Fernando Cartasegna y la seguridad de los fiscales

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Un fiscal apareció golpeado, amordazado, con sus manos atadas con cinta plástica y un cable apretándole el cuello en su despacho oficial. El mismo fiscal, apenas 48 horas antes, había sido atacado en plena calle por al menos dos desconocidos, presumiblemente vestidos con viejos uniformes policiales, y luego encerrado en un garaje, donde lo golpearon. Al mismo tiempo en los pasillos del edificio de las fiscalías de 7 y 58, aparecieron panfletos intimidatorios en los que se mostraba al agredido, Fernando Cartasegna, como el próximo Nisman. Paralelamente, al mismo fiscal, le llegaban anónimos amenazantes y en su propia casa vivió otras situaciones intimidantes promovidas, se supone, por los mismos atacantes.

Lo que en un primer momento surgió como una noticia conmocionante, con el paso de las horas, comenzó a transitar una senda, digamos, gris, a medida que voceros e informantes tanto del Gobierno provincial, como de la Justicia y de la propia Policía, dejaban trascender ciertas dudas acerca de las motivaciones del ataque y del relato de los hechos realizado por la propia víctima.

De allí, puede colegirse, el llamativo silencio que mantuvieron las principales figuras del Ejecutivo provincial. Un fiscal atacado por algunas de las mafias denunciadas por la gobernadora María Eugenia Vidal desde el mismo momento de su asunción, debería haberse convertido en un caballito de batalla político, pero sin embargo no lo fue.

Puede uno quedarse en el debate chico de las dudas aquí plantadas. Puede uno tentarse de seguir con las anécdotas y las especulaciones. Lo que no se puede -ni se debe- es perder el eje central de esta historia: un fiscal de la provincia fue atacado en su despacho.

El poder -sea este judicial, ejecutivo o legislativo- ha vuelto a fallar y dejó palmariamente demostrado que aquellos funciónarios encargados de llevar adelante las investigaciones de todos los delitos de la Provincia, están poco menos que librados a su propia suerte y en un casi absoluto estado de indefensión.

Resulta complicado explicar -y naturalmente entender- que la seguridad del edificio por el que transitan causas “pesadas” como la de la recaudación ilegal de los sobres de la policía bonaerense, o la del presunto enriquecimiento ilícito del ex gobernador Scioli y de su jefe de Gabinete, Alberto Pérez, quede en manos de tres -si, tres- agentes retirados del Servicio Penitenciario Provincial.

Además, en caso de tenerse por cierta la versión que relaciona a una mafia con el ataque, podría decirse que -una vez más- los malos sacaron ventaja. Atentar contra un fiscal en su propia oficina, sinceramente, tiene mucho de mensaje mafioso tendiente a intimidar a todo el cuerpo de fiscales. “Si llegaron a él, también me puede tocar a mí”, podría ser la lectura buscada.

Y en ese hipotético contexto es que suena tragicómico admitir, como pudo comprobar este diario, que los detectores de metales instalados en los accesos al edificio de la ex Vialidad Provincial, no funcionan, y hasta permanecen desconectados, aun en los días posteriores al ataque que un fiscal sufrió en un edificio donde, lo que debería sobrar, es la seguridad.

Fueron los colegas de Cartasegna, los que comparten el edificio con él, los que prácticamente a coro salieron a pregonar a los cuatro vientos que lo que le ocurrió al fiscal, le podría haber pasado a cualquiera de ellos.

Se insiste: hasta los que, veladamente, plantean dudas acerca de las motivaciones del ataque, sostienen que el hecho ocurrió, y dan por tierra con las especulaciones, que también se dejaron correr, sobre un posible “autoatentado” .

Está claro, sin embargo, que pasado el estupor ante lo ocurrido, la sociedad en su conjunto debiera poner su ojo en el bosque y no en el árbol.

 

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