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Por SILVANO J. TREVISAN
INGENIERO
No es fácil coincidir cuando se trata de elegir la ciudad más calificada de nuestro planeta. Son muchas y todas atrapan, por alguna razón, la atención del viajero. Cómo no sentir atracción por Florencia, Londres, Vancouver, Merano, Paris, Innsbruck, Salzburgo, San Francisco, Amalfi… ¿Cuáles son las mejores? Depende de los intereses del visitante, su filosofía de vida y sus gustos personales, su formación cultural, la edad, y su experiencia como buceador de paisajes, civilizaciones, arte, costumbres, historia, etc.
De tener que elegir tres, me inclinaría por Viena, Praga y San Petersburgo. ¿San Petersburgo? Sí, San Petersburgo, la ciudad fundada por Pedro El Grande en 1703 con su nombre (la “Urbe de Pedro”), que cambió por Petrogrado en 1914 y Leningrado en 1924, recobrando su denominación original en 1991.
Por qué San Petersburgo, se preguntarán quienes no la conocen. Pues, porque la ex capital rusa tiene todo lo que aspira hallar un trotamundos: diseño urbanístico apto para el caminante, con una arquitectura equilibrada y a nivel humano; parques y jardines multicolores en primavera y verano; el orden y la limpieza; la seguridad que se percibe al transitar por sus amplias avenidas; su pulcro y ancho Neva, que atraviesa serenamente la ciudad y alimenta sus canales navegables; su subterráneo, 100m bajo tierra, atractivo y eficiente; sus iglesias ortodoxas llenas de color; su historia, que muestra a un pueblo amante de la paz y la libertad y con un sentido patriótico tan acendrado que ni Napoleón ni Hitler pudieron doblegar; una ciudad que respira arte, con una atmósfera cultural que inspiró a prestigiosos escritores como Dostoievski, Pushkin, Chejov y Tolstoi, y a famosos compositores como Tchaikovsky, Glinka, Rimski-Korsakov y Stravinski; su famoso Museo Ermitage, el más grande del mundo; sus confortables salas para óperas, conciertos y ballet; sus simpáticas, gradualmente escalonadas, “mamushkas”…
Pero, sobre todo, lo que más atrae de San Petersburgo son los fastuosos palacios de la época de los zares, soberbia expresión de la riqueza imperial de los siglos XVIII y XIX, y una de las áreas más valiosas de la tierra, Patrimonio de la Humanidad, según la UNESCO.
La trilogía de oro la integran los Palacios Ermitage, Peterhof y de Catalina. En un escalón más abajo, pero igualmente notables, se ubican los de Alejandro I, Pavlovsk, Yusupov, Gatchina, Mienshikov y Bielosieiski.
Conmovido por la belleza del Palacio de Versalles, Pedro I El Grande decidió construir para sí un Palacio de Verano que eclipsara a la joya francesa. Adquirió un amplio predio a orillas del mar Báltico, no muy lejos de San Petersburgo.
Como todos los palacios imperiales, Peterhof se destaca por sus Grandes Salas, ornamentadas con sedas, oro, espejos, mármoles, esculturas y finas maderas, destinadas a reuniones internacionales, banquetes, cenas de gala, conciertos y bailes, a los que era tan afecta la élite zarista. Sin embargo, el encanto del magnífico Peterhof no proviene únicamente del palacio; la principal seducción la genera su espléndido Parque Posterior, donde no se ha escatimado dinero ni imaginación para convertirlo en uno de los más atractivos de la tierra. Culpable de esa atracción es la monumental Gran Cascada Artificial, compuesta por una amplia escalinata de mármol de dos ramas, separadas por un espacio ancho donde se ubicó una importante fuente circular que arroja al aire, verticalmente, chorros de agua que se elevan a diferentes alturas, simulando los tubos de un árgano.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los palacios de San Petersburgo fueron los primeros en ser bombardeados por los alemanes y luego tomados por ellos. Previamente, los rusos retiraron de Peterhof unas 8.000 piezas de arte y 50 grandes esculturas bañadas en oro
La original escalinata une, magistralmente, la terraza superior del palacio con el Gran Parque Inferior. El agua desciende, límpida, saltarina y rumorosa, por blancos y elevados escalones marmóreos, siendo recogida por fuentes instaladas al pie, lo que otorga al conjunto una visión de fantasía. Contribuye a esa visión la Fuente de Sansón, que muestra al héroe bíblico, recubierto de oro, desgarrando con sus manos las fauces de un león de cuya boca emana otro potente flujo, conformando, en conjunto, una estupenda obra de ingeniería hidráulica. Las aguas, finalmente, se vuelcan al mar Báltico, distante unos 500m del Palacio. El agua dulce utilizada para alimentar la Gran Cascada e irrigar el extenso Parque, es tomada de un manantial natural situado a unos 20km y conducida hasta el Palacio por un acueducto construido en 1721.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los palacios de San Petersburgo fueron los primeros en ser bombardeados por los alemanes y luego tomados por ellos. Previamente, los rusos retiraron de Peterhof unas 8.000 piezas de arte y 50 grandes esculturas bañadas en oro. Cuando las tropas se retiraron, luego de sitiar, infructuosamente, la ciudad de San Petersburgo durante casi 900 días (1941-1944), el aspecto que mostraba Peterhof era desolador. Y hasta Sansón había desaparecido en manos de los invasores.
