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Son numerosas las oportunidades en las que desde esta columna se ha puesto de relieve la importancia de que La Plata, pese a su aún relativa corta vida en relación a otras ciudades, disponga de una riqueza ornamental importante, surgida de la misma época de la fundación y mantenida por las sucesivas generaciones, sin dejar de ver que en muchas oportunidades no se cumplió con la debida preservación de ese patrimonio. Ello no implica, sin embargo, propiciar que “no se toque nada” del pasado, ni siquiera aquello que exponga cotidianamente su inconveniencia.
A título ejemplificativo puede hablarse aquí de los balcones amurados del siglo XIX, de casonas particulares y grandes edificios públicos que sufrieron mutaciones impropias, de la desaparición de algunas sedes y de lugares históricos, como el arco de entrada al Bosque o como el viejo Mercado, que formaban parte de la memoria afectiva y colectiva de la Ciudad y que pudieron ser mantenidos, con las debidas y periódicas restauraciones.
Los urbanistas no dejan de valorar la coexistencia de lo moderno con lo tradicional
Los urbanistas no dejan de valorar la coexistencia en una ciudad de lo moderno -condicionado por la superpoblación, el transporte o la economía- con lo tradicional que merezca ser preservado y proyectado. Saben también, como lo han dicho los principales mentores del urbanismo, que toda nueva construcción debe estar condicionada por la sensatez, alejada tanto del vértigo como del quietismo.
En ese contexto de equilibrio es que debe hablarse ahora sobre los trastornos cotidianos que plantea en nuestra ciudad la presencia de muchas calles adoquinadas, algunas de ellas céntricas. Además de los inherentes al tránsito, entre otros factores negativos, por el alto costo que supone su reparación, que sólo puede concretarse a través del trabajo manual y que por ello resulta ser tres veces más caro que el asfalto. También, como se ha insinuado ya, por las conocidas dificultades que el adoquinado, por su obsolescencia y anfractuosidades, plantea para el tránsito automotor.
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Es bien sabido, que no pocos vecinos y entidades se han movilizado en diversas oportunidades a favor del adoquinado. Además de la defensa de lo tradicional, han argumentado que este tipo de superficie es más permeable y permite la absorción del agua de lluvia. Sin embargo, en referencia a este último concepto, otros especialistas aseguran que los adoquines pueden no favorecer el escurrimiento del agua, sino, por el contrario, entorpecerlo.
Lo cierto es que en la Ciudad de Buenos Aires se encuentra en vigencia la ley 65, sancionada por la Legislatura porteña en 1998. Esa norma contempla las dos posturas, en el sentido de que protege al adoquinado sólo “en las vías secundarias, adyacentes y/o circundantes a monumentos y lugares históricos”.
La ley porteña respeta, entonces, la postura de los defensores del adoquinado, al disponer esa preservación, pero condicionada a ciertas características. Y, a la vez, libera al poder público para que pueda impulsar recambios en la superficie de muchas otras calles que, en la actualidad, constituyen un verdadero quebradero de cabeza para quienes se ven obligadas a transitarlas.
Nadie duda que las históricas calzadas romanas, con sus 100 mil kilómetros de caminos, vertebraron uno de los imperios más poderosos. Hechas con piedras y cantos rodados sobre arena, unieron las ciudades de la actual Italia y se expandieron por toda Europa. Sin embargo, el tiempo y el progreso pudieron con ellas y se las debió reemplazar por redes viales y autopistas construidas con materiales aptos para canalizar flujos vehiculares más exigentes. El progreso dijo su palabra, como ocurrió en el resto del mundo.
Son positivas y pueden coexistir, entonces, las dos posturas: la que promueve dejar algunas sendas históricas adoquinadas en la Ciudad, como testimonios relevantes del pasado y, también, la de remozar, de una vez por todas, la superficie de muchas calles que no deben pretender seguir siendo, para La Plata, nuestras obsoletas, intocables y sempiternas “calzadas romanas”.
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