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Información General |El caso del argentino condenado a muerte en EE UU

“El muerto que camina” Defensor platense y lucha de madre: la crónica de una agonía

Víctor Hugo Saldaño espera hace más de 20 años que se decida su destino. Aunque la Suprema Corte de Justicia norteamericana anuló su condena por discriminatoria, el cordobés envejece en el pasillo de la muerte, en Texas. Su madre no se rinde y cuenta su lucha en una entrevista con EL DIA. La intervención de un abogado platense que en su momento le salvó la vida

“El muerto que camina” Defensor platense y lucha de madre: la crónica de una agonía

El cónsul argentino en Houston, Horacio Wamba, junto a Saldaño a principios del 2000 - archivo

Por LAURA AGOSTINELLI

20 de Marzo de 2017 | 04:20
Edición impresa

Les llaman los muertos que caminan. Son, en su mayoría, negros (42%) y latinos (13%). En 1989, Lidia Guerrero notaba que su hijo, Víctor Hugo Saldaño, era un adolescente parco en el diálogo, cándido, incauto. Confiaba en que podía convencerlo de quedarse en la Argentina. Él, en cambio, quería recorrer el mundo. Delirios de juventud, pensó ella, y recordó que su hija mayor quiso ser azafata y modelo. Hoy es psicóloga. A Víctor le propuso inscribirse en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Allí viajan mucho, le dijo y lo convenció. Jamás pensó que su hijo sería un número más en la lista de los condenados a muerte en Estados Unidos. Otro muerto que camina.

A poco de empezar en la ESMA, Víctor se desilusionó. La promesa de viajar no era tal: “Salís en la Fragata Libertad cuando egresás y después te destinan a un pueblito en el medio de la nada”, le reprochó a su madre. Ella no se sorprendió. Le pidió que terminara el curso, después verían. Esa tarde su hijo se fue sin saludar. Tenía 17.

Cuando volvieron a verse, siete años después, estaban en Huntsville, Texas. Lidia se endeudó para viajar desde Córdoba. No pudieron tocarse. Los separaba un vidrio blindado. Sobre Saldaño pesaba una condena a muerte por secuestro, robo y asesinato.

Los hechos son conocidos: el 25 de noviembre de 1995 Víctor Hugo Saldaño y su amigo mejicano Jorge Chávez, borrachos y bajo los efectos del crack, asaltaron al comerciante norteamericano Paul Ray King. Lo llevaron en su auto a un bosque en las afueras de Dallas.

Saldaño dijo que era la primera vez que hacía algo así. Su torpeza no podía ser más brutal: lo ejecutó de cinco tiros. Luego diría que lo hizo porque King intentó quitarle el arma. Cuando la policía lo encontró, tenía el reloj del comerciante, los cincuenta dólares que le robó, la pistola y una parva de testigos en su contra. Chávez acordó su condena a perpetua a cambio de acusar del crimen a su amigo. Todavía hoy la cumple. Saldaño escribió su declaración de puño y letra en la comisaría donde lo llevaron la noche del crimen. No había abogado. “¿Cuántos años me van a dar?”, preguntó después de firmarla.

A casi 22 años del crimen, Lidia le dice a EL DIA: “El juicio fue un circo”. La sentencia argumentaba que su hijo era, además de culpable, peligroso y por eso había que ejecutarlo. Para estimar su peligrosidad fue crucial la evaluación del psicólogo filipino Walter Quijano, que consideraba como agravantes su condición de hombre, joven y latino.

Todavía hoy, a sus 68 años, Guerrero insiste con que se haga justicia. A sus 44, Saldaño espera.

“Estoy vivo por vos”, le dijo Víctor a su madre en más de una oportunidad. Estaba en lo cierto: si ella no hubiera insistido para que la Cancillería argentina se ocupara del caso, hoy se lo contaría entre los 110 latinos ejecutados en EE.UU. desde 1976, cuando se reinstauró la pena de muerte. Tenía fecha de ejecución para el 18 de abril del 2000.

Saldaño todavía vive, por así decirlo, en el death row -el pasillo de la muerte-, al igual que los casi 3.000 condenados a la pena capital en todo el territorio estadounidense. Hace 20 años que espera en una celda de tres por tres sin televisión ni compañía, apenas una ventana pequeña, en lo alto, que da a un campo inmóvil. En el 2001 empezó a desequilibrarse. Tuvo cinco internaciones en un penal neuropsiquiátrico. Tantas veces intentó suicidarse y no pudo, que ya ni lo intenta. “Se me hizo fácil matar a alguien, pero se me hace tan difícil matarme a mí”, explicó. En tres oportunidades trató de frenar las apelaciones para que lo ejecutaran, pero lo convencieron de que desistiera. Dijo que se quedaba por su madre.

