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Séptimo Día |LAS CUATRO PASTORAS DE ECUADOR

La fuerza del desierto en la creación literaria

Arenas estériles que fascinan a los escritores y aventureros. La catástrofe ecológica y el renacimiento del Mar Aral. El paisaje elegido de los libros sagrados

La fuerza del desierto en la creación literaria

“El Principito” 1974, una de las adaptaciones más destacadas / Web

MARCELO ORTALE
Por MARCELO ORTALE

7 de Mayo de 2023 | 05:00
Edición impresa

Desiertos árabes, desiertos asiáticos, desiertos helados o tórridos de América, sería imposible reflejar cuánto tuvieron que ver, cuánto siguen influyendo en la literatura y en el destino humano en el planeta. Muchos miles de años se desplegaron en ellos y aún cuesta o es imposible descifrar sus mensajes. Desde la ventanilla de un avión presurizado, cómo entender a esas caravanas que aún transitan el Sahara sin aparente norte. ¿Qué nos dicen o, mejor, qué callan?

Sólo las metáforas pueden adentrarse, porque no hay historias a la vista. El avión de Saint Exupéry sufrió una avería en el mayor de los desiertos y tanto el piloto como su mecánico, Prevot, se encontraron accidentados en el mar de arena del Sahara.

Habían perdido toda referencia, todo punto cardinal, toda noción de distancia. Pero el desierto, de pronto, tomó la forma esperanzada de un hombre. Un beduino casi surgido de la nada apareció ante los europeos colapsados.

Sediento, devorado por el sol, Saint Exupéry recuerda a ese beduino y lo escribe de esta manera, como para siempre: “Tú eres el Hombre y te me apareces con el rostro de todos los hombres a la vez. No nos has visto nunca y ya nos has reconocido. Eres el hermano bienamado. Y a mi vez, yo te reconoceré en todos los hombres. Te me apareces bañado en nobleza y bondad, gran Señor que tienes el poder de dar de beber. Todos mis amigos, todos mis enemigos en ti marchan hacia mí, y yo no tengo ya ningún enemigo en el mundo”.

El desierto subyugó al británico T.E. Lawrence –Lawrence de Arabia- y lo inundo de fórmulas secretas, de presagios. Cuando volvió a su isla, en realidad nunca pudo borrar de sus ojos la dorada fascinación de una tormenta de arena.

Lawrence escribió un libro autobiográfico –“Los siete pilares de la sabiduría”- en el que se basó la inolvidable película de su vida protagonizada por Peter O´Toole. El texto de Lawrence menciona a las siete ciudades emblemáticas de su aventura: El Cairo, Esmirna, Constantinopla, Beirut, Alepo, Damasco y Medina. Sin embargo, el centro de la atención de Lawrence estuvo siempre en los trashumantes beduinos, en los mandatos monótonos y enigmáticos del desierto.

El también inglés William Atkins viajó por los mayores desiertos de la tierra y tituló su obra “El mundo inconmensurable”. Uno de sus primeros párrafos dice así: “Dos cuartas partes del mundo repartió Dios entre los hijos de Adán, la tercera se la dio a Ajuj y Majuj y la cuarta parte del mundo se la conoce como Rub´a el-Jaly, el Cuarto Vacío”. Vale aclarar: Rub´a el-Jaly es el enorme desierto que se encuentra en Omán, en la frontera con Yemen.

Nuestro Borges se arrepentiría en una entrevista por haber alterado el desierto. Al narrar parte de su viaje a Egipto había escrito: “A unos trescientos o cuatrocientos metros de la Pirámide me incliné, tomé un puñado de arena, lo dejé caer silenciosamente un poco más lejos y dije en voz baja: estoy modificando el Sahara. El hecho era mínimo, pero las no ingeniosas palabras eran exactas y pensé que había sido necesaria toda mi vida para que yo pudiera decirlas”. Tiempo después consideró que se había equivocado al tomar ese puñado de arena.

Borges y Kodama en Egipto, 1984 / Web

EL MÁS JOVEN

La palabra “desierto” parece remitir a un ayer vacío y estéril del planeta. Un desierto habla de pasado, no promete nada. No tiene frutos visibles y, sin embargo, esconde tesoros. Por eso van a esos reinos áridos y antiguos los anacoretas y los santos. Lo dicen los libros sagrados, los desiertos invitan a la espiritualidad y por eso debe ser que están casi vacíos

La palabra viene del latín –“desertus”- que significa olvidado o abandonado. El desierto es así la casa del pasado. Aunque es verdad que existen desiertos recién nacidos, como el del Mar Aral, ubicado en la frontera que une a Uzbekistán y Kasajistán, países independientes que antes formaron parte de la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Es el desierto “modelo siglo XX”.

