ESGUINCE

Ella no sabe cuánto yo la extraño. El sábado de tarde, por tenerla conmigo, a mis pies, yo había corrido de un lado a otro, sudoroso, incansable, con el sol en las entrañas y la gramilla casi deshilachándose junto a mi sombra chueca.

Ella ni lo sospecha. Me duele su ausencia, la ausencia de sus colores esféricos, brillantes, impregnados de marcas en idiomas que no conozco, ni me importan demasiado.

No es tan fácil sobrellevar un estúpido esguince de tobillo y dejar de integrar el equipo por una tontería infame.

Alguien estará gozando con ella y yo en la cama extrañándola, porque siempre se dejó. Se dejó llevar, como tantas, en el campito de la estación del ferrocarril del pueblo.

Nunca quise escuchar las voces que me decían que era una pelota que le gustaba rodar en compañía y que le pegaran patadas durante el juego, como una hora y media sin descansos.

Yo no quisiera que lo hiciera sin mí. Pero si se lo explico es en vano: ella no entiende. Es hueca. Y yo sin ella también.

 

 

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