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Su nombre científico es “Prospaniomys priscus”. Dos investigadoras locales estudiaron su cráneo, lo que permitió establecer cómo se movían, qué escuchaban y cómo comían
Algún tiempo atrás, hace de esto entre unos 19 a 16 millones de años -Mioceno inferior- habitó en lo que hoy es la Patagonia argentina un roedor de entre 10 y 20 centímetros de largo, de la familia de los octodontoideos –nombre que refiere a la estructura de su dentición, con una figura que se asemeja a un número ocho– perteneciente a un grupo de roedores endémicos de América del Sur conocidos como caviomorfos, que adquirieron formas variadas, y entre sus representantes más conocidos se encuentran los tuco tucos, de hábitos subterráneos; los coipos, más adaptados a espacios acuáticos; y otros relacionados con ambientes selváticos. A este se lo denominó “Prospaniomys priscus”, y no está relacionado directamente a ninguna de las formas vivientes.
De él, se conserva un cráneo que se encuentra en el Museo de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia y que es el mejor preservado para un ejemplar de su edad.
La novedad, es que dos investigadoras platenses lo estudiaron a través de la paleoneurología, logrando conclusiones sobre como vivían esos pequeños animales, planteando además una serie de interrogantes sobre la historia evolutiva de este tipo de roedores, todo lo cual llevó a que su trabajo fuera recientemente publicado por la revista científica internacional “Journal of Vertebrate Paleontology”.
“Se conoce como paleoneurología -explican las investigadoras del Conicet La Plata que acaban de publicar el trabajo que se enmarca en esa disciplina- a la rama de la biología que estudia la anatomía interna del cráneo de animales antiguos para establecer relaciones entre su estructura y el cerebro y sus órganos asociados. Por un lado, permite estudiar cómo han ido variando las estructuras anatómicas en el tiempo, como por ejemplo los cambios en la forma y tamaño. Por otro, tanto el cerebro como la región auditiva están estrechamente vinculados a los hábitos locomotores y al ambiente, y por lo tanto cuando comparamos estas estructuras con la de animales vivientes, podemos realizar inferencias relacionadas a como se movían, los sonidos que podían haber escuchado y el ambiente en el que habitaron”.
Michelle Arnal, investigadora en la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de la UNLP y una de las autoras del trabajo, había estudiado hace algunos años la estructura externa del cráneo del ejemplar extraído de un yacimiento ubicado en la localidad de Sacanana, en el centro norte de Chubut, y aquella descripción externa le permitió reparar en una serie de características distintivas que invitaban a investigar “qué pasaba dentro de ese cráneo”.
Para ello, se contactó con María Eugenia Arnaudo, por entonces becaria del Conicet en la facultad de Ciencias Naturales y Museo y primera autora del reciente trabajo, cuyo tema de tesis había sido el estudio del sistema auditivo de osos fósiles.
Fue así que, juntas, emprendieron lo que definen como “la primera descripción anatómica interna de un caviomorfo fósil”, trabajo que realizaron mediante tomografías computadas de alta resolución.
“Por un lado -describe Arnal- el ejemplar presentó unas bulas timpánicas hipertrofiadas, o muy desarrolladas, en la parte posterior del cráneo, es decir una especie de caja de resonancia que en general está asociada a animales que habitan en espacios desérticos, y que gracias a esa adaptación pueden captar sonidos de baja frecuencia para, entre otras cosas, detectar la presencia de posibles depredadores o comunicarse. Por otro, unos dientes de coronas bajas que si uno compara con formas actuales, aparecen más bien en animales que tienen dietas blandas a base de hojas o frutos, es decir relacionados a espacios más cerrados, como los pampeanos, bosques y selvas actuales, pero no desérticos. Esto marca cierta contradicción, ya que se supone que las bulas son caracteres adaptativos al ambiente, pero hay otros indicios que dan cuenta de lo contrario, que podría tratarse de un patrón ancestral, hereditario”.
Una dificultad que resultó importante para los estudios comparativos, es que no hay análogos de este ejemplar que vivan en la actualidad, “y en ningún caviomorfo u otro roedor de los que analizamos se da esa combinación de bulas grandes con esos dientes de corona baja”, destacó Arnaudo.
Por no ser un animal subterráneo, llamó la atención el tamaño de sus bulas timpánicas
Las posibles hipótesis que plantean las investigadoras son dos: que esas bulas superdesarrolladas hayan sido una adaptación que hizo este grupo de roedores cuando surgió durante el Mioceno, o que sea un patrón ancestral heredado.
“No hay mucha información sobre cómo era el paleoambiente en Sacanana durante el Mioceno, aunque la procedente de otras localidades de la Patagonia de esa edad propone que allí no había desiertos. Eso indicaría que es un carácter ancestral. Pero entonces, ¿para qué necesitaban semejante caja de resonancia animales que vivían en ambientes cerrados, similares a los pampeanos, bosques o selvas de la actualidad?”, se pregunta Arnal.
“Se han observado bulas grandes en roedores de hábitos subterráneos, porque debajo de la tierra las ondas de baja frecuencia se transmiten mejor, pero los rasgos anatómicos de este ejemplar nos indican que no era subterráneo, así que estamos ante una disyuntiva porque no tenemos análogos vivientes que nos lo expliquen”, apuntó la científica.
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El prospaniomys priscus tenía bulas timpánicas muy desarrolladas / Conicet
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