Saldaño era un joven que quería conocer el mundo y se convirtió en el único argentino condenado a muerte en EE.UU. Más de diez países, Naciones Unidas (ONU), la Organización de Estados Americanos (OEA), Amnistía Internacional y otras organizaciones de defensa de las minorías junto con dos Papas, defendieron su causa. Hoy se agotaron todos los recursos del derecho interno estadounidense para frenar su ejecución.

“DALLAS. ARRESTADO. FIN DE LA HISTORIA”

“Mirá, cuando uno es estúpido...”, se queja Lidia. Y dice en la charla con EL DIA “... yo también debo tener mala cabeza, porque a mí me decían: no te cases y yo fui y me casé”.

-¿Estaba muy enamorada del padre de Víctor?

-Mucho, era un churro bárbaro.

A pesar de las advertencias, a mediados de los ‘60 Lidia se casó con José Hugo Saldaño y tuvieron tres hijos: Ada, Sandra y Huguito, como le dicen las mujeres de la familia. A fines de los ‘70 volvió a formar pareja y tuvo otro hijo.

“Yo era muy joven y el padre de los chicos era, cómo decirlo, era vago”, explica Guerrero. Nunca más volvió a verlo después del divorcio. Desconoce si aún vive. “Más tarde supe que cuando los chicos son tan pequeños, la separación es muy traumática. Separarse fue otro error”.

Víctor tenía dos años.

La tarde en que dejó su hogar, Saldaño empezó una travesía que duró casi siete años y en la que anduvo, sin dinero ni pasaporte, por trece países. El primero al que llegó a dedo fue Brasil. En Florianópolis encontró a su padre con una nueva familia. Vivió con ellos seis meses hasta que necesitó ponerse en movimiento.

En Rondonópolis conoció el amor y luego siguió viaje. Vivió en la Guayana Francesa hasta que lo deportaron. Antes de eso, volvió a enamorarse. Puede que haya tenido un hijo, supone su madre. Conoció Nicaragua, Honduras, Costa Rica. Fue albañil, tractorista, minero. Llegó a Méjico en un tren de carga y desde Piedras Negras cruzó a Eagle Pass, Estados Unidos. Allí se instaló en un barrio de indocumentados.

Mientras tanto, en su casa del barrio del Sindicato de Empleados de Comercio, Lidia había pasado por varios estados: desesperación, depresión, resignación. Con el tiempo se acostumbró al que se convertiría en el más habitual: la espera. Con regularidad incierta, su hijo enviaba una carta con novedades. Nunca un remitente. “Sabía que si me decía dónde estaba lo iba a buscar”, deduce.

Guerrero conserva todas esas cartas, y las que vinieron después, en una carpeta en la que ahora busca. “Abrir esto me descompone”, aparta la vista y se sienta. Además de esos recuerdos, le pesan los periodistas, las fotos y dos décadas de repasar una historia que preferiría que fuera ajena. “Cada nueva entrevista me duele un poco más”, lamenta. Cuando se repone encuentra lo que buscaba: un punteo en el que su hijo detalló todos los lugares por donde anduvo. Hacia el final del recorrido, Saldaño remata: “Dallas. Arrestado. Fin de la historia”.

“EL ÁNGEL WAMBA”

Hacia mediados de los ‘90 Lidia llevaba una vida serena. No todo era como quería, Víctor seguía lejos, pero en su hogar las cosas estaban en orden. Había aceptado el retiro voluntario en el Ministerio de Obras Públicas de Córdoba y con ese dinero montó un negocio de ropa que marchaba bien. Había vuelto a formar pareja y sus hijas terminaban la adolescencia sin grandes cimbronazos.

Una tarde, Ada y Sandra le pidieron a su madre que se sentara, tenían una mala noticia. Ella se adelantó: ¿quién de las dos está embarazada?, preguntó. “Ojalá hubiera sido eso”, reflexiona hoy, “en aquel momento pensaba que era la mayor deshonra, pero cuando me dijeron lo que había pasado, quería que me tragara la tierra”.

Lidia viajó dos veces hasta la Cancillería argentina en busca de ayuda. Volvió decepcionada. Cuando los medios difundieron el caso, la diplomacia se puso a su disposición. Pero no fue hasta que apareció un diplomático en particular, que esta madre recobró las esperanzas.

