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Este epicentro tradicional de La Feliz fue noticia durante el verano por dos hechos de violencia en manos de custodios. Pero la seguridad dice que la cuestión es más compleja y que “acá tirás un fósforo y explota”. La situación, contada desde adentro
Los locales de playa grande reciben a una gran cantidad de jóvenes en las noches / Roberto Acosta
Pedro Garay
pgaray@eldia.com
ENVIADO ESPECIAL A LA COSTA ATLÁNTICA
Son las 2 de la madrugada y los vehículos parecen moverse en un solo sentido en Mar del Plata: micros atiborrados de jóvenes, taxis con más pasajeros que cinturones y autos con música a todo volumen se dirigen hacia Playa Grande.
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Es el epicentro de la juventud durante el día, donde miles de chicos se amontonan en 100 metros de ancho de playa, y también durante la noche, donde esos mismos jóvenes regresan para disfrutar de la decena de boliches que allí estallan. Hace tiempo, la calle de la noche era Alem, pero las quejas de los vecinos llevaron al traslado de la movida a Playa Grande, donde se encuentran locales ya emblemáticos de las temporadas estivales como La Normandina, Quba, Santa, Bruto y Mr. Jones, entre otros.
Cada uno con su impronta musical, desde electrónica hasta latina, y apuntando a un público específico (la mayoría vive de los adolescentes y sub 23, pero algunos lugares privilegian a los sub 30).
Todos, con una entrada que, los fines de semana, no baja de 500 pesos: ese es el valor del ticket anticipado que consiguen algunas mujeres; los varones, como es histórico, pagan más, y a medida que se acerca la noche las promociones se van agotando y el precio va subiendo. Un fin de semana, en puerta, el valor supera los mil pesos en algunos locales.
Con los precios, claro, no todos salen cada noche: “Elegimos, y hacemos otras cosas”, explica un grupo de sanjuaninos llegados hace una semana a Mar del Plata. Los días señalados como obligatorios son miércoles, viernes y sábado: el resto, los jóvenes cuentan que pueden reunirse en un bar, salir a dar una vueltita por el centro, ir a tomar a la playa o simplemente, quedarse hasta tarde en los after beach que ofrecen los paradores, a imagen y semejanza de Pinamar.
Pero aún siendo selectivos, a la madrugada la mayoría llega a la playa ubicada entre Julio Argentino Roca y la Avenida Juan José Paso buscando algún descuento, alguna promoción, alguna entrada gratis para ahorrar. Vuelan los mensajes por WhatsApp, y los tarjeteros se vuelven el centro de la fiesta, haciendo entrar a voluntad y ofreciendo 2x1 según su deseo.
“Acá es todo regateo”, explica Maite, parte de una comitiva platense recién arribada, y cuenta su técnica para conseguir entradas: “Al tarjetero lo tenés que trabajar”.
En esos 400 metros de boliche al lado de boliche, noche tras noche se congregan allí miles de chicos. Muchos van a probar suerte, a ver si consiguen alguna entrada para pasar sin pagar, y por las dudas llevan consigo la continuidad de la “previa” comenzada horas antes en su departamento alquilado o en la playa misma: llegan a Playa Grande bebiendo de botellas de plástico recortadas con mezclas de alta gradación alcohólica. Los “viajeros”.
“Si se arma, separamos rápido porque si no se matan a botellazos”, se escucha decir a un oficial apostado en la zona, con el rostro resignado. Es sin dudas un panorama particular, construido por el estado etílico de algunos por un lado, y el nervio tenso de los encargados de la custodia, por el otro: un polvorín que ya voló por los aires al menos dos veces este verano.
En Año Nuevo, Joaquín Arraras debió ser atendido por los servicios de rescatistas del lugar luego de caer violentamente al asfalto producto del accionar de un patovica; apenas siete días más tarde, la escena volvió a repetirse cuando -según fuentes policiales- empleados de seguridad de un local le propinaron una feroz golpiza a dos jóvenes, uno de los cuales terminó internado.
