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El escritor en la historia y sus cambiantes visiones sobre el medio ambiente. Surgimiento en Francia y los Estados Unidos de la “ecocrítica”. Max Jacob y la postura de Cortázar. El emotivo relato “El hombre que plantaba árboles”
MARCELO ORTALE
Inestable pareja, con altas y bajas. Relación fluctuante y conflictiva desde hace, por lo menos, veinte siglos. Cuando la ecología se llamaba bucólica, los escritores y la naturaleza –la pareja inconstante- pasaron períodos idílicos y los poetas le cantaron entusiasmados a la amada. Pero en la historia vinieron después, a grandes saltos, el encandilado romanticismo, el progreso ilimitado, el industrialismo, el positivismo y ya más cerca el hermetismo psicológico. El escritor se olvidó de la amada, la pareja volvió a distanciarse, casi de una manera irreductible. Aunque no del todo, dicen hoy.
Ahora la ecología está volviendo a golpear en las puertas de los escritores, aunque el asunto, la posible y delicada reconciliación, está en manos, hasta el momento, de científicos, filósofos, doctrinarios o biólogos. Sobre todo en Francia y en Estados Unidos, en donde estos pensadores buscan sentar las bases de una cultura general –y dentro de ella la literaria- comprensiva del medioambiente. Entre otros propósitos, con el de ayudar a frenar lo que consideran como una vertiginosa devastación de los recursos naturales más valiosos de la Tierra.
Sin embargo, no ha renacido aún, con fuerza, la literatura correspondiente. No hay poetas o novelistas que lideren también esta tendencia. Y si alguno ha tomado esa bandera, todavía no se lo identifica con claridad. Se dice que lo que sí ha podido surgir desde 1990 es una escuela especial de crítica literaria, la ecocrítica, que procuraría, en suma, salvar las grandes distancias que hoy siguen existiendo entre las letras y las ciencias ecológicas, tal como lo señala Cheryll Glotfelty en su obra “The Ecocristicism Reader”, en la que impulsa el estudio de las relaciones entre la literatura y el medioambiente.
Contemporáneo, titular de la primera cátedra de literatura y medioambiente, el naturalista californiano Glotfelty -creador de la ecocrítica que hoy tiene seguidores en todo el mundo- sostiene que existieron etapas identificatorias en la relación de la naturaleza con la -literatura. Los escritores primitivos –entre ellos los griegos y romanos- crearon estereotipos de esa relación (como el Edén, la Arcadia, el Paraíso), rescatándose los escritos inspirados en la naturaleza; luego comienza el período del alejamiento de lo natural, cuando el escritor se preocupa más por el modo en que concretará su construcción literaria o su identidad, para volver luego a intentar enhebrar, como ocurriría ahora (pero sólo, por ahora, desde una perspectiva doctrinaria, no creativa), un retorno a la relación con el entorno natural. A Glotfelty lo escolta una nutrida vanguardia de pensadores franceses.
Max Jacob (1876 - 1944) fue un intelectual judío-francés, escritor, poeta, dramaturgo y pintor, de notable lucidez, que murió en el campo de concentración nazi de Drancy, en Francia. Amigo de Picasso, se relacionó con el cubismo y con artistas y pensadores como Apollinaire, Modigliani y Juan Gris. Autor de numerosos libros, dejó para la memoria una frase que resultó ser emblemática. Le habían preguntado una vez qué opinaba del campo y respondió casi escandalizado: “¿El campo, ese lugar donde los pollos se pasean crudos?”.
Julio Cortázar, a fines de los 70, en su novela “Un tal Lucas” retoma este casi aterrado aforismo de Jacob y lo exalta, haciéndole decir al personaje de su obra: “En esta época de retorno desmelenado y turístico a la Naturaleza, en que los ciudadanos miran la vida de campo como Rousseau miraba al buen salvaje, me solidarizo más que nunca con Max Jacob”, para reconciliarse también, agrega con “el doctor Johnson, que en mitad de una excursión al parque de Greenwich, expresó enérgicamente su preferencia por Fleet Street” y con Baudelaire,” que llevó el amor de lo artificial hasta la noción misma de paraíso”.
Agrega Cortázar que “un paisaje, un paseo por el bosque, un chapuzón en una cascada, un camino entre las rocas, sólo pueden colmarnos estéticamente si tenemos asegurado el retorno a casa o al hotel, la ducha lustral, la cena y el vino, la charla de sobremesa, el libro o los papeles, el erotismo que todo lo resume y lo recomienza”
“Desconfío –siguió diciendo- de los admiradores de la naturaleza que cada tanto se bajan del auto para contemplar el panorama y dar cinco o seis saltos entre las peñas; en cuanto a los otros, esos boy-scouts vitalicios que suelen errabundear bajo enormes mochilas y barbas desaforadas, sus reacciones son sobre todo monosilábicas o exclamatorias; todo parece consistir en quedarse una y otra vez como estúpidos delante de una colina o una puesta de sol que son las cosas más repetidas imaginables”.