 

Atkins viajó por los mayores desiertos de la tierra y tituló su obra “El mundo inconmensurable”

 

Antes fue el inmenso Mar Aral, con una superficie dos veces mayor que la de Bélgica. Y hoy sólo queda un pequeño lago de mucho menor extensión. Surcado durante siglos por barcos de altura, era un mar rico para la pesca y hoy sólo quedan en pie los navíos que allí naufragaron, como pequeños islotes de óxido. A ese paisaje antes marino, rodeado de praderas y paisajes boscosos, hoy se lo conoce como “el desierto más joven del mundo”. De una juventud gastada, claro.

Hasta la pasada década del 50 fue uno de los cuatro lagos más grandes del mundo. Tenía una superficie de 68 mil kilómetros cuadrados –todo el partido de La Plata tiene mil kilómetros cuadrados- y en estos pocos años se redujo a menos del 10 por ciento de su tamaño.

El desierto en que vino a dar el Mar Aral nació por mano del hombre, por la mano siempre mortífera y errónea de Joseph Stalin, el jerarca soviético. Ocurre que Stalin quiso explotar el algodón de la zona, el “oro blanco” y para ello ordenó desviar a dos ríos que tributaban aguas al Mar Aral.

El resultado de la experiencia fue una catástrofe ecológica, considerada la mayor que sufrió el planeta: no hubo cultivo alguno, no hubo oro blanco y, en lugar de aquel país de bosques y pesca generosa, nació el desierto más joven del mundo. Y surgieron las enfermedades, la esterilidad femenina, el cáncer producido por la corrosión salina. Y también la pobreza más categórica para miles de uzbekos y kasacos que hoy agonizan sobre un mundo de arena.

 

“Decidí abandonar a mis amigas y amigos y me alejé de la patria como los pájaros dejan el nido”

 

Pero no todo ha muerto en los últimos años. Hay un arbusto pobre que crece en el desierto de Aral. No da siquiera sombra, su altura no pasa de un metro, pero alguien descubrió una esperanza: tiene la propiedad de fijar con sus raíces la poca tierra que hay bajo el manto de arena y sal. Cuando los habitantes advirtieron eso, comenzaron a juntar las semillas que caen del arbusto.

Hay que verlos hoy mismo juntar esas semillas en sus manos –manos inocentes de mujeres y varones, de ancianos y niños- para entregarlas a una oficina del gobierno. Y allí se las dan a los aviadores que casi todos los días, en sus vuelos, salen a esparcirlas desde el aire en el desierto, para crear un infinito archipiélago de arbustos que fijan la tierra. Y así está renaciendo, de poco, con esa siembra pobre, un país de tierra húmeda y nueva. La creciente humedad evapora, se hace nube y llegan de a poco las lluvias. Y el Mar Aral va renaciendo de a poco, sobre todo en el sector sur.

También, mientras el mundo parece exiliarse en las ciudades, ahora mismo cuatro mujeres que viven en el desierto ecuatoriano de Jubones –tan árido e inhóspito que parece ser parte de la Luna- hoy en día son pastoras y comparten una épica: la de llevar desde muy lejos agua a sus plantaciones. Ellas se llaman Blanca Atre, Adriana Tapia, Daisy Dota, y Mélida Romero.

MARCO POLO DEL DESIERTO

En buena parte de Oriente y Europa se admira al mercader veneciano Marco Polo (1254-1324), por sus viajes legendarios entre Venecia y Peakin pasando por Jerusalén. Yvalga el término “legendarios” pues los alcances ciertos de su aventura ha sido puesto en duda por historiadores. De todos modos los viajes de Marco Polo quedaron perpetuados en su libro. De su empresa solitaria y épica, dicen que trajo para Italia no sólo vistosas telas y tapices, sino el inmortal patrimonio de helados deliciosos, la piñata y nada menos que las pastas.

Pero ocurre que poco después nació un llamado “Marco Polo árabe”, que recorrió en su vida 120 mil kilómetros, la mayoría de ellos por desiertos. Se trata de Ibn Battuta, que nació en Tanger en 1304 y murió en Marruecos en 1369. Dicen que salió de su ciudad natal a la joven edad de 23 años para ir a la Meca y que recién volvió tres décadas después, luego de haber realizado incesantes travesías en camello o a pie, desde el Sahara original hasta la remota China y desde la Rusia nevada hasta la India.

 

Hay un arbusto pobre que crece en el desierto de Aral. No da siquiera sombra

 

No trajo mercaderías memorables a su retorno. Volvió a su tierra sólo con el mayor anecdotario de los desiertos que transitó. Su libro maestro se llama “A través del Islam” y está disponible. Es una recopilación de relatos y vivencias. Alguna vez intentó explicar el motivo de sus peregrinaciones y sólo dijo esto: “Me decidí, una vez, en abandonar a mis amigas y amigos y me alejé de la patria como los pájaros dejan el nido”.

 

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