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Sergio Sinay*
Sergio Sinay*
En 2001, en Estados Unidos, una pareja que esperaba el nacimiento de un hijo varón decidió subastar el nombre del niño nonato. Así lo anunciaron en You Tube, en eBay y en otras plataformas. La empresa que ofreciera la suma más alta bautizaría al niño con su marca. ¿Ciencia ficción? ¿Leyenda urbana? No. El caso es real y está citado por el filósofo Michael J. Sandel en su libro “Lo que el dinero no puede comprar”. La pareja se ilusionaba con recibir una oferta de 500 mil dólares, y aspiraba a comprar con ese dinero una casa confortable y aprovisionarse de algunas otras cosas para una vida placentera. Finalmente, ninguna compañía ofreció un solo dólar a cambio de que la pobre criatura anduviera por la vida como un aviso ambulante y el chico terminó llamándose simplemente Zane, nombre común en su país.
Es probable que esta historia provoque asombro, rechazo o incluso horror en muchas personas, pero acaso no lo haga en Javier Milei y en sus exaltados feligreses. En nombre de un libertarismo que expone de manera simplista y arrebatada, el economista y aspirante a la presidencia de la Nación, llegó a sostener, hace un par de semanas, que toda persona tiene derecho a vender sus órganos (los de ella misma, por supuesto, no los de Milei) y que negarle ese derecho es una intrusión del Estado en la vida privada y una negación de la libertad. Basaba su postura en una perspectiva fundamentalista del libertarismo, corriente económica con atisbos filosóficos que, tal como se expresa hoy en su forma más extrema, comenzó a gestarse en los años 60, como reacción al Estado de Bienestar nacido luego de la Segunda Guerra e impulsado por la idea del New Deal (Nuevo Acuerdo) del presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt. En un Occidente devastado durante la primera mitad del siglo veinte, el Estado de Bienestar venía a cumplir aquellas consignas básicas y esenciales que dieron nacimiento a la idea misma de la institución estatal como reguladora y protectora de la vida social. Es decir, procurar la equidad en las oportunidades de las personas, garantizar la salud, la educación, la seguridad y promover visiones orientadas al bien común.
En la medida en que el escenario político, social e internacional se fue recomponiendo y reconfigurando (incluyendo la Guerra Fría que marcaba claramente los territorios enfrentados del capitalismo y el comunismo), comenzaron a emerger corrientes que veían en aquel tipo de Estado y de sociedad un freno a las ambiciones e intereses de los sectores más poderosos y mejor instrumentados del espectro socioeconómico. Hacia los años 60 cobró relieve la escuela económica austriaca, sostenedora de la teoría de libre mercado. Los austriacos Friedrich Hayek y Ludwig Von Mises, los estadounidenses Robert Nozick, Murray Rothbard y Milton Friedman, el húngaro Tibor Michan y la rusa Ayn Rand (ambos nacionalizados estadounidenses) fueron pensadores y fogoneros fundacionales de esa corriente.
Aunque se la suele emparentar con el liberalismo tal como lo plantearon en sus orígenes, hacia el siglo diecinueve, los ingleses John Stuart Mill y Jeremy Bentham, posiblemente estos, y quienes siguieron y siguen los fundamentos del pensamiento liberal, se cuidarían de ser incluidos en el mismo casillero que el libertarismo. El liberalismo pone el acento en la cuestión de la libertad, como su nombre lo indica, y en los derechos del individuo, pero no olvida el hecho de que, al vivir en sociedad, y para alcanzar una convivencia armónica, la libertad de cada individuo tiene su límite en la presencia de los otros y su ejercicio debe apuntar a lograr la mayor felicidad posible para todos los miembros de la comunidad, y no la de unos a expensas de los demás.
Por el contrario, para el libertarismo la libertad es siempre una cuestión individual, absoluta, ajena a la presencia del conjunto humano e indiferente a toda condición histórica, social o política, como las que inevitablemente determinan en todos los tiempos las vidas de las personas. Así, llega a ver a la sociedad como una entelequia, una abstracción que solo existe como idea, como una trampa ideológica que suele atribuir a lo que llama “marxismo cultural”. Es precisamente la estrechez de esa mirada la que lleva a considerar la venta de órganos por parte de una persona como un “derecho” y no como la expresión de un estado de miseria y desesperación terminal. Lleva a ignorar, o simplemente a despreciar, la evidencia de que nadie vende un órgano por capricho, por gusto, por hobby o por ganarse unos pesos extras, sino porque ha tocado fondo en todos los planos de su vida. Si la venta de órganos, o de sangre, estuvieran permitidas seguramente no serían los ricos quienes los vendieran. Y probablemente tampoco serían los economistas metidos a candidatos presidenciales quienes saldrían al mercado a ofrecer los suyos. No habrían llegado ni remotamente a tal estado de necesidad.
Lanzado a proclamar iniciativas libertarias de su propio cuño Milei sugirió que los vecinos de cada barrio podrían privatizar las calles y cobrar peaje a quienes necesiten transitar por ellas. Y posiblemente estaría de acuerdo conque, en países de extrema pobreza, las mujeres de las clases más desprovistas conviertan sus vientres en fábricas de bebés para parejas pudientes de países más “desarrollados” a cambio de unos pocos dólares. O que personas en situación de calle hagan cola durante veinte horas para guardarle el lugar, también a cambio de unos escasos pesos, a quien no quiere perder su tiempo en la espera de entrar a un recital o a un partido de fútbol. Se podrían multiplicar largamente los ejemplos del modo en que la libertad ilimitada puede convertir a quienes menos tienen o pueden en simples objetos o instrumentos de quienes pueden moverse a su gusto, y de cómo, por ese camino, la ley del más fuerte, y de ahí la ley de la selva, iría devolviendo a las sociedades a un estado primitivo y tribal del cual pudieron evolucionar justamente gracias a la creación de leyes, reglas y normas que las regularan y permitieran la supervivencia de la especie. Cuando Thomas Hobbes, padre de la filosofía política, escribió en su monumental “Leviatán” que, librado al ejercicio irrestricto de su rapacidad natural, el “hombre se convierte en lobo del hombre” avizoraba, ya en 1648, los resultados que podrían devenir de lo que hoy propugna el libertarismo anarquista.
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Como bien señala Michael J. Sandel (que es uno de los más sólidos y profundos pensadores contemporáneos y a cuyas clases en Harvard acuden hasta 10 mil alumnos) en “Justicia”, otros de sus libros, los seres humanos no son mercancías, y aunque el dinero, la voracidad o la necesidad permitan que se vendan o se compren, hay cosas cuya compraventa degrada la moral, no solo de quienes intervienen en la transacción, sino de la sociedad en su conjunto. Quienes han madurado como personas y actúan con base en principios morales saben que no se puede todo (hasta la naturaleza nos lo recuerda) y que la libertad verdadera consiste en comprenderlo y en aprender a elegir (si todo se pudiera no existiría la elección) haciéndose cargo del resultado de lo elegido y decidido. Ahí nace la responsabilidad. Sin responsabilidad no hay libertad. Solo capricho o prepotencia.
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