

Muchas, pero muchas gracias
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Por SERGIO SINAY (*)
Muchas, pero muchas gracias
Mail: sergiosinay@gmail.com
“Nunca salgas de casa sin un Por Favor, un Muchas Gracias y una sonrisa”. Hace un tiempo una persona conocida me contó que en su niñez este era un mensaje que su madre solía repetirle. Nunca lo olvidó y nunca dejó de hacerlo. Se trata de un mensaje fácil de recordar y, si lo lleváramos siempre, ya sea en la cartera de la dama o en el bolsillo del caballero (como suelen ofrecer sus productos algunos vendedores ambulantes), posiblemente nuestros días tendrían más momentos luminosos.
Tanto el “Por Favor”, como el “Gracias” y la sonrisa tienen como destinatario al otro. Al prójimo. Que en verdad es el próximo, el que se nos acerca o al que nos acercamos, aquel con el que convivimos o con quien compartimos un espacio así fuera por un instante. Eliminado ese otro, no hay a quién agradecer, a quién pedir, a quién sonreír. En una época de urgencias y ansiedades, de fugacidad y superficialidad, de contactos efímeros y epidérmicos (aunque nos pretendamos muy conectados), se suelen usar poco estos tres elementos esenciales de la convivencia humana.
La psicoterapeuta y escritora vienesa Elisabeth Lukas, discípula de Víktor Frankl (el médico y pensador austriaco que desarrolló la logoterapia, una propuesta terapéutica y filosófica orientada al encuentro del sentido de la vida de cada persona), pone el acento en la creciente ausencia de la gratitud. “Es curioso, dice Lukas en su libro “El sentido del momento”, que apenas existan estudios empíricos acerca del fenómeno del agradecimiento”. Según ella, y con toda razón, este no es un tema menor y merecería un abordaje científico consciente y profundo. El agradecimiento, sostiene Lukas, mantiene presente en nuestra conciencia el hecho de que aquello que tenemos, las cosas buenas que nos ocurren, la consideración que se nos tiene, el afecto que recibimos, las esperanzas que se nos cumplen, las alegrías que sentimos y hasta el cielo y la luz que registran nuestros ojos en el despertar de cada mañana, no son “lo menos que merecemos”, no son un derecho adquirido, no es “Lo que nos corresponde”. Así como todo eso está en nuestras vidas, podría no estarlo. ¿Y a quién nos quejaríamos? ¿Quién sería el culpable? No lo hay. De manera que se impone agradecerlo.
Cuando vivimos en la vorágine, en una carrera desenfrenada por llegar pronto aunque no sepamos a dónde ni para qué (un deporte muy popular en estos tiempos), dejamos de advertir que alguien nos abrió una puerta, alguien nos cedió el paso, alguien nos acercó una silla, alguien nos preguntó cómo estábamos, alguien nos acercó un vaso de agua, alguien sembró aquello con lo que otro alguien elaboró el alimento que ingerimos, alguien cargó el combustible en nuestro auto y limpió los vidrios, alguien limpió la vereda que sin darnos cuenta (o dándonos) ensuciamos nuevamente con lo que arrojamos, alguien tejió la tela de la ropa que usamos, alguien puso ladrillo sobre ladrillo para construir la casa que habitamos. La enumeración podría ser infinita. Estar en el mundo, vivir, es hacerlo en un universo que sin los otros no existiría. Sin embargo, lo damos por sentado, no nos tomamos ni un segundo para reflexionar sobre ello, para advertir de qué modo somos parte de un todo, eslabones de una cadena que no sería tal si esos eslabones no se sostuvieran los unos a los otros.
La palabra “Gracias” tiene que ser pronunciada de manera clara, audible y con todas sus letras. Tiene que llegar a destino. No basta con murmurarla, nunca es obvia hasta que no se la emite y jamás debe darse por dicha por el solo hecho de haberla pensado. El agradecimiento no puede quedar en idea, es necesario que se convierta en acción
Decir “Gracias” no es, pues, un tema menor. Tras regresar, tiempo después, al campo de concentración nazi en donde había pasado años duros y oscuros como prisionero mientras toda su familia era aniquilada, Víktor Frankl contaba: “No se divisa un alma, solamente la inmensidad del cielo y de la tierra, la exaltación de las alondras y el espacio abierto. Te detienes, miras a los lados, miras arriba y te desplomas de rodillas. En ese instante no recuerdas nada de ti ni del mundo, solo que una vez clamaste en silencio y la respuesta fue la libertad. Poco a poco inicias una nueva vida y te conviertes en un nuevo ser humano”. Quien no ha clamado desde la penuria, pensaba Frankl, no reconoce las señales de su libertad en la vida de cada día y ese dolor no vivido, ese padecimiento no compartido con otro que sufre, le impide agradecer.
Llevado a situaciones reconocibles esto puede aplicarse a quienes, dando por sentado que lo que tienen (en lo material, en lo afectivo, en lo emocional, en lo social) les corresponde, viven en una permanente queja por el faltante. Acreedores permanentes no se consideran deudores. Se olvidan de agradecer. Por causa de ese olvido, apunta Lukas, “muchas personas que se hallan en el lado bueno de la vida no saben realmente que lo están”. De todos modos, el sufrimiento no es requisito indispensable para el posterior agradecimiento. Y tampoco la gratitud debe ser un gesto automático, una cuestión de buenos modales. Es, más que una formalidad, una señal de humildad, de conciencia y de reconocimiento a ese sutil entramado de presencias que sostienen nuestras vidas.
La gratitud con contenido moral y espiritual tampoco es una moneda de intercambio. No se trata de que, porque digo “Gracias”, me lo deben decir también a mí. Ni de contar cuántas veces recibí esa palabra y cuántas veces la pronuncié. Y algo que debe tomarse muy en cuenta es lo siguiente: la palabra “Gracias” tiene que ser pronunciada de manera clara, audible y con todas sus letras. Tiene que llegar a destino. No basta con murmurarla, nunca es obvia hasta que no se la emite y jamás debe darse por dicha por el solo hecho de haberla pensado. El agradecimiento no puede quedar en idea, es necesario que se convierta en acción. Eso llevó a decir a la poeta Emily Dickinson (1830-1886) que la gratitud es el único secreto que no se revela por sí mismo. Necesita ser expresada. No se puede dar por sentada ni podemos pretender que sea adivinada
¿Por qué importa esto último? Porque, como advierte el filósofo André Comte-Sponville en su “Pequeño tratado de las grandes virtudes”, con demasiada frecuencia el orgullo se interpone para impedirnos agradecer. Como si al hacerlo quedáramos en inferioridad de condiciones, como si le otorgáramos un poder sobre nosotros a aquel a quien agradecemos. El orgullo es hijo del amor propio, escribe el filósofo, y éste nos hace creer autosuficientes, nos susurra que no necesitamos del otro, que por lo tanto nada debemos. Cuando decimos “Por favor” borramos esa creencia, regresamos a nuestra dimensión humana, nos reinsertamos en la trama en la que estamos tejidos con los prójimos, nos admitimos vulnerables. “Por favor” y “Gracias” van una detrás de la otra, forman una secuencia que sostiene la convivencia humana más allá de lo formal. Y en una convivencia construida de esa manera la sonrisa es un fruto natural, un poderoso medio de comunicación.
Y “Gracias “ es también, afirma Lukas, una poderosa herramienta terapéutica. La sola enunciación de esa palabra restaña un vínculo lastimado, cura un corazón herido, reafirma la existencia de un afecto o inicia una venturosa relación. Siempre hay un motivo para decirla. Un muy antiguo proverbio chino reza: “Cuando bebas agua, recuerda la fuente”.
(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"
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