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Por JUAN BECERRA
Tenía toda la intención de escribir sobre Antonio Vega (1957 - 2009), cantante español y mentor de Nacha Pop, una banda que fue considerada de manera excesivamente directa como la música incidental de la llamada movida madrileña, descripta a su vez como una temporada de travestis, cocaína (y heroína), comedias cinematográficas y prosperidad material con un punto de encuentro mítico pero sin dudas insuficiente o falso: el bar Museo Chicote de la Gran Vía, donde desde hace décadas no se encienden las luces para dejar en claro que no hay mejor intimidad que la oscuridad.
Antonio Vega es un gran compositor de canciones, conocido por su hit “La chica de ayer”, que nos habla de una noche de resaca tremenda ablandada por un idioma de niños (el que usa el pop); y también por “Duelo de gigantes”, una canción inigualable sobre el drama de la vida, la última que Roberto Bolaño escuchó en su casa antes de ir a morir al Hospital Universitario del Valle de Hebrón de Barcelona el 15 de julio de 2003. Quizás recuerden a esta última porque es lo que se oye de fondo en esa escena de “Amores perros”, de Alejandro González Iñárritu, en la que el personaje interpretado por Gael García Bernal se acuesta con su cuñada mientras manda a moler a palos a su hermano a la salida de un súpermercado.
Pero hay una tercera canción menos conocida que las otras dos, “El sitio de mi recreo”, que Vega cantó prácticamente moribundo junto a Miguel Bosé: “Donde nos llevó la imaginación,/ donde con los ojos cerrados/se divisan infinitos campos...”. Cuando terminan de cantar, Bosé, un verdadero aristócrata de la cultura española, se empequeñece como un insecto retráctil, se inclina hacia el cuerpo maltrecho de Vega y paradójicamente es él quien busca consuelo en el hombre que va a morir para luego, al borde del llanto, preguntarle cómo es que esa canción es capaz de mover tantas cosas en el interior de una persona. Es una escena conmovedora de revisionismo musical y despedida fraterna en la que Vega sonríe con resignación.
...“Si la vida me diera de nuevo la oportunidadde volverla a vivir otra vez,no la quiero más. Son tan malos todos los recuerdos,que ella me dejó,que si debo volver a vivirlale digo que no”...
Alberto Mastra
Así que en eso estaba, con la decisión de sentarme a especular sobre estas cosas, en especial sobre la idea de que así como se llevan estadísticas muy celosas sobre -por ejemplo- los soldados que mueren en las invasiones de la OTAN o las víctimas del ébola, no ocurre lo mismo con las víctimas de la melancolía, como es el caso de Antonio Vega, a quien se lo puede ver “caer” en ella lentamente como una piedra que se va hundiendo en el mar. Pero la vida es líquida. Una tarde entro a un bar de la ruta a tomar un balde de café y seguir viaje con dos dedos de frente, abro un diario para ver cómo anda la ficción argentina y leo que murió Caracol. De inmediato cambié de tema -como esta nota-, recordé su nombre de cantante de ópera, Roberto Paviotti, y la causa falsamente descriptivista por la que dijo haberlo adoptado: “soy baboso, cornudo y me arrastro”. Lo dijo entre risas el día que lo conocí, creo que en 1997, en el cumpleaños de un amigo en común. Todavía no había publicado su primer disco y yo no tenía idea de quién era, pero quedé totalmente hechizado por su voz y su modo de acompañarse con la guitarra criolla de un modo orgánico, como si la guitarra fuera un hábitat, un poco al modo en que Atahualpa Yupanqui se “relacionaba” con su guitarra más que prestarse a tocarla (para tocar está el timbre).
Caracol estaba sentado en la cabecera de una mesa y todos girábamos como moscas a su alrededor cuando cantó. El hombre gira alrededor del fuego y de la música. Es algo que no le hace mal a nadie. La canción era “Flor de lino”, de Stam poni y Homero Expósito. Extrañísimo, porque es un vals de motivos rurales, con palabras como “amalaya” y “mandinga” situadas allí por uno de los más grandes letristas de la canción urbana. Pero el ritmo interno de la cancion era de Caracol, no de la canción. En ciertos momentos las palabras corrían como un hilo de agua y, en otros, aparecían sueltas, subrayadas, aisladas del conjunto, como si quisiera iluminarlas en su especificidad. Un ejemplo radical de ese modo de apropiación de la letra y, por extensión, de la idea de las canciones que cantaba era su versión en vivo de “Volver”. Todo va más o menos por un cauce clásico de interpretación hasta que llega el momento crítico, que no es el que nos dice que “es un soplo la vida” sino aquel otro en el que Caracol canta pegando las palabras sin que entre una sola gota de aire ni un solo haz de luz entre ellas: “Tengomiedodelencuentroconelpasadoquevuelveaenfrentarseconmivida”. Era evidente que mandaba en el interior de las canciones y tomaba posesión de ellas con su voz prodigiosa de barítono, pero también sentía la obligación de crearlas para asumir que la representación es menos un acto de fidelidad que un arte personal que sólo puede homenajear lo que lo inspira si lo hace en defensa de una diferencia.
