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Información General |Se los ve por el puerto, la bristol y la rambla, entre otros puntos

En la era de las selfies, los fotógrafos de temporada dan pelea en Mar del Plata

Frente a la masificación de los celulares con cámaras, ellos apelan al retrato impreso y “duradero” como argumentos de venta

En la era de las selfies, los fotógrafos de temporada dan pelea en Mar del Plata

los Lobos Marino, el escenario desde el que Alejo Campos retrata a los turistas

Jorge Garay y fotos Demian Alday

1 de Febrero de 2019 | 02:23
Edición impresa

“¿Nos sacás una foto?”, pide un grupo de veinteañeras y presta su teléfono celular a un joven alto y delgado, su cámara profesional colgando del cuello, pesándole como un collar de cocos. El muchacho inclina el cuerpo en 45º, mira a través del móvil en posición horizontal, encuadra a las chicas que se abrazan y le sonríen. “¡Listo!”, grita él, devuelve el teléfono y las jovencitas -con su “gracias” a coro- se pierden en la Rambla de Mar del Plata, que a la hora de la siesta es una confusión de karaoke, baile, estatuas vivientes, olor de pochoclos y garrapiñadas, gritos de vendedores, personas que miran el espectáculo desde las escalinatas como gradas. “De nada”, responde el fotógrafo, y mientras se alejan suelta un reproche matizado con risas: “Aunque labure de sacar fotos”.

Alejo Damián Campos tiene 19 años, es ingresante de la carrera de Medios Audiovisuales en la Universidad Nacional de Mar del Plata y sueña con trabajar de forma independiente con su Nikon D3300, su “compañera” desde los 16. Mientras, esta temporada despunta el vicio en busca de turistas que se dejen retratar por él en el Monumento al Lobo Marino, con el fondo de mar y sombrillas de la Playa Bristol, y más allá los edificios de la ciudad. Sabe que la tarea no es fácil: “Me pasa mil veces -acepta- que como me ven con la cámara, quizá intuyen que puedo hacer buenas fotos, pero en lugar de pedirme que les dispare con la D3300 me dan sus celulares para que les saque y se van”.

Como buen centennial (como se denomina a los nacidos entre 1990 y 2000) y contemporáneo de la vida entre pantallas -el smartphone última generación, la cámara integrada al móvil con la que todos presumimos de fotógrafos-, Alejo acepta las paradojas sin enojo.

Para toda la vida

Nacido en La Feliz, él trabaja cuando la mayoría vacaciona. De 15 a 23 -aunque en jornadas de mayor demanda “pueden hacerse las 2”- su labor se divide en dos: de día se mantiene firme junto al Lobo más cercano al Hotel Provincial; de noche cruza al parque de diversiones que está en la primera línea de la Bristol, detrás de la zona de carpas. En ambos casos, el speech persuasivo, siempre apoyado en una amplia sonrisa, será el mismo: “¿Quieren sacarse una foto y llevársela impresa en cinco minutos?”, preguntará, y ofrecerá ese “recuerdo que te queda para toda la vida” enmarcado en un portarretrato de fantasía o en un calendario tamaño A4. Uno por $180; dos por $250. Cuando se le pregunta cuánto puede llegar a cobrar en un buen día, Alejo mira con desconcierto, una mueca tímida en el rostro huesudo. No puedo precisarlo, dice, y que de eso se encarga su jefe, Walter Maidana, 52 años, 23 como fotógrafo, uno al frente de la cabina de impresión ubicada en el parque.

“La foto impresa te queda para toda la vida”, insiste también Yésica Miño, que tiene 30 años, dos hijos y hace 10 que peregrina por la zona de la Banquina de los Pescadores, el paseo que en días nublados se abarrota de turistas buscando su postal junto a las embarcaciones atracadas o los lobos marinos. El peso de la Nikon colgada al cuello encorva su cuerpo menudo, pero es el arma que tiene para tomar imágenes que su jefe revelará en un local del centro de La Feliz a $150 y que editará en barrocos marcos de tapas de revistas de chimentos. Yésica trabaja de 9 a 15, y cuando la venta es buena puede hacer $800 en una jornada. Pero “esta es una temporada mala”, comenta con sonrisa triste, y entonces amplía su radio al Centro Comercial del Puerto, recorre las mesas de sus restaurantes, intenta sacar algo más que seis fotos diarias. “Con diez -explica- puedo quedarme tranquila de que esa noche mis hijos comerán”.

El conocimiento

“Es muy variable lo que se puede ganar con esto, la venta ha bajado muchísimo”, admite Walter Maidana, y pone como ejemplo el destino de los laboratorios fotográficos, “que han derivado en casas de computación y venta de insumos”.

Walter defiende su profesión y batalla contra las cámaras que la mayoría llevamos en nuestros bolsillos porque “con el celular siempre te va a faltar uno en la foto”.

¿Y la selfie (autofoto)? Entonces se enoja y hace foco en la técnica, “que contribuye a que la foto sea mejor”. Apela a su “teoría de la mayonesa, que la podés hacer en tu casa, con un poco de aceite y huevo, pero la compramos en el supermercado. Con la foto debería pasar lo mismo”.

“El fotógrafo tiene un conocimiento extra”, sigue Walter, sentado a una computadora en la que va editando los retratos que Alejo y otro par de fotógrafos han sacado durante la jornada. Se larga con otra metáfora: “Es como el masajista. Podés elegir quedarte en tu casa y que tu novia o novio te masajee, pero sacás un turno con el profesional porque sabe algo más”.

Y además está la inseguridad, la crisis que actúa como benefactora, advierte Walter: “Te roban el celular y si no tenés copia de las fotos, fuiste”.

Volver a mirar

Como Alejo, Walter destaca también el carácter inmortal de la fotografía impresa, la intimidad de esa imagen como “objeto decorativo” del hogar en contraposición a este mundo de selfies y redes sociales en el que la foto de la siguiente hora anula a la anterior, retratos efímeros para subir a historias de Instagram que pueden desaparecer en 24 horas, que publicamos, no tanto para nosotros, sino para que otros miren. Pura fugacidad del presente, prueba instantánea -para la familia, los amigos, los vecinos- del paso por Mardel, compulsión que las cámaras integradas en los móviles alientan sepultando aquel “momento privilegiado de la fotografía fija” que Susan Sontag definió como “un objeto delgado que se puede guardar y volver a mirar”.

En cambio hoy, como interpreta el fotógrafo y ensayista catalán Joan Fontcuberta, “invertimos mucho más tiempo y energía en tomar fotos que en mirarlas”.

El joven Alejo propone el rescate de esa mirada, disfrutar de las vacaciones sin la ansiedad de querer fotografiarlo todo, reservarle al fotógrafo la tarea del retrato como testimonio de viaje. “Todavía hay familias y jóvenes atraídos por ese amor al papel, que quizá ni necesitan mostrar, pero les gusta despertarse, mirar la mesa de luz y verse otra vez en Mar del Plata”, completa con cierta poesía.

“Mar del Plata vive del turismo, su paisaje ya es una fotografía y por eso, pese al avance de la era digital, el oficio está muy extendido, se mantiene y se mantendrá”, confía Walter en su cabina del parque, desde la que fácilmente puede seguir a su ejército de fotógrafos, de pie junto a los lobos de mármol, buscando inmortalizar a los turistas sobre un fondo azul de cielo y mar que sus cámaras -su pericia para dispararlas- tanto pueden mejorar.

 

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