Ni bien concluyó el conflicto, comenzaron las tareas de restauración. 17 años después, en 1962, se abrió al público parte del Palacio; también la Gran Cascada, que hoy puede contemplarse, totalmente reconstruida, tan admirable como antes, con las 50 estatuas doradas originales reinstaladas en su sitio.
Pedro I El Grande regaló a su esposa Catalina I una fracción de terreno, a 27km de San Petersburgo, para que construyera allí un palacio, destinado a su estancia veraniega, cosa que la zarina hizo en 1717. A lo largo de su azarosa existencia este palacio tuvo diversos habitantes reales y fue sometido a constantes reconstrucciones: lo que un emperador construía, otro demolía o modificaba, remedando así el tejido de Penélope. En 1752, la emperatriz Isabel I -de gustos exquisitos- pidió al arquitecto de la Corte, Batolomeo Rastrelli, que demoliera el existente y lo sustituyera por otro más grande y lujoso, inspirado en el Palacio Ermitage, que él mismo había diseñado anteriormente. Cuatro años después, Rastrelli le entregó un edifico –el actual- de 325m de largo, en estilo barroco ruso, decorado, externamente, con los típicos colores imperiales blanco, azul y dorado, tono, este último, logrado con ayuda de unos 100 kg de oro, sólo para la fachada.
El Palacio asombra por su tamaño, sus jardines y la calidez de su exterior y de sus ambientes internos. Muestra dos caras: una en el frente y otra en el contrafrente, con múltiples atlantes, estatuas y grandes ventanales por donde penetran las imágenes de los jardines anterior y posterior, visibles desde el Salón Dorado (con capacidad para mil personas) y la Sala de las Luces (con sus 696 lamparitas, reemplazantes de las originales velas).
También atraen las habitaciones privadas de Catalina, rediseñadas más tarde con ágata, jaspe, mármoles y maderas escogidas; el Comedor Verde, cuyas paredes están revestidas en seda color pistacho, y la Gran Escalera Imperial. El parque posterior está compuesto por dos magníficos jardines: uno, el Francés, con paseos de trazado geométrico; otro, el Inglés, inspirado en imágenes de la naturaleza.
Antes de la ocupación alemana, también aquí los rusos lograron trasladar una parte de su valioso contenido a lugares seguros y distantes. El ejército alemán utilizó este palacio como barracones para sus soldados y para práctica de tiro. En 1944, antes de retirarse, lo incendiaron, tomando entonces una apariencia intimidante. En el año 2003, para el tricentenario de San Petersburgo, se abrió nuevamente al público, totalmente restaurado. Entre quienes contribuyeron económicamente para su reconstrucción, figuraron: Elton John, Bill Clinton, Sting, Naomi Campbell, Bill Gates y el mismo Gobierno Alemán.
En el año 1717, el rey prusiano Federico Guillermo I le entregó al Zar Pedro I El Grande, como obsequio diplomático, un conjunto de magníficos paneles de ámbar, suficientes para revestir los muros de una habitación. Valioso regalo, pues en esa época el ámbar valía 12 veces más que el oro. El Zar, antes que se devaluara, construyó de inmediato la primer Sala de Ámbar en el Palacio de Invierno (Ermitage), en la misma ciudad de San Petersburgo. Pero en 1755 la emperatriz Isabel desmontó esa sala e hizo transportar los paneles al Palacio de Catalina. Se cuenta que el traslado, que duró una semana, lo hicieron 76 soldados llevando a pie la valiosa carga sobre sus hombros.
