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Sopa gratis: en recuerdo de la caída del muro de Berlín Basado en una historia real
Por JUAN PABLO PETTORUTTI
Músico platense residente en Alemania
Desde el balcón se oyó ese avejentado graznido con el que la babaanne intentaba arrear a los niños a la cena. El juego se detenía por un momento y los pequeños prometían ir en breve, justo después de terminar el juego de turno. Pero la intransigente anciana trasformaba sus graznidos en alaridos y ya nada quedaba por discutir, los hermanos dejaban en el momento cualquiera fuera su posición en la cancha y corrían al interior del edificio y subían velozmente las escaleras, para ubicarse en la mesa en el pequeño departamento, y los vecinos, como adoptados por esta extraña abuela, hacían lo propio en dirección a sus respectivos edificios, escaleras y mesas. Babaanne había sido la última en llegar. Su hijo logró convencerla con el argumento de que “el hogar es lo que uno lleva consigo y no lo que uno deja atrás“. Él había sido el primero en migrar. Trabajó un tiempo en una fábrica con la idea de juntar algún capital y volver a su país para invertir, pero por motivos que ninguno de sus hijos jamás conoció, cambió su plan de volver por el de quedarse y poner un restaurante, traerse a su mujer, luego tener tres hijos y algunos años más tarde convencer a su madre de mudarse con él. El desarraigo generó en la familia un extremo aferro a las tradiciones de su cultura originaria. El idioma, las comidas, la religión, todos los valores se intensificaron y fueron trasladados a los tres hermanos, que a pesar de haber nacido en otro país, se sabían más turcos que la propia babaanne.
Los hermanos pasaban el tiempo libre con los vecinos en la calle. El lugar predilecto era la calle cerrada que terminaba en el paredón. Allí se podían arman buenos arcos de fútbol y como casi no pasaban autos la calle funcionaba como un inmenso pizarrón en el cual se podían armar infinitos campos de deportes o demás escenarios lúdicos. En las noches de invierno, que casi no se diferenciaban del día, el mismo frío que retenía a babaanne de salir al balcón a graznar, arrastraba lentamente a los hermanos al reparo del departamento. Hasta en los días más nevados los chicos correteaban, gritaban se peleaban y reían en la calle hasta que la luz se los permitía. Por otra parte, en verano, cuando las tardes se extendían hasta los confines de la noche, a los niños se les permitía jugar en el paredón incluso después de la cena (muy a pesar de las quejas por lo bajo de la anciana, que alegando algún motivo religioso intrínseco en algún recoveco del Corán insistía en que los niños abandonen el juego). Notaba el pequeño Mesut que cuando la luz solar ya se había extinguido y las lámparas de la calle habían tomado su lugar, del otro lado del muro no se distinguía resplandor alguno, todo permanecía a oscuras, tal como el sol lo había decidido. Hasta los ecos reverberantes de los cacharros que las familias acomodaban para la cena, parecían cesar en esa oscuridad seca y profunda por sobre la pared. Los adolescentes del barrio habían convencido a los más chicos de trabajar para ellos extrayendo pequeñas piezas de la pared para luego venderlas. Mesut recibiría una comisión por cada piedrita que los adolescentes vendieran. La tarea no era sencilla ya que los niños no contaban con herramientas, así que tenían que ingeniárselas para rascar partículas de cemento con los elementos que tuvieran a mano: otra piedra, alguna llave para ajustar la bicicleta o un cuchillo contrabandeado. El paredón lo era todo, el arco de fútbol, el frontón para las canicas, un simple apoyo para los más vagos y una potencial mina de oro para los pequeños subcontratados.
