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Impulsado por el éxito de “The Office”, la fórmula se viste de realidad para parodiar tanto al cine como a los sujetos y universos retratados
“American vandal” y el spin off de “The Office”: “David Brent”
Hay dos cuestiones básicas para que un espectador pueda disfrutar al máximo de un falso documental. Primero, conocer las características propias del documental, el género que le da un tratamiento creativo a un hecho real. Segundo (aunque ya esta segunda regla se volverá flexible), firmar un acuerdo tácito con el director entendiendo que lo que está contando es ficción.
Ahora sí estará el espectador listo para explotar este apasionante terreno que, para muchos, se convierte en un divertido camino de ida. ¿Qué es esta locura? Seguramente será esa una pregunta frecuente para los que incursionan en el falso documental, también llamado “mockumentary” (apócope de “mock documentary”, documental en burla, en inglés), por primera vez. No se trata de que el público crea en la historia, generalmente construida en base a personajes en apariencia verdaderos, sino que disfrute de su falsedad. Para eso el humor es fundamental.
Un humor donde la crítica social atraviesa el género, que busca incomodar al espectador, provocarlo. Para eso se exacerban al máximo los recursos propios del documental, parodiándolo.
En la construcción de este falso relato, las entrevistas a cámara fija son fundamentales, aunque también se apela al recurso de grabación oculta. La complicidad con la cámara, con los espectadores que están detrás de la tevé, queda de manifiesto en ocasiones en que los personajes son seguidos durante sus actividades y hablan directamente a la cámara. Con todos estos recursos, lo curioso es que no faltan, en algunas ocasiones, quien piensa que está viendo un documental “real”...
El género tiene su origen casi en los comienzos del cine, pero en el principio de la actual forma del falso documental estuvieron “This is Spinal Tap” y Woody Allen: “Spinal Tap”, de Rob Reiner, es sin dudas el más famoso del género, una exageración del documental musical y de la industria de la música tan corrosivo como memorable; antes de su estreno, el cineasta neoyorkino ya había jugado con la forma en “Take the money and run” y “Zelig”, dos cintas memorables.
¿Qué tienen en común? A diferencia de experimentos anteriores (y también posteriores) con el género, Allen y Reiner convirtieron al falso documental en un vehículo para incomodar, sinónimo de sátira exagerada, de la forma cinematográfica y de los sujetos retratados. Algunos de esos elementos ya se encuentran en sus antecesores y sucesores, películas como “Las Hurdes” de Buñuel (todavía se debate: ¿es un documental o un falso documental?); “A Hard Days Night”, el falso documental Beatle; “El Café Atómico”, sobre el terror a la bomba atómica; el ensayo sobre la falsificación en el arte “F de Falso”, de Orson Welles (que ya había jugado con los límites entre ficción y realidad en su transmisión radial de “La Guerra de los Mundos”); y hasta “The Blair Witch Project”, que intentó convencer al público de que lo que veía era real y terminó inaugurando el género del “found footage” (metraje encontrado) que hoy es una plaga en el cine de terror. Todos estos ejemplos presentan fuertes afinidades con la forma más extendida del falso documental hoy, pero no hacen tanto énfasis en los aspectos paródicos, buscando otros efectos de otras maneras: no suben el volumen de la ridiculez a once.
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El ADN de “Spinal Tap” y Allen, en cambio, asoma en la mayoría de los falsos documentales del siglo XXI, desde la incorrecta “Borat” (y su secuela más incómoda, “Bruno”), a la caterva de falsos documentales estrenados en Netflix, opciones como “Mascots”, la excelente “American Vandal” (sobre la investigación en torno a quién pintó en aerosol miembros masculinos en los autos de los profesores de una escuela) y hasta el spin off de “Unbreakable Kimmy Schmidt”, “El monstruo de las fiestas”.
Entre estos ejemplos de parodia exacerbada podemos mencionar también a “Paquita Salas”, la desternillante serie española sobre una representante caída en desgracia que juega entre el falso documental (recordando a “Extras”) y la ficción paródica (en la línea de “Curb your enthusiasm” o “Todos contra Juan”).
El círculo del camino que el falso documental cinematográfico comenzó a caminar con “Spinal Tap” lo cierra “Popstar”, obra del cerebro trastornado de Andy Samberg que vuelve a internarse en el mundo de la música, esta vez riéndose del ridículo mundo del pop.
Pero hay otro gran mojón en la historia del género, este muy relacionado a la televisión, que llegó el primer año del nuevo siglo: en Inglaterra se estrenó en 2001 “The Office”, cuyo formato de falso documental para retratar situaciones mundanas aportó frescura a la sitcom convaleciente, quitando las risas grabadas y las situaciones forzadas y retratando el patetismo de los hombrecitos grises como uno.
El éxito del formato con la “The Office” inglesa impulsó el renacimiento que atraviesa la forma hoy, pero también aportó a su éxito el creciente consumo de documentales, efecto de la proliferación de plataformas on demand: primero, llegó la versión estadounidense de la serie de Gervais, que moderaba el tono pesimista de la original, y tras el suceso de la remake, nacieron una serie de shows televisivos producidos con la misma lógica, entre ellos las exitosas “Parks and Rec” y “Modern family”. Gervais, en tanto, insistiría con el formato en la polemiquísima “Derek” y el spin off de “The Office”, “David Brent: On the road” (ambas en Netflix).
De esas aguas bebe “What we do in shadows”, una especie de “The Office” con vampiros: primero, en 2014, fue la película que convirtió en estrella a Taika Waititi (hoy director de “Thor” y de la reciente “Jojo Rabbit”, donde interpreta a Hitler); y en la actualidad, una serie emitida por HBO que continúa por los mismos caminos, introduciendo una falsa cámara documental en la morada que habitan un grupo de vampiros en el siglo XXI. Premisa absurda: oro para el humor.
“This is Spinal Tap” y “Paquita Salas”
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