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Por ALEJANDRO CASTAÑEDA
La perversidad y el horror se han hecho tan familiares que casi no sorprenden. Asombra que tres mujeres hayan estado cautivas durante diez años en una casa de un barrio de Cleveland. Y más asombra que a la policía y a los vecinos se les haya pasado por alto lo que allí pasaba.
¿Es posible que la maldad adquiera una perfección que la haga invisible? Primero fue en Austria, con Natascha Kampusch; después apareció el tenebroso Josep Fritzl, que tenía en el sótano a su hija; y al otro año se supo de una madre que guardaba en el freezer tres hijitos que había parido, ocultado y matado. Perversiones extremas y todas bien cerquita.
El mal siempre fue un enigma, pero uno creía que el espanto dejaba rastros. Los vecinos del secuestrador de Natascha nunca advirtieron nada; tampoco la esposa de Fritzl. Y el marido y los hijos de esa madre asesina jamás sospecharon de sus gorduras y jamás abrieron el freezer en 20 años.
¿Se puede tapar tanto? ¿Se puede ver tan poco? Estos casos expresan el discreto espíritu de una sociedad que confunde la indiferencia con la complicidad.
Porque una cosa es el respeto a la privacidad y otra, el desinterés.
El hombre necesita de su vecindario cada vez más. Obligadas a la sospecha y al aislamiento, las barriadas han abandonado ese hábito de la vida en las veredas, con la charla ocasional y el intercambio de pareceres. Hace unos días en este diario se reprodujo la carta que envió un vecino. Era un homenaje al poder sociabilizador de la escoba. El frentista alentaba un regreso a la vieja costumbre de barrer la vereda, no sólo para dejar más coquetas las aceras y quitar del camino las dañinas hojas, sino también porque esa vieja práctica permitía el sano intercambio informativo entre el vecindario más aseado y afianzaba lazos de amistad y pertenencia.
La curiosidad bien entendida puede ser un remedio. El chisme debe ser reivindicado, porque es capaz de articular extrañas asociaciones en medio de un vecindario que reduce la sociabilidad a un desganado saludo. Pocas cosas entretienen más que un sabroso secreto. Hoy el vecindario está tan ocupado en desconfiar que no tiene tiempo para mirar lo que lo rodea. Solo en la verdulería y cada vez menos queda algo de aquel intercambio sano de rumores. Antes, con su dedicación y su mala fe, los mejores chismosos ayudaban a tener más controlada la barriada. Y a los de la escoba jamás se le hubiera pasado por alto lo que ocurría en esa casa prisión que durante diez años mantuvo cautivas a tres mujeres de la barriada, aprovechándose de un vecindario muy descuidado y de una policía muy negligente.
¿Cómo sobrevivieron en ese infierno? ¿Qué se sentirá al saberse prisionero y atormentado tan cerca de la casa y que nadie venga a rescatarlo? Diez años. Un relato increíble que muestra los pasillos oscuros y malvados del alma humana. Y el poder dañino de la indiferencia y el olvido.
Siempre sorprenden estos perversos. Pero más, los que no quieren verlos.
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