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SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
Suele ocurrir durante las pandemias, y también en tiempos normales, que las cifras remplacen a las personas. Mientras las cuarentenas se extienden sin dar paso a otra solución, y sin que a lo largo de su interminable sucesión se piensen, imaginen o descubran nuevas alternativas (los modelos únicos suelen enamorar a sus cultores y convertirse en dogmas autoritarios), los seres humanos involucrados se convierten en figuras fantasmales. Se disparan estadísticas, se miden, achatan y aplanan curvas, o de lo contrario se es achatado o aplanado por ellas, se anuncian remedios milagrosos y al rato se descubre que era otra noticia falsa (a menudo generada incluso en fuentes científicas), se prometen vacunas que están más en el deseo de sus inventores que en el horizonte real, los mismos organismos sanitarios, tanto internacionales como locales, dicen y se desdicen, abundan las amenazas que producen miedo y escasean las explicaciones que alienten esperanza. Se piden sacrificios (económicos, afectivos, cronológicos) sin ofrecer nada a cambio, según supieron hacerlo grandes estadistas, como el inglés Winston Churchill, quien antes de prometer “solo sangre, sudor y lágrimas” se mezcló con los ciudadanos británicos, pulsó la disposición de ellos y les ofreció argumentos y, fundamentalmente, un propósito y un sentido para el sacrificio propuesto. Recién cuando comprobó de primera mano, no por relatos de amanuenses, que el pueblo llano estaba dispuesto al martirio porque había un designio, que era vivir en libertad y con dignidad, Churchill marchó hacia el Parlamento y emitió su legendario discurso. Ese discurso sostuvo una resistencia heroica y costosa, fundamental para lograr la derrota del nazismo. Había habido allí un “para qué”.
Quien tiene un “para qué” encuentra siempre un “cómo”, y además lo dignifica. En “El hombre en busca de sentido”, el gran médico y pensador austriaco Víktor Frankl (1905-1977) da testimonio de ello, como lo hace Albert Camus en “El hombre rebelde” o “El mito de Sísifo”, para nombrar solo algunas obras de ambos. Esos y otros alegatos nos recuerdan la esencial diferencia que hay entre sobrevivir y vivir. Churchill, y otros verdaderos líderes a lo largo de la historia, y en situaciones extremas, no proponían el sacrificio a cambio de la supervivencia sino a cambio de una vida. Sobrevivir se reduce a las funciones vegetativas. Vivir significa tener la oportunidad y desarrollar los recursos para iluminar el sentido de la propia existencia. Los sobrevivientes pueden contarse en números, tasas y porcentajes. La vida verdadera, en cambio, no se mide en números.
El temor es natural. También lo es el instinto de supervivencia que lleva a cuidarse
Cuando las cifras convierten a las personas en números y prevalecen por sobre toda otra consideración es señal de que esas personas se han convertido en un mero campo de batalla en el cual se libra un combate que las olvida. Uno de los ejércitos en pugna lo componen los llamados “expertos” (siempre queda la duda de cómo se puede ser experto en algo que no tiene antecedentes), los estadígrafos, los funcionarios, y el otro, la cifra de cuyos integrantes se desconoce, está formado por microscópicas cápsulas de material genético llamadas virus. Como en todas las guerras, los daños y consecuencias colaterales se menosprecian. Y generalmente esos daños y consecuencias encarnan en vidas, proyectos, vínculos, sueños, esperanzas que se truncan y abortan. Esto ocurre en un nivel macro durante una epidemia o una pandemia, momento en que se percibe amplificado. Pero también sucede, de una manera naturalizada y poco señalada, fuera de ellas, cuando en muchos tratamientos y prácticas médicas los profesionales emprenden lo que parece ser una guerra personal contra la enfermedad, guerra en la cual, otra vez, el paciente (el padeciente, palabra hoy en desuso, que proviene del latín “pati”, sufrir, soportar, tolerar) aparece como escenario del combate. También en esas batallas la supervivencia, o triunfo médico, parece a veces más importante que la dignidad o el sentido de la vida del sobreviviente. La muerte (aunque ponga un digno final a esa vida y la signifique) es vista con frecuencia como una derrota médica.
Cada vida perdida en una pandemia es valiosa, es el final menos deseado, aunque el final de la vida es siempre inevitable, de una historia única, inédita e irrepetible. Es tristeza y dolor. También, en tantos casos, agradecimiento y amor. Pero cada sobrevida en condiciones precarias, sin esperanza, atravesando una espera interminable y sin “para qué” visible, alejada de afectos y vínculos vitales, sometida a controles y amenazas a veces humillantes, congelada en un limbo sin horizontes, despojada de los proyectos y sueños que la sostenían y alentaban, es también tristeza y dolor. La noticia para quienes miden la vida a través de estadísticas es que, así como se cuentan muertos e infectados (y se señala escasamente a los recuperados o a los asintomáticos que no contagiaron y que fueron eficientemente defendidos por su propio sistema inmunológico), también se pueden medir los efectos colaterales.
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Un estudio del Observatorio de Psicología Social de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires encontró que 8 de cada 10 personas sintió deteriorarse su ánimo durante las cuarentenas sin fin. Estos datos abarcan hasta el día 80 del confinamiento, y no es probable que hayan mejorado en el tiempo que siguió y sigue. Son muestra del malestar psicológico, que incluye ansiedad, angustia, depresión, ataques de pánico, insomnio, y que se manifiesta en el enrarecimiento de las atmósferas en que transcurre la vida cotidiana, tanto de parejas, familias con hijos o personas que viven solas. El mismo Observatorio detectó el aumento de consumo de psicofármacos, con y sin receta, y de alcohol. Cuando se limitan o prohíben las conductas saludables, como caminar, correr, practicar deportes, encuentros afectivos, entre otras, ocurre lo que señaló el psicólogo Martín Etchevers, coordinador del estudio: “Las personas se inclinan a conductas no saludables a las cuales sí tienen acceso, como el alcohol, el cigarrillo, el sedentarismo, o la mala alimentación. Se le está pidiendo a la población que modifique su conducta muy rápidamente y eso es muy estresante”. Faltaría mencionar el consumo de drogas. Entrevistado por La Nación el propio Etchevers advirtió: “”A mayor tiempo de cuarentena, mayor sintomatología. Cuando los síntomas se prolongan en el tiempo y no se tratan, hay más probabilidad de desarrollar un trastorno mental”. El confinamiento aparece entonces como remedio iatrogénico. Así se denomina al que, aplicado para curar, termina por enfermar.
El temor es natural. También lo es el instinto de supervivencia que, con o sin pandemia, lleva a la mayoría de las personas a cuidarse de riesgos evitables y a actuar con responsabilidad ante los inevitables. Si hay márgenes de maniobra, esa responsabilidad emerge y puede ejercitarse. Cuando los márgenes se estrechan hasta eliminarlos y esa responsabilidad mayoritaria es despreciada o negada, asoman síntomas de otro tipo, riesgosos para la vida colectiva y el equilibrio social: la ansiedad, la bronca, la desesperación, el hartazgo. Un cóctel peligroso si se miran solo estadísticas y curvas y se deja de prestar atención al factor humano.
(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de intolerancia"
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