Todo sucedió muy rápido. Por la esquina de la avenida que cortaba el otro extremo de la breve calle que terminaba en el paredón, apareció un hombre que caminó hasta el final de la callejuela. Parecía no notar la presencia del paredón, se acercaba a este a paso redoblado y no parecía tener intención alguna de detenerse. Cuando la coalición nasal parecía algo inevitable, el hombre se detuvo casi besando el muro y allí se quedó unos instantes, luego se agachó, siempre con su rostro casi pegado al cemento y mantuvo esa posición otra cantidad de segundos. Los niños habían detenido el juego y curiosos miraban al hombre, luego intercambiaban miradas entre ellos como cerciorándose del sentimiento consensuado, y continuaban mirando o vigilando al extraño sujeto. Mesut, que ya había perdido sus minutos de atención y observaba ahora con la pelota bajo el brazo a una ardilla que trataba de hacer no sé qué en el hueco de un árbol, sintió que con una mano en su hombro alguien lo apartaba del camino. Reaccionó rápidamente dando un salto hacia el costado y girando al mismo tiempo. Al voltear vio que se trataba de otros dos adultos, uno de ellos, más alejado, traía consigo un aparato grande y naranja del cual asomaba una larga punta de acero enrulada. Aferrándose aún más al balón, Mesut corrió en dirección a sus hermanos, junto al paredón. El hombre que parecía estar controlando la entereza del mamotreto gris se volteó hacia los que parecían ser sus colegas y les indicó un punto en la pared presionando con uno de sus dedos. Allí ubicaron el aparato naranja y mientras dos de los hombres lo sostenían sobre el paredón, el tercero le dio arranque y esa máquina que parecía inerte y aburrida a los ojos del pequeño sieteañiero, comenzó a rugir de una manera que Mesut jamás había escuchado y miles de ínfimos pedacitos grises comenzaron a desprenderse y a volar por los aires. Pese a las reiteradas advertencias del hombre que había arrancado la máquina los chicos juntaban los pedacitos que caían al suelo, proyectando una gran oportunidad de negociación con los adolescentes. De repente, de entre el infernal rugido de la máquina surgieron los inconfundibles graznidos de babaanne que desde el balcón que daba a la calle los llamaba como si la cena estuviera lista. Los tres hermanos detuvieron sus ojos sobre la abuela por unos segundos y desde lo profundo de sus espaldas dos brazos ataron a los tres de una vez. Los otros niños continuaban revoloteando entre la lluvia de escombros mientras ellos se alejaban volando hacia la vereda. Luego de aterrizarlos junto a él, su padre se acuclilló e igualó sus ojos a los de ellos, y los hermanos entendieron, debido a lo inusual de la actitud de su progenitor, que las inexplicables advertencias de no alejarse que en ese momento recibían, iban en serio.
El paredón lo era todo, el arco de fútbol, el frontón para las canicas, un simple apoyo para los más vagos y una potencial mina de oro para los pequeños subcontratados
Mesut con su ceño fruncido ya no escuchaba la perorata en turco de su padre, ya ni siquiera lo estaba mirando, porque desde las esquinas de la avenida por las cuales hacía unos instantes había llegado el primer hombre y luego los otros dos con la máquina, habían comenzado a llegar otras personas. Algunas un tanto eufóricas comenzaban a correr hacia el paredón y otras vitoreaban, gritaban y hasta algunas se quebraban en llanto y detenían su marcha en los brazos de alguien más. La calle comenzaba a llenarse, una multitud colmaba la avenida y marchaba hacia los niños y su padre. Mesut, confundido comenzó a llorar, su padre detuvo el discurso y lo tomó en brazos. El padre con Mesut en brazos y los dos hermanos mayores se apartaron cuanto fuera posible de la correntada humana, pero la gente era cada vez más y el jubilo crecía. Algunos se detenían junto a ellos y abrazaban al padre y a los niños Luego se abrazaban con otros, y continuaban su camino hacia el paredón, o seguían la cadena de abrazos con otros desconocidos. Desde las alturas de su padre el pequeño Mesut logró ver por sobre las alborotadas cabezas que los hombres con la máquina rabiosa habían logrado perforar el cemento y abrir un pequeño hueco. Luego apartaron la máquina y de la marea humana surgieron martillos y picos que comenzaron a castigar el paredón ya con claras intensiones de derribarlo. Mientras todo esto sucedía, Mesut notó que allí donde se encontraba hecho el agujero en la pared algo parecía moverse. Un pico dio un golpe certero agrandando unos centímetros el hueco y el pequeño Mesut no pudo ya dar cuenta de lo que sus inexperimentados ojos estaban viendo, un brazo había salido por el agujero y se retorcía aferrándose a las extremidades de los allí apelotonados. Esta imagen le causó a Mesut una impresión que hasta sus 34 años quedaría tatuada en su memoria.
Otro de los recuerdos que ese día le dejó, me cuenta Mesut caminando por las calles de Berlín, es que cuando ya habían logrado derribar parte del muro y las marejadas del este y del oeste se entrelazaban en abrazos nuevamente, desde ninguna parte alguien le acercó un tazón de sopa, tanto a él como a sus hermanos. Riendo, Mesut se refiere a la hermosa sensación que la sopa gratis produjo en él cuando niño. De lo único que hablaron los hermanos durante las semanas venideras, más allá de la tristeza de ya no contar con su frontón de juego, fue de esa tarde gloriosa en la cual, sin motivo aparente, los 3 hermanos recibieron un rico plato de sopa gratis.
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