo y vivimos para alguien. A comienzos del siglo XIX el pastor y teólogo escocés Thomas Chalmers sostenía algo muy parecido: “La felicidad consiste en tener algo que hacer, alguien a quien amar y algo que esperar”.
Es decir que no se trata de sentarse a un costado de la vida pretendiendo que la traigan hecha o que otro se haga cargo de proporcionarla, sino que la cuestión es sumergirse en la vida con todas sus incertidumbres, bucearla en busca de su sentido y encontrar, como consecuencia (y muchas veces sin esperarlo), perlas de felicidad.
(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"
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