El pasado, ese destino al que no se puede escapar
| 30 de Abril de 2016 | 00:16

Por JUAN BECERRA
ESCRITOR
En Fuera de lugar (Anagrama, 2016), la última novela de Martín Kohan, se cuenta la historia de un delito aparentemente invisible. Un grupo de personas se esconden bajo el cielo abierto de la precordillera argentina a fotografiar niños desnudos que un sacerdote “libera” de un hogar de guarda. Las fotos, repugnantes en sus insinuaciones y sus ecos visuales pero totalmente inocuas respecto de los objetos que inmortalizan (el adulto que posa con los niños jamás los toca) se venden en Europa del este. Al margen del rubro comercial en el que puedan encuadrarse estas perversiones destinadas al mercado negro, lo que fuera que hacen los adultos con los niños no deja de ser un producto que florece bajo el pequeño capital de unos emprendedores, la explotación infantil (que los explotados perciben como momentos de recreación) y el consumo global de “nicho”.
El negocio es próspero, y sus gestores encuentran siempre el detalle que renueva el interés de los consumidores. La prueba y el error, y a veces la casualidad, son las fuerzas que le dan distinción a una propuesta más bien de género. Pero además de próspero, el negocio es seguro. Estamos en una era analógica anterior a Internet. La fotografía es, además de un hecho del tiempo, una cosa concreta. La fotos se toman con cámaras réflex, se revelan en papel y, curiosamente, al tiempo que son pruebas físicas también son pruebas evadidas: no están en ningún lado salvo en Europa del este, totalmente desconectadas de la realidad, las leyes y el remordimiento de quienes las producen.
Pero surge el problema de que el mundo tiende al archivismo, al acopio, a la acumulación y esa fotos pueden ser digitalizadas y echadas a rodar en Internet, exhumando ya no sólo una cultura de voyeurs y pedófilos con domicilio incierto sino un delito con su respectivo menú de pruebas. A partir de allí la novela de Kohan sigue su camino hacia una oscuridad cada vez más espesa y elusiva. No aportaríamos nada al lector (ni a la cuenta bancaria del autor) si reveláramos sus pormenores, que le dan al género policial la grata novedad de no obligarse a subrayar sus revelaciones. Por lo tanto, quedémonos con el asunto del delito invisible para reflexionar sobre si es posible, en este mundo, acceder a la utopía de no estar.
¿Se puede no estar? ¿Se puede borrar lo hecho? Ya no. Las revelaciones de Julian Assange y Eward Snowden, encendiendo ventiladores del tamaño de la Tierra y centrifugando a los cuatro vientos información reservada del poder sobre sí mismo, son la evidencia de que cada cosa que se haga o que se diga tarde o temprano se revelará en el futuro. Miremos si no cómo los Panamá Papers (con asientos físicos fechados en los años ‘80 y ‘90) manchan los trajes blancos de dirigentes argentinos que se autoproclaman inmaculados. Frente a la evidencia de que todo lo que hagamos se sabrá, mejor no hagamos nada objetable, o en todo caso no hablemos contra lo que fuimos (y menos contra lo que no dejamos de ser).
No hace falta pesquisar a nadie. El sistema está diseñado para la delación. De cada cosa que uno hace hay un testimonio que no muere, más bien se conserva en frío, actúa como una célula dormida y se activa para dañar en el momento menos pensado. Para dañar o para volver a atar a cada cual a su pasado. Porque no hace falta tener cuentas offshore en un paraíso fiscal para desear que el pasado no vuelva.
A escala infinitesimal (la escala humana sin acumulación patrimonial galopante), cualquiera puede volver a sufrir la calamidad de lo que dejó atrás si hay alguien dispuesto a recordárselo. Bien lo saben las mujeres a las que sus amigas de colegio secundario lapidan en Facebook colgando fotos en las que se las ve peinadas con temibles brushings, ropa de otra galaxia y compañías olvidadas, es decir atenazadas a la identidad que creyeron abandonar hace siglos y que, sin embargo, nunca dejó de estar en algún lado.
Pero como en la novela de Martín Kohan, no todo lo que viene del pasado es comedia. El 12 de julio de 2015, durante la visita del Papa Francisco a Nu Guasu, Paraguay, se detectó en un espacio exclusivo cercano al púlpito al cura argentino Carlos Richard Ibáñez Morino, un diocesano que estuvo a cargo de la iglesia Virgen de Fátima de Bell Ville en 1991. Esa es la primera etapa de su sacerdocio. La segunda ocurre a partir de 1992, cuando se fuga del pueblo dejando atrás diez denuncias por abusos sexuales contra menores de origen humilde caratuladas como “corrupción de menores reiterada y continuada y transmisión de enfermedad venérea”.
Durante su larga estadía en Paraguay, desde donde -evidentemente protegido- se resistió a la extradición de la justicia argentina, Ibáñez Morino ofició misas, bendijo matrimonios, bautizó bebés y fue profesor universitario hasta hace unas pocas semanas. El diario La Nación de Paraguay, que lo venía investigando con más tenacidad que la justicia paraguaya, trajo del pasado su etapa negra de Bell Ville y ahora ya no ejerce su ministerio, del que fue tardíamente eyectado. Pregunta especulativa al lector: ¿cuántos nuevos abusos habrá cometido Ibáñez Morino durante estos 24 años en los que, según La Nación de Paraguay, siguió “trabajando con jóvenes”?: ¿ninguno?, ¿más o menos de diez?, ¿más o menos de cien? Los que hayan sido se sabrán muy pronto, porque es más fácil que desaparezca una persona que lo hagan los hechos que la persiguen.
William Faulkner, que en sus novelas tiene varios personajes que dejan atrás su pasado delictivo, sentimental o económico con el mero trámite de mudarse de un estado a otro de ese país laberinto que es Estados Unidos, tiene también una frase que ilustra su ideología de la fuga en clave romántica: “el pasado no existe, ni siquiera es pasado”. Se le va la mano. Quizás el pasado no exista como pasado sino como presente perpetuo. Faulkner compuso su hermosa frase en una era donde la única memoria de la humanidad sobre sí misma era la del star system de Hollywood. Se tenía una memoria de Lauren Bacall, de Humprey Bogart, de Orson Welles, de Rita Hayworth, etc, y se la tenía sobre sus ficciones, sobre sus personajes, es decir sobre lo que ellos no eran.
Hoy las filmaciones caseras, las cámaras de seguridad, lo que aparece en los segundos planos de los acontecimientos “grandes”, el atesoramiento sigiloso de los teléfonos y la desclasificación de la burocracia global que revela sus trampas y secretos llevan todo hacia atrás. Todo lo que hagamos será conservado y nos atará al drama que nos muestra que uno siempre es lo que es, por no decir que uno es casi exclusivamente lo que quiere ocultar de sí mismo. El caso del presidente Mauricio Macri es la prueba viviente de este tipo de desgracia. Años de lucha edípica con el afán de desembarazarse del nombre de su padre, para que los Panamá Papers nos dijeran que seguía siendo hijo. Años repitiendo “ayer, ayer, ayer”, pare que el ayer hablara y dijera: “hoy”.
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