Durante casi cuatro años, una vez por semana el cónsul argentino en Houston, Horacio Wamba necesitó de al menos un whisky, de la etiqueta que fuera, para adaptarse de nuevo al mundo de los vivos. “Cada vez que salía del pasillo de la muerte”, recuerda una década después, “quedaba destrozado”.

El caso apasionaba a Wamba desde antes de asumir en el cargo. Para cuando se convirtió en cónsul, ya lo había estudiado y delineado una estrategia. “Yo necesitaba un challenge”, le dice a EL DIA este platense que se formó como abogado en la Universidad Nacional de La Plata, al igual que su padre y su abuelo. En criollo: Wamba necesitaba un desafío.

Con la fecha de ejecución pisándole los talones, el cónsul convenció a Stanley Schneider, uno de los mejores abogados de Texas, para que defendiera gratis a Saldaño. Diez países latinoamericanos, la Iglesia católica de Texas y diferentes organizaciones en defensa de las minorías, apoyaron el recurso que Schneider presentó ante la Corte Suprema estadounidense. Le solicitaba al máximo tribunal que evaluara si hubo discriminación. La Corte les dio la razón: revocó la condena a muerte por discriminatoria y devolvió la causa a los tribunales de Texas.

“Wamba es el ángel que le salvó la vida a mi hijo”, repite Lidia cada vez que lo recuerda. “Hizo gestiones extraordinarias”. Cuando en abril del 2002, la Corte Penal de Apelaciones de Texas ratificó la pena de muerte para Saldaño, el cónsul buscó el recoveco necesario para su reclamo. Además, el embajador argentino pidió clemencia al gobernador de Texas. Apoyaron el pedido trece países, la Organización de Estados Americanos, Naciones Unidas y el papa Juan Pablo II.

En simultáneo, el representante demócrata Royce West impulsó la Ley Saldaño, que prohíbe desde entonces la utilización de estereotipos racistas en los juicios. Más de 100 procesados fueron liberados desde su implementación.

No hubo clemencia para Saldaño, pero el reclamo de Wamba tuvo éxito y en marzo del 2004 quedó firme la anulación del juicio. El Estado de Texas debía liberarlo o juzgarlo nuevamente en el lapso de seis meses.

Para el segundo juicio, ni Lidia ni Víctor contaban con su ángel. La escasez de recursos y la soledad en la disputa contra el Estado texano desgastaron al cónsul. A principios del 2004, a poco de terminar su misión diplomática en Houston, había perdido 18 kilos. Temiendo que se tratara de un tumor, regresó a la Argentina. Era estrés. Estrés pos challenge.

LA FE

Años atrás, Víctor Saldaño se jactaba de ser ateo. Hace poco se asumió creyente. Tiene la esperanza de reencarnar en Córdoba, como un bebé, cerca de su madre.

Lidia Guerrero es evangelista desde ya no recuerda cuándo. Cree que sin la ayuda de Dios, no hubiera podido pelear contra las injusticias que sufre su hijo. Es Dios, dice, quien pone buenas personas a su paso ¿de qué otro modo habría llegado, sin un peso, hasta donde llegó?

En junio del año pasado, el papa Francisco recibió a la mamá de Saldaño en una audiencia privada. Ya se habían conocido en una pública, en el 2014. “Si habré rezado por ese cordobesito”, se cuenta que dijo Francisco. “Pobrecito el Papa”, lamentó Saldaño cuando le contaron.

Poco antes de que empezara el segundo juicio, en noviembre del 2004, Lidia tuvo el presentimiento de que no le ganarían al Estado texano por segunda vez. El abogado Stanley Schneider ya no estaba en el caso. La estrategia de la nueva defensa no planteaba la inimputabilidad de Saldaño por los daños psicológicos sufridos en el death row. Según uno de los nuevos abogados, Jonatan Miller, los resultados de ese planteo podían ser tendenciosos.

Un día antes de que empezara el juicio, Guerrero le dijo a Miller que, cuando le toque testificar, pediría un examen psicológico para Víctor. “Mi hijo estaba loco”, se queja, “yo no podía jurar decir la verdad ante Dios y luego mentir”. La defensa le prohibió declarar.

Era la segunda oportunidad de un ex condenado a muerte de evitar el death row y cumplir su pena en una cárcel común o en un neuropsiquiátrico. Se lo juzgó como a alguien responsable de sus actos. El juicio duró una semana. Durante una de las audiencias, Saldaño se masturbó. La estrategia de su segunda defensa no convenció al jurado. Volvieron a condenarlo a muerte.

