La Copa que nos falta

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Sergio Sinay*

sergiosinay@gmail.com

La actuación de la selección en Qatar logró eso que el deporte en general y el fútbol en particular producen cuando atraviesan procesos exitosos. Generar en una masa crítica de la sociedad una sensación de unidad y de pertenencia. Y si, además, eso ocurre en épocas de incertidumbre, angustia y desesperanza, el efecto se potencia. Por unos días o unas semanas, con más intensidad a medida que se acercaba el momento deportivo crucial, quedaron en segundo plano la inflación del 100% anual, la pobreza y la indigencia inéditas, la anemia republicana, los claroscuros de la justicia (en general más oscuros que claros), la intolerancia en el plano político y social. Mucho de lo que regresaría tras los despropósitos del martes, generados por la mala praxis gubernamental.

Una sociedad como la argentina, necesitada de oxígeno moral y emocional y de un faro que le permita creer en la existencia de un puerto para navegar hacia él, encontró en la selección el motivo para diálogos sin agresiones, para imaginar una identidad colectiva que incluya las diferencias respetándolas y sin anularlas, para acercarse al otro y celebrar con él sin temores y sin sospechas, para sentirse parte del mundo y con un lugar en él. Todo eso que sus dirigentes (sean del color que fueren) le escamotean día a día como ejemplo y como práctica. Era muy necesario, permitió respirar mejor durante el tiempo en que se prolongó y hasta nos dio la sensación de poseer una identidad como nación, entendiendo nación como la conjunción de la diversidad en un territorio específico y con una visión común y trascendente. Patria y país son otras cosas.

ESPÍRITU DE MOSQUETEROS

Más allá del fenómeno futbolístico la selección protagonizó en los últimos cuatro años, desde su pobre actuación deportiva y su pésima gestión grupal en Rusia 2018, un proceso muy interesante y sobre el que poco se profundizó. Sin traumas, sin enfrentamientos, sin escándalos, de manera silenciosa, lenta, constante y casi natural (del mismo modo en el que el organismo humano renueva sus células de manera constante) se fue renovando, configurando acuerdos de convivencia basados en valores y principios que no eran comunes, y delineando entre sus miembros (jugadores y cuerpo técnico) una identidad y un sentido de pertenencia alejados de toda presunción de camarilla o “club de amigos” (algo bastante común a lo largo de los años de sequía del equipo nacional). Se nutrió de jugadores jóvenes, muchos de ellos casi desconocidos en el país, salvo por las hinchadas de los clubes por los que pasaron antes de emigrar, carentes de soberbia, no conservó a nadie por portación de fama o apellido y los muy pocos que quedaron de gestiones anteriores lo hicieron por su indudable calidad y funcionalidad futbolística. Un grupo que esperaba todo de Messi empezó a jugar como equipo y para su líder futbolístico. Este, que ya era el mejor del mundo, lo fue mucho más y con más gozo. De un modelo en el que todos vivían de uno (y no obtenían frutos más allá de lo personal) se pasó a la antigua y poderosa consigna mosqueteril: Todos para uno y uno para todos. Se reafirmó que la totalidad es más que la suma de las partes, que necesita de cada una de ellas y que una parte nada significa ni puede fuera del todo. Es allí donde afirma su identidad y se realiza. Todo esto conducido por un liderazgo que, aunque lleve el nombre del director técnico, también fue colectivo (Scaloni, Aimar, Samuel, Ayala), con funciones diferenciadas e integradas. Así fue cómo, más allá del resultado (que importa, pero de ninguna manera es lo único) lo esencial, lo que queda, lo que deja una huella y una dirección es el proceso. Eso que el exitismo impide comprender.

Este fenómeno de cambio de piel que se produjo en la selección es lo menos visible y bullicioso y lo más significativo que deja para Argentina el Mundial de Qatar (ese país donde los derechos humanos son algo desconocido, donde persiste el trabajo esclavo, donde las grandes potencias transan oscuras maquinaciones geopolíticas y militares y que, como se hizo público ahora, aunque ya se sabía, apeló a todo tipo de sobornos y corruptelas para obtener la sede). Sí solo nos quedamos con el producto futbolístico la emoción generada durará un tiempo y, pasado el efecto del analgésico, los males que nos aquejan estarán allí, inmodificados e inmodificables. Ya no seremos “todos los argentinos” detrás de un sueño o una pasión común, sino lo de siempre: cada tribu de argentinos enfrentada a otra tribu de argentinos en confrontaciones impulsadas por la intolerancia, el desconocimiento del diálogo, la incapacidad de ejercer la empatía, la inhabilidad para el debate, el rechazo al diferente, la anomia generada por la creencia de que la ley es para el otro pero no para mí y la eterna pregunta, formulada con aire de falsa inocencia: “¿Qué nos pasa?”. Fingiendo que no conocemos la respuesta.

PASIÓN Y ALGO MÁS

La pasión es una energía vital necesaria para impulsar al ser humano hacia sus propósitos. A diferencia de las emociones, que se localizan en puntos específicos del cuerpo (el miedo nos enfría la piel, la ira nos acelera el pulso, el asco nos contrae la garganta, etcétera), la pasión se expande y se dispara desde todo el cuerpo, sin localización. Toma al ser por completo y lo impulsa tras una meta, un fin. Y necesita un cauce, enfocarse en algo, en alguien. Como dice el pensador uruguayo Carlos Gurméndez (1917-1977) en su “Teoría de los sentimientos”, la pasión nos arranca de nosotros y nos lleva al mundo, a obtener, a conocer, a contactar con otros cuerpos. Pero no puede ser continua e incesante, porque eso la haría intolerable, la convertiría en sufrimiento y dolor. Y si no encuentra su objeto pueden ocurrir dos cosas. Que se apague tras un momento de exaltación, sin haber dejado ninguna huella, logro o transformación. O que, justamente por no haber encontrado un cauce creativo, se convierta en violencia, se dirija al entorno o se vuelva contra quien la vive. Como señala Gurméndez, hay una pasión “pura”, que no tiene un fin y se agota tras haberse encendido, y una pasión “práctica”, que se manifiesta como energía transformadora.

Muchos discursos, muchos diálogos, muchos eslóganes publicitarios (siempre oportunistas, efectistas y manipuladores) insistieron durante el Mundial en que estábamos “todos unidos por la misma pasión”. Si la única pasión que puede unir a 47 millones de habitantes de un país es la actuación exitosa de su selección de fútbol (y se sabe que en el fútbol ningún resultado está garantizado) la pasión puede ser intensa, breve y estéril. Será combustible de “unión” cada cuatro años, siempre que a la selección le vaya bien, y será combustible de enfrentamientos, peleas y grietas durante el resto del tiempo. Cerrado el Mundial Qatar 22 (gran negocio y negociado de la corporación mafiosa llamada FIFA) queda un interrogante esencial: ¿Qué visión común, qué sueño compartido, que propósito trascendente que mejore la vida de todos respetando la diversidad puede ser el cauce del potencial pasional que albergan los argentinos? ¿Y cómo convertirlo en una tarea permanente, silenciosa, disciplinada y centrada en un pacto de valores como el que signó al trabajo de la selección? La respuesta es la Copa que nos falta.

 

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