El Arq. Rastrelli, responsable de los trabajos, realizó con ellos, en el Palacio de Catalina, una verdadera obra maestra. Como las paredes de la nueva habitación superaban los 100m2 y los paneles no alcanzaban para cubrirlas totalmente, decidió agregar mosaicos florentinos y ornatos dorados e instalar entre los paneles –fijados a la pared con grampas de oro- espejos venecianos que reflejaban las luces de 565 velas dispuestas en artísticos candelabros. De este modo la Sala de Ámbar de Catalina se convirtió en un tesoro cultural del pueblo ruso, designado por algunos expertos en arte como “la octava maravilla del mundo” (¡Otra más!).
¿Qué es el ámbar: mineral o vegetal? Es una “piedra” semi-preciosa de origen vegetal; una resina fósil producida por cierto tipo de pino que abunda en Escandinavia y en las costas del Báltico. Su color predominante es el amarillo, aunque también puede ser naranja, marrón claro, cognac o rojo. Al escurrir por las ramas y corteza del tronco, la pegajosa resina atrapa burbujas de aire, gotas de agua, partículas de polvo, plumas, semillas, musgo, líquenes, pequeños insectos, flores diminutas, hojas, etc. que luego, deshidratadas, conservan su forma tridimensional y color originales dentro de la pasta de ámbar. Con estas “inclusiones” la masa, una vez seca, se transforma en ámbar y adquiere, además de su aspecto exótico, resistencia, liviandad y belleza. Siendo de fácil manipulación, los artesanos que la trabajan pueden tallarla, cortarla o aplanarla según su destino. En la sala del Palacio de Catalina, predominaba el color beige-anaranjado con trazos blancos y rojos.
Los cazadores de tesoros siguen excitados buscando los valiosos paneles desparecidos. Al contemplar la magnífica Sala de Ámbar actual, uno también se pregunta: ¿Quién se robó el ámbar original de la Gran Catalina? Las hipótesis sobre el destino de las famosas placas son inciertas
Los rusos habían planeado desarmar la Sala de Ámbar y guardarla en sitio lejano, antes de la llegada de las tropas enemigas; pero éstas arribaron primero. Cuando se retiraron, desmontaron los paneles de ámbar y los reinstalaron en el Museo de Arte de Köningsberg, Alemania, antigua capital prusiana. Al final de la guerra, los rusos bombardearon y se apropiaron de Köningsberg designándola con su nombre actual: Kaliningrado.
¿Y las placas de ámbar? Aquí comienza el gran misterio: ya no estaban en el Museo de Arte. Los organismos rusos iniciaron una exhaustiva búsqueda, para develar ese misterio, pero nunca lo lograron. ¡Las placas habían desaparecido! Entonces se elaboraron diversas hipótesis: a) La Sala fue desmontada antes de los bombardeos rusos a Köningsberg; b) Fueron totalmente quemadas; c) Se transportaron en grandes cajas hasta barcos posteriormente hundidos; d) Las cajas están ocultas bajo tierra, en catacumbas; e) Se escondieron en algunas de las minas de la costa báltica; y f) Los propios soviéticos, considerándolas un símbolo de la época zarista, las destruyeron cuando invadieron Alemania, en 1945. Todas teorías posibles; ninguna confirmada.
Fracasada la búsqueda, en 1979 los mejores expertos del mundo, utilizando seis mil kilos de ámbar puro, iniciaron las tareas de restauración, las que demandaron 24 años de trabajo artesanal. Y desde el 2003, el Palacio de Catalina muestra una réplica exacta de la Sala de Ámbar original.
Los cazadores de tesoros siguen excitados buscando los valiosos paneles desparecidos. Al contemplar la magnífica Sala de Ámbar actual, uno también se pregunta: ¿Quién se robó el ámbar original de la Gran Catalina? Las hipótesis sobre el destino de las famosas placas son inciertas. Y, en palabras del físico Wolfgang Pauli, ¡Ni siquiera son erróneas!
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