El único reclamo vigente al día de hoy, ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), plantea que hay un acto de discriminación que no se saldó. La denuncia inicial fue en 1998. El 20 de enero de este año, por fin, la CIDH recomendó a los Estados Unidos conmutarle la pena y sacarlo del corredor de la muerte. “No sabemos si Texas la acatará”, reconoce Carlos Vega, el abogado de Saldaño ante la Comisión, “ese es el verdadero problema”.

EL PODER REAL

Saldaño y su madre conocen muy bien los alcances del Estado de Texas. “Para el segundo juicio, el juez me mandó una carta diciendo que era muy importante mi presencia para que pudiera salvarle la vida a mi hijo”, recuerda Lidia: “Texas me pagó el pasaje y el hotel”.

Las decepciones de Guerrero no pudieron ser más: por segunda vez le impidieron abrazar a su hijo, al que no toca desde que tenía 17 años, y su presencia no evitó la segunda condena.

Durante el juicio usaron un maniquí para representar a Saldaño “le pusieron una peluca afro”, se indigna Lidia “Víctor nunca tuvo el pelo así”. Cuando se terminó el juicio, la fiscal lo golpeó hasta desmembrarlo. “Todos los que estaban ahí se reían”, recuerda “eso no es justicia, es venganza”.

El año pasado, el Centro de Investigaciones de Washington informó que el 49% de la población estadounidense está a favor de la pena de muerte. El porcentaje es alto pero por primera vez en casi 50 años no es mayoritario. De los 50 Estados de la unión, 30 la practican. Desde que se reinstaló en 1976, fueron ejecutadas 1.431 personas. El año pasado: 9. Del total de ejecuciones, más de 500 fueron en Texas, el Estado que más mató históricamente. Hay 263 condenados en el death row local, el tercero más poblado del país. De ese total, el 70% pertenece a alguna minoría racial. Según el Centro de Información sobre la Pena de Muerte, uno de cada cuatro presos en el corredor de la muerte fue defendido por abogados que habían sido sancionados, puestos en período de prueba, suspendidos, o inhabilitados para ejercer.

Durante una visita, Lidia escuchó cómo se convocaba a los condenados desde los altoparlantes minutos antes de una ejecución, “Wake up, walking dead. The show is about to begin”. Levántense los muertos que caminan, el show va a comenzar.

DESEO DE MADRE

Treinta años atrás, Lidia estaba convencida de que sus hijos serían lo que ella hiciera de los cuatro. Trabajó duro para lograrlo “a veces me pregunto si no debería haber estado más tiempo en la casa, jugar con ellos”, todavía se cuestiona. Sus ambiciones eran simples: que estudiaran, que trabajaran, que fueran felices.

“Dios nunca permite que te pase algo sin darte oportunidades”, reflexiona Guerrero: “Víctor tuvo la chance de vivir bien, pero él no quería asentarse, prefería comprarse ropa, andar de joda, a veces con prostitutas. Es muy grande la frustración como madre. Un hijo puede ser un galardón o una vergüenza. Huguito eligió mal y para mí es una vergüenza, pero es mi hijo y lo crié con amor”.

Cuando no duele tanto, Lidia piensa en el futuro. Dice que este año “seguro se definirá”; es probable que fijen una fecha de ejecución, su temor recurrente. Luego dice que si ese día la invitan -porque suelen convocar a las familias de los condenados- no irá. Al rato se retracta: no cree que lo ejecuten. ¿Qué la hace pensar eso? “No sé, quizá sea una defensa psicológica”, reconoce.

Su sueño es que Víctor quede libre y pueda estar en un hospital neuropsiquiátrico de Córdoba. Reza porque se cumpla: “Sé que humanamente no se puede, pero dicen que a Dios hay que pedirle lo imposible”.

Los hechos son conocidos: el 25 de noviembre de 1995 Víctor Hugo Saldaño y su amigo mejicano Jorge Chávez, borrachos y bajo los efectos del crack, asaltaron al comerciante norteamericano Paul Ray King. Lo llevaron en su auto a un bosque en las afueras de Dallas. Saldaño dijo que era la primera vez que hacía algo así. Su torpeza no podía ser más brutal: lo ejecutó de cinco tiros. Luego dirá que lo hizo porque King intentó quitarle el arma

Stanley Schneider, uno de los mejores abogados de Texas, presentó un recurso ante la Corte Suprema estadounidense. Le solicitaba al máximo tribunal que evaluara si hubo discriminación. La Corte les dio la razón: revocó la condena a muerte por discriminatoria y devolvió la causa a los tribunales de Texas

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