“Acá puede estar tranquilo, pero tirás un fósforo y explota”, afirma Federico Albano, representante de Sutcapra, el Sindicato Único de Trabajadores de Control de Admisión y Permanencia de La República Argentina, en Mar del Plata: el custodio se hizo presente en Playa Grande el fin de semana buscando relatar estas historias, que pusieron el foco una vez más en el accionar de los patovicas, desde otra perspectiva. Y apuntó a los chicos, las previas y la falta de control y prevención.
Albano relata varios hechos ocurridos durante la temporada de los que, dice, no se hicieron eco los medios, desmanes y batallas campales entre grupos que vienen “escabiando desde el mediodía”. Señala a los “viajeros” abandonados y grupos numerosos de jóvenes que bajan a la playa botella en mano. Cuando le comento que veo que piden documentos y que hay ciertos controles en los ingresos, acepta que este año se ha cuidado más la admisión de menores, aunque después de las 4, cuenta, se deja de pedir identificación si hace falta.
“Cuando empieza a apretar (la cola de chicos deseosos de ingresar) te dicen ‘daleee’ desde adentro. El ‘dale’ no es del seguridad, el seguridad si es por él controla uno por uno. Ahí es donde entran los menores. Porque el boliche quiere que entren”.
“Nadie justifica la violencia, pero es un problema como vienen los pibes”, agrega, cuando le pregunto sobre las escenas de violencia viralizadas. Y lanza: “Yo te mando a capacitar a la gente de seguridad… pero hay que apuntar a las otras patas de la mesa también”.
María Soledad Quiroga es instructora de boxeo en dos gimnasios marplatenses, y también trabaja de seguridad en los boliches de Playa Grande. De hecho, estuvo la noche de Año Nuevo en La Normandina, y pide revisar los juicios que se hicieron sobre lo ocurrido en ese boliche.
“La previa nadie la contó”, dispara, y dice que sacaron a cuatro muchachos que hicieron desmanes y rompieron vidrios de autos y que cuando su jefe de seguridad levantó a uno de ellos para correrlo, el joven no atinó a cubrirse o poner las manos “por el estado en que estaba”.
Pero Quiroga no condona la violencia, y no justifica lo que pasó en el segundo episodio: “Me pareció una locura”, lanza. Y dice que lamentablemente “hay patovicas y patovicas. No sé qué pasó adentro, pero claramente se le fue la mano. Obviamente, hay patovicas que llegan al choque por nada. Pero la mayoría no queremos que pase nada grave. Y cuando pasa algo así pagamos el pato todos los que laburamos bien y venimos a cuidar a la gente, por estos patovicas que se comportan mal”.
Lo cierto es que los dos hechos cobraron gran relevancia debido al grado de violencia que mostraban las imágenes: en tiempos de redes, la viralización fue instantánea y el repudio total, aunque, dice Quiroga, falta una reflexión más profunda.
“No hay control, se vende alcohol de forma masiva, se deja entrar a flacos que están alcoholizados. Porque lo que se necesita es vender entradas y alcohol. Y pagamos nosotros por ese ‘dejémoslos pasar que no pasa nada’, y los que terminamos poniendo el cuerpo somos nosotros”, muestra su visión del problema la instructora de boxeo. Y la clave, dice, también la tienen los chicos: “También necesitamos que se controlen las personas: no hace falta dársela en la pera para disfrutar”.
La situación en Playa Grande es a la vez excitante, una noche llena de gente por conocer y posibilidades numerosas. De día, muchos jóvenes que quieren evadirse del frenesí de Playa Grande escapan al sur; de noche, hay menos alternativas.
También en esas playas al sur del Faro hay algunas opciones nocturnas, con shows en vivo y DJs. Pero el precio es otro. Y es alto.
“Yo estoy loco y pago una luca y media la entrada”, dice un platense. Pero sus amigos no lo acompañan y no dudan: a la noche estarán en Playa Grande, el epicentro de la noche marplatense.
Expertos en la movida en Mardel hablan del consumo excesivo de alcohol de muchos jóvenes
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