Casi airado, añade el autor de Rayuela que “los civilizados mienten cuando caen en el deliquio bucólico; si les falta el scotch on the rocks a las siete y media de la tarde, maldecirán el minuto en que abandonaron su casa para venir a padecer tábanos, insolaciones y espinas; en cuanto a los más próximos a la naturaleza, son tan estúpidos como ella. Un libro, una comedia, una sonata, no necesitan regreso ni ducha; es allí donde nos alcanzamos por todo lo alto, donde somos lo más que podemos ser”.
Lo que busca el intelectual o el artista que se refugia en la campaña –sigue diciendo- “es tranquilidad, lechuga fresca y aire oxigenado; con la naturaleza rodeándolo por todos lados, él lee o pinta o escribe en la perfecta luz de una habitación bien orientada; si sale de paseo o se asoma a mirar los animales o las nubes, es porque se ha fatigado de su trabajo o de su ocio….Sí, Max Jacob tenía razón: los pollos, cocidos”.
Dos mil años antes el poeta romano Horacio, en su obra “Epodos”, reseña que el “ajetreo de Roma lo encrespaba” y que se fue a vivir a una finca de la Sabina, para poder escribir con tranquilidad. Si se sigue la lógica cortaziana, en la actualidad Horacio no se hubiera alejado de Vía Véneto ni de la piazza Navona, a pesar de que el ajetreo es mucho mayor.
En 1953 un escritor francés, Jean Gionno, escribió un breve y conmovedor relato –L´homme qui plantait des arbres- que se convirtió muy pronto en letra de culto como ejemplo de una excelente relación entre la literatura y el medioambiente.
Ese cuento o novela pequeñísima transcurre en un paisaje árido de una región francesa de los Alpes. El narrador descubre allí a un viejo pastor, Elzeard Bouffier, una suerte de ser robusto y solitario que se dedica a juntar bellotas, a prepararlas y a sembrarlas luego en una zona cercana a las montañas. La única intención de ese hombre es reforestar la zona y todos los días sale con sus bellotas, hunde su bastón en la tierra y así planta cientos de miles de robles. En el libro, el narrador vuelve al lugar cinco años después de haber peleado en la Primera Guerra Mundial y de haber convivido, por consiguiente, con la crueldad y la barbarie humanas.
Al regresar piensa que el pastor habrá muerto, pero se equivoca. Lo encuentra sano como siempre y como siempre, también, plantando árboles, en una tarea que realizó sin ningún interés de lucro. Aquella plantación original ya se convirtió en un inmenso bosque de 11 kilómetros de largo por tres de ancho.
El pastor es feliz porque ha plantado ese bosque y porque nadie sabe que ha sido él quien lo hizo. Es más, le había pedido al narrador que no se lo dijera a nadie. Le explicó que si alguien se enteraba que fue él quien plantó el bosque, tal vez por envidia lo talaban. Llegan funcionarios del gobierno francés y se maravillan por “haber descubierto este bosque natural”. El anónimo sembrador había convertido una tierra yerma en un paraíso lleno de vida y su felicidad era completa. Se trata del hombre en relación perfecta con su medio.
Como se ha dicho, el relato de Gionno –pese a su brevedad- fue traducido a todas las lenguas, sigue siendo leído en miles de escuelas de todo el mundo y continúa siendo, según los críticos modernos, un modelo a imitar para la literatura ecológica.
El escritor ecuatoriano Javier Vázconez, al disertar en Asturias sobre el tema de la literatura y el medio ambiente, dijo estas palabras conciliatorias: “Imaginemos un mundo sin animales ni plantas ni árboles ni ríos ni lagos ni mares ni volcanes, solo nos quedaría la posibilidad del horror, de la desolación, del desamparo, del desconcierto. ¿Cómo podríamos vivir en un mundo de tal naturaleza, mejor dicho, sin una naturaleza que nos sostenga? ¿Cómo pensar, soñar, delirar, amar e incluso escribir en un mundo en el que la naturaleza (gestación de la vida y anuncio de la muerte) esté ausente? ¿Cómo imaginar, por otro lado, la posibilidad de hacer literatura sin la movilidad, precisión y belleza de las palabras?”
Muy de a poco la literatura contemporánea intenta redimirse de la actitud de rechazo radical, como el que bosquejó Max Jacobs. El racionalismo, la intelectualidad, empiezan a verse superadas –y atraídas temáticamente- por el horror de una naturaleza muerta en serio.
Los ecocríticos reseñan y valoran palabras del uruguayo Eduardo Galeano, cuando en 2008 postuló que a Dios se le había olvidado un Mandamiento: “Amarás a la Naturaleza de la que formas parte”. En consonancia con ello, recordaron que el director de cine Mel Brooks –en su película surrealista “La loca historia del mundo”- retrata la escena en que Moisés baja de la montaña con tres tablas llenas de mandamientos, pero una se le rompe y en esta, afirman, estaba la orden para el hombre de comprensión o acatamiento al mundo natural.
El tema renace y da para mucho. Todo indica que la pareja intenta reencontrarse. Se están interrogando nuevamente, por ahora tímidamente, la literatura y la naturaleza. Como en el cuento de Gionno, por ahora sólo empezaron las metáforas. Los ecocríticos dicen que es una buena manera de volver a juntarse y aseguran que los mundos nuevos, las tierras prometidas, siempre nacieron de metáforas.
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