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Séptimo Día |TENDENCIAS

La semilla del mal

Encontrar el casquillo de una bala en la calle. Entrar en una escalada de violencia incontenible. Buscar la paz a través de la destrucción

La semilla  del mal

La semilla del mal

21 de Octubre de 2012 | 00:00

Por JOSE SUPERA
Escritor

1

(Bang).

Alguien disparó una bala.

2

Un campo de asfalto, una semilla del mal. El casquillo de una bala que fue disparada. No sé cómo pero lo encuentro una mañana con la ciudad desierta, todavía sin ser de día, pera tampoco de noche, una luz extraña flota en el ambiente. Hace unos segundos mi mirada hacia el suelo, hacia algo brillante, hacia algo lleno de oscuridad. La esquina de 11 y 48. Pero no importa la dirección, no importa la hora ni nada, sólo esa vaina, ese casquillo que ya fue disparado. A quién. Por qué. No hay rastros de sangre en varios metros a la redonda. Pero tampoco se trata de develar el génesis de ese mal, no voy a retroceder con una pipa en la boca buscando culpables, esto es un ir de acá en adelante, un viaje a través de la violencia. Una bala que fue disparada. Una semilla del mal. Y todo lo que vino después.

3

Los colmillos de dos perros sarnosos callejeros. Un remolino de patas y hocicos y ojos rabiosos entre la basura. Una disputa por la existencia, por lo que se encontró dentro de una bolsa negra. Una ciudad infectada. Un virus que se transmite rápido y en silencio. Usted, lector, también tiene ese virus. No se alarme ni salga corriendo porque no tiene cura. Hay algo en nosotros primitivo, incomprensible. El origen del mal tiene mucho que ver con las palabras existencia y supervivencia.

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Entrada a mi departamento de la calle 53. Cercanías del Teatro Argentino. Lluvia de palabras y de piedras y de odios. Caen cascotes que revientan en el asfalto. Caen palabras como gato, cheto, puto, negro, cagón. Me quedo atrapado entre las corridas. Todo se mueve y me quedo quieto, observando. Dos bandos. “Skaters” vs. “Pibes de Gorrita”. No quiero poner como la mayoría les dice, me niego a ponerles “Pibes Chorros”. A los skaters los veo con sus skates. A ellos los veo con gorrita. Entonces skaters vs. pibes de gorrita y dejo de estigmatizar. Enseguida entiendo que la pelea es por territorio. Pero no sólo por territorio, también es una pelea de tribus urbanas, de clases. Un policía camina por la rambla de 53 siguiendo los hechos. Todo es en un segundo, las corridas, los piedrazos, los gritos. Algunos pendejos se trenzan, otros corren. Alguien le dice al policía que haga algo. El policía dice que no puede hacer nada. Siguen las corridas hacia la Plaza San Martín. Me quedo parado en la puerta de mi departamento mirando una piedra que se reventó contra el asfalto. Rota en varias partes, dividida. La piedra es mucho más que una piedra. Todo se está reventando contra el asfalto.

5

Y no sé si pasa un día o dos, no importa el tiempo, lo que importa es que voy caminando por la calle y alguien que está adelante mío empieza a correr. Una chica grita. Dos flacos se trenzan contra unas rejas. Alguno dice que “te dije que nos íbamos a volver a cruzar”. Se dan fuerte, las rejas los contienen, creo ver sangre en la cara de uno. Me acerco y meto las manos intentando separar. Le grito a la gente para que interceda, pero la gente sigue caminando, mira y sigue, está apurada la gente, no puede hacer nada con la violencia de los otros la gente. Puños que vuelan cerca de mi cara. Después de un rato se acercan dos tipos y recién ahí los separamos. Se siguen puteando mientras juran volver a encontrarse y tener otra entrega de esa guerrita personal. Me doy cuenta que mi corazón late fuerte, como si yo también me hubiera peleado. Mis manos tiemblan. Algo se despertó en mí. Estoy infectado con el virus.

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El departamento de mis abuelos siempre está oscuro. Mis abuelos ya no viven ahí. Me gusta recorrerlo en esa penumbra signada por el olvido. Fotos de tiempos pasados, mis tíos y mi vieja cuando eran nenes en un arroyo, creo que es en Córdoba; mi bisabuelo amante de Enrico Caruso sentado con su bastón y mirándome fijo como si el tiempo no hubiera pasado; uno de mis sobrinos de bebé; una foto de mi tío llegando de Malvinas en un micro, abajo están mi abuelo, mi viejo y un tío político. Toda esa colección de libros de los premio Nobel de Literatura, libros que ya no van a leerse. Entro a una de las piezas donde mi abuela pintaba sus cuadros. Todavía hay algunos apilados a un costado. Abro el placar, meto la mano hasta el fondo de los cajones. Y entonces siento el frío del metal, encuentro por fin lo que fui a buscar: el revólver cromado de mi abuelo, el famoso Smith & Wesson.

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Y camino por la calle con el revólver en la mochila. Tengo todo arreglado y voy a la casa de la persona con la que hablé. Barrio Hernández. La casa de mi amigo y artista plástico Seba Deffelito. Nos conocemos desde que tenemos tres años. Mi amistad más primitiva, podría decir. Entro a su taller. Está terminando un Cristo a escala 1x1 que irá colgado de una cruz. Saco de mi mochila el arma y entonces le explico lo que le había adelantado por teléfono. Quiero destruir el arma. Quiero destruir lo que destruye. Darle con el martillo a ese revólver hasta que diga basta y a partir de eso generar algo nuevo, lo que salga, pero destruir para generar algo. Seba agarra el revólver, apunta al aire. Es la última vez que alguien apunta con ese revólver, pienso. Con un destornillador le saca el mango y comienza la tarea y le da con el martillo. Saltan chispas. Mientras le cebo mates y recordamos viejos tiempos y así pasan las horas. El revólver es transformado en una especie de animal extraño. El tambor como las costillas, la punta del caño como el hocico. Me pregunta qué me movió a agarrar el arma y llevársela para su destrucción y posterior transformación. Le contesto que muy bien no lo sé, que no sé si tiene mucho sentido lo que hice, pero que necesitaba hacerlo. Después entra uno de sus hijos al taller. Está disfrazado. Un Batman enano y sin máscara y con zapatillas. Nos pregunta qué estamos haciendo. Le voy a decir que destruyendo un arma, pero Seba me gana de mano y le contesta que creando un caballo de metal. Y me doy cuenta de que se trata de eso, que no se destruye cuando se crea, que todo lo que tenemos en nuestro instinto es un acto de creación, de generar nuevas cosas. ¿Lo puedo tocar?, pregunta el pendejo. Por qué no. Después de todo, no es otra cosa que un caballo, le contesto.

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