“Chicos que vuelven”: cuando los fantasmas son nuestros

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En Chicos que vuelven, Mariana Enriquez se interna en una pesadilla que es, al mismo tiempo, un espejo de la realidad. La protagonista, Mechi, trabaja en un archivo de chicos perdidos y desaparecidos en Buenos Aires. Su tarea es mecánica, rutinaria, enterrada bajo el ruido de la autopista. Hasta que un día, lo imposible sucede: una de las chicas desaparecidas, Vanadis, reaparece. Y no será la única. Vuelven otros, pero idénticos al momento en que se esfumaron: con la misma ropa, la misma edad, la misma fragilidad. Como si el tiempo no hubiera pasado.

La nouvelle funciona como un relato de terror, pero el verdadero espanto no viene de lo sobrenatural, sino de lo que late debajo: la trata de personas, la esclavitud moderna, la violencia que permanece invisible en las agendas públicas. Enriquez no escribe para denunciar, sino para mostrar la incomodidad de una herida que nunca cierra: la de los desaparecidos que todavía nos faltan. La ficción fantástica opera como un dispositivo de memoria, como un modo de pensar qué hacemos con lo que regresa y nos obliga a mirar aquello que preferimos olvidar.

Enriquez trabaja con sus obsesiones: los márgenes, el conurbano como escenario de despojo, el sexo, las drogas, lo siniestro. Pero aquí todo se condensa en una atmósfera asfixiante donde lo social y lo sobrenatural se confunden. Los chicos vuelven, sí, pero los padres los rechazan porque “no son los mismos”. Esos espectros terminan reuniéndose frente a una casa rosada —símbolo ineludible—, en una espera sin destino.

 

Mariana Enriquez
Chicos que vuelven

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