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Sanar la medicina

Sanar la medicina

SERGIO SINAYsergiosinay@gmail.com

14 de Octubre de 2018 | 08:20
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Es más importante saber qué persona sufre una enfermedad, antes que saber que enfermedad sufre una persona. Esto sostenía Hipócrates, padre de la medicina occidental, en el siglo V antes de Cristo. Como apunta el doctor Federico Marongiu, ex presidente de la Sociedad de Medicina Interna de Buenos Aires, en su apasionante “Historia de la Clínica Médica”, Hipócrates no solo describió con notable precisión numerosas enfermedades, sino que además impulsó variadas técnicas de exploración y tratamiento de las dolencias. Pero además, escribe Marongiu, eran destacables sus aspectos éticos y humanos. “Invocaba el amor hacia el hombre en tanto la primera cualidad imprescindible para ejercer el arte y la ciencia de curar”. En su práctica diaria, relata Marongiu, ejercitaba la medicina junto al lecho del enfermo y usaba todos los sentidos para auscultarlo. Reconocía el aspecto de la piel, su grado de humedad y tersura, observaba los movimientos del cuerpo y de los miembros, los mínimos temblores, los gestos de la cara, el aspecto de las manos y de los ojos. Y eso mismo enseñaba a sus discípulos. Ante un paciente, Hipócrates cumplía con su máxima. Priorizaba a la persona por sobre la enfermedad.

ENFERMOS REPENTINOS

Seiscientos años después de Hipócrates, la periodista e investigadora Soledad Ferrari, autora del reciente libro “El negocio de la salud”, describe de la siguiente manera una consulta médica en nuestros días: “Se sienta y diagnostica lo que ve en la pantalla. Somos los valores de un estudio de sangre”. Después de desplegar abundante información sobre la cantidad de innecesarios estudios y análisis clínicos a que somos sometidos ante el menor síntoma de cualquier cosa, o por simple y discutible “prevención”, Ferrari se interna en las costosas consecuencias económicas, especialmente para las personas de a pie, de una vida monitoreada. Y se pregunta: ¿Cuánto falta para que solo se considere sana a una persona que no fue lo “suficientemente” estudiada? Es que cuantos más son los estudios a que se somete a alguien, mayores posibilidades tiene de convertirse en paciente de una dolencia cualquiera.

Muchas veces esas dolencias están más relacionadas con la necesidad de la industria farmacéutica de ampliar mercados y ganancias que con reales problemas de salud. Las proyecciones de esa industria, según explica la Ferrari, calculan que en los próximos años el mercado de fármacos y estudios para la hipertensión moverá alrededor de 40.000 millones de dólares. ¿Cómo activarlo? El procedimiento es sencillo. Bajando los parámetros de la tensión alta. Si hasta 2003, recuerda Ferrari, 120-129 de tensión máxima y 80-84 de mínima era lo normal, basta con bajar un punto para que, súbitamente, millones de hipertensos que no lo eran sean recetados y se conviertan en consumidores crónicos de fármacos que, curiosamente, acaban de ser creados con sospechoso oportunismo. La misma matriz funciona en otras dolencias y diagnósticos.

La médica canadiense Ghislaine Lanctôt, flebóloga internacionalmente reconocida, denunció de modo resonante estas manipulaciones en un libro que le costó ser perseguida por la industria farmacéutica y por organizaciones médicas ligadas a esta. Publicado originalmente en 1994, “La mafia médica”, tuvo sucesivas ediciones en numerosos idiomas y expuso sin maquillaje los mecanismos impúdicos de una industria que, junto a la de armamentos, petróleo y bancos, funciona como uno de los principales poderes que mueven las ruedas del mundo. Lanctôt sufrió juicios y encarcelamiento, abandonó por decisión propia títulos, cargos y honores, no cejó en su posición y hoy se define como “médica del alma”. Su libro sigue siendo una referencia ineludible y muchos otros autores en el mundo la han acompañado con los propios, agregando argumentos a los expuestos por la médica canadiense. Entre ellos, el alemán Jörg Blech, con “La medicina enferma”, los austriacos Kurt Langbein Y Bert Ehgartner con “Las traiciones de la medicina” y los argentinos Alberto Agrest (maestro de generaciones de médicos) con “En busca de la sensatez en medicina” y Mónica Müller, con “Sana sana, la industria de la enfermedad”.

Para Lanctôt, 75% de los costos de la medicina de la enfermedad son evitables. Y la llama “medicina de la enfermedad” porque, según demuestran tanto ella como otros autores e investigadores, es justamente la enfermedad y no la salud el motor lucrativo de esta industria. Lanctôt subraya que tanto los médicos conscientes y amantes de su vocación, como los propios pacientes, se convirtieron en meros espectadores dentro de un sistema que se vale de ellos. Y llama a los pacientes a recuperar su autonomía de decisión sobre su cuerpo, así como su poder económico, y a los facultativos a recobrar el poder médico, su autoridad para decidir sin presiones de la industria, con el ojo y el corazón puestos en la persona que los consulta.

UNA ESPECIE EN PELIGRO

Acaso sea el eco de esta preocupación el que resonaba en los miembros de la Agremiación Médica Platense cuando, poco tiempo atrás, manifestaban en estas páginas que “si seguimos en esta situación en pocos años no vamos a tener más especialistas en clínica, lo que generará una crisis sanitaria aún mayor”. La especialización médica puede verse como una consecuencia del avance del paradigma de la rentabilidad por sobre el del bienestar. A medida que se reproducen las especialidades, cada vez más específicas y detallistas, desaparece la mirada integral sobre la persona. El paciente pasa a ser un órgano y no un organismo. Si cada órgano es seguido por un técnico cuyo saber se reduce a su especialidad y un paciente está, simultáneamente, atendido por diferentes especialistas porque varios órganos requieren vigilancia, ¿quién tiene la visión global de su salud? ¿quién coordina las directivas? ¿quién impide las posibles consecuencias nocivas de un tratamiento sobre otro? ¿y quién evita que los gastos médicos y farmacéuticos se multipliquen?

La respuesta a todos estos interrogantes, y algunos más, solía estar en un antiguo y valioso descendiente de Hipócrates. El médico clínico. Una especie hoy en extinción, que no solo debe ser recuperada e incrementada, sino estimulada. Contra esta necesidad conspiran, de manera combinada, los intereses de la industria, los malos sueldos y honorarios de quienes aspiran a dedicarse a la medicina recuperando y honrando los valores de la profesión (se excluye aquí a los que coluden con la industria), e incluso la anemia moral de una sociedad y un estado que, cada uno a su manera, parecen haber olvidado que médicos con conciencia hipocrática son pilares necesarios en una comunidad cuyos miembros aspiren a vivir de un modo trascendente.

El psicólogo existencialista Irvin D. Yalom (autor de “El don de la terapia” y, como novelista, de “El día que Nietzsche lloró”) recuerda siempre a sus discípulos que “lo que cura es el vínculo”. También ahí resuena Hipócrates. El vínculo, en este caso, entre un médico que ve, registra y atiende (en el sentido más amplio y profundo de la palabra atender) a una persona, lejos de todo otro interés que no sea el bienestar de ese individuo. Que la salud, la alimentación y la educación se conviertan ante todo en negocios, es síntoma peligroso para una sociedad.

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