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Escribe Monseñor DR. JOSE LUIS KAUFMANN
Queridos hermanos y hermanas.
Las manifestaciones de la tristeza son la aflicción, la tribulación, la angustia, la congoja; y son muchos los seres humanos que están sumergidos en esas situaciones de dolor, que difícilmente otros pueden comprender. Ahí aprovecha el demonio para atrapar a los débiles, y conducirlos al pecado.
Por eso, ante todo, cabe recordar que la mayor tristeza imaginable para el cristiano es haber perdido la amistad con Dios por la comisión de algún pecado grave. Las otras tristezas son menores.
En los Evangelios encontramos situaciones de personas en estado de profunda tristeza, a las cuales Jesús consuela con sus gestos y con sus palabras, y en algunos casos haciendo algún prodigio, como devolver la vida al joven hijo único de la mujer viuda en Naím (cf. Lc. 7, 12-15).
La predicación de Jesús es un continuo llamado misericordioso a la paz, a la consolación, al bienestar, a la felicidad. Todo lo cual es posible para el ser humano, con tal que viva en sintonía con los designios de Dios.
Después de la Cena Pascual, en el Huerto de los Olivos, Jesús ha experimentado una gran tristeza, conociendo la traición de Judas, la debilidad de los Apóstoles y su eminente pasión y muerte. Entonces dijo: “Mi alma siente una tristeza de muerte” (Mt 26, 38); y allí mismo el demonio lo tentó, haciéndole sufrir tanto que “su sudor era como gotas de sangre que corrían hasta el suelo” (Lc 22, 44).
Jesús consuela con sus gestos y con sus palabras, y en algunos casos haciendo algún prodigio
La obra de misericordia de consolar al triste, al angustiado, al que sufre, y que predica la Iglesia, también es posible a todas las personas de buena voluntad. Se trata de dar una palabra de aliento, de tener un gesto fraterno, de hacer una sonrisa franca, de saber escuchar con paciencia al que sufre.
En el mundo, y en nuestro paso por él, encontramos muchos motivos de tristeza, de aflicción, porque el mal abunda tanto y es tan feroz - también entre los cristianos - que es difícil ser indiferente ante tanta miseria. Esto bien puede motivarnos para poner en práctica una obra de misericordia: consolar al que sufre.
En el Sermón del Monte, Jesús proclama también: “Felices los afligidos, porque serán consolados” (Mt 5, 5). La aflicción, la tristeza, la angustia, son sufrimientos que alcanzan a todos los seres humanos, pero si queremos “pasar el trago amargo”, y que ese dolor se convierta en alegría, en gozo, tenemos que saber vivirlo en unión con los sufrimientos que Jesús - verdadero Dios nacido de María Virgen por obra del Espíritu Santo - ha padecido por nuestra salvación.
Con lo dicho hasta aquí, también yo quiero llegar a todos los que sufren, a los tristes y angustiados, para expresarles que el Amor de Dios es mayor que todo lo que podamos padecer, y que la infinita Misericordia de Dios viene siempre en nuestro auxilio, si lo queremos y pedimos humildemente. Dios no falla jamás: no puede, porque es Dios-Amor.
Si son nuestros pecados los que nos abruman y entristecen, creamos que Dios quiere perdonarlos, si estamos arrepentidos, y los perdonará de hecho si nos confesamos y recibidos el perdón por medio del sacerdote a quien Dios concedió ese poder para otorgarlo en su Nombre.
Santa María, consuelo de los afligidos: ruega por nosotros.
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