Hay una sabiduría en los cantantes llamados intérpretes que es invisible. Mejor dicho imposible de verbalizar porque, en realidad, ninguna sabiduría puede verse. Cuando canta las canciones que eligió, el intérprete tiene la sabiduría inconfesable del lector que, mientras lee, experimenta revelaciones que no puede contarle a nadie, por lo que no estaría de más ligar este tipo de hechos a la experiencia mística. Pero además, cantar es un acto de autoafirmación: lo que se canta se es.
Las crónicas sobre la muerte de Caracol dijeron que había decidido enfrentar una operación riesgosa que, al cabo, le permitiera cantar sin complicaciones. Cantar: lo que el cantante “no” puede dejar de hacer. Los misterios de su corazón desorientaron a los cardiólogos durante años. Digamos que tenía una enfermedad sin nombre. ¿Y si su enfermedad, como la de Antonio Vega o la de Chet Baker, que no figura en las estadísticas sanitarias, era la melancolía? Eso explicaría su empeño en cantar “No la quiero más”, el bolero de Alberto Mastra: “Si la vida me diera de nuevo la oportunidad/ de volverla a vivir otra vez,/ no la quiero más./ Son tan malos todos los recuerdos/ que ella me dejó,/que si debo volver a vivirla/ le digo que no”.
No es el tanguero el que elige al tango sino que es el tango el que desembarca en él para colonizar su ánimo ya predispuesto a convivir con la poesía y la tristeza. Lo mismo vale para el bolerista. Uno y otro, y Caracol fue los dos, le cantan al tiempo y al amor, por no decir que le cantan al amor que va y viene en el tiempo como una persona que pasa caminando frente a un espejo.
Si se recuerda la figura de Caracol en el escenario, se verá en la memoria que entraba de camisa y pantalón oscuros, una negrura vertical iluminada por los reflectores con el propósito de resaltar la oscuridad del fondo. Como en el teatro de Praga, en el rostro de Caracol se concentraba el drama de las canciones, que apenas si contaba con el auxilio de una dinámica imperceptible: un balanceo lateral del cuerpo; o un giro violento de rostro hacia un costado luego de soltar un verso completo, como el boxeador que esquiva el golpe.
Esa misma figura, así vestida, era también la de Caracol en su vida civil. No recuerdo haberlo visto en los bares donde nos encontramos algunas veces, ni cruzarlo por la calle, sin que estuviera tributando como un soldado de la sobriedad a esa gama entre el gris oscuro y el negro, los colores de la tormenta y la noche, respectivamente. Si la pregunta es si actuaba cuando bajaba del escenario, la respuesta es que no, de ninguna manera. Todo lo contrario: vivía cuando subía.
Hay una lista de tangueros azotados por la fragilidad y no se sabe qué está primero, si el tango o el padecimiento físico. A la demencia sifilítica de Pascual Contursi, la miseria de El Cachafaz, la destrucción autoinfligida de Goyeneche, el sedentarismo que convirtió en un Buda del vicio a Troilo y el cuerpo de Luis Cardei cantando como entre algodones, se le agrega el corazón misterioso de Caracol.
¿De dónde sale una voz que canta? ¿De la voz que no quiere hablar? La voz de Caracol se inició en la precocidad (a los 6 años ya era un cantante) y luego quedó postergada por algo que pudo haber sido el desdén de los demás o, por qué no, la seguridad íntima de tener una voz para siempre, un patrimonio eterno como el de la santidad respecto del santo. Caracol, que recién se molestó por grabar su primer disco cerca de los cincuenta años, es una prueba del poder y la debilidad de las cosas del cuerpo, del que la voz es siempre un